Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos

Torquemada en la cruz - Benito Perez  Galdos


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      Desde la muerte de su hijo Valentín, de triste memoria, Torquemada se arregló una vivienda en el principal de la casa de corredor que poseía en la calle de San Blas. Juntando los dos cuartitos principales del exterior, le resultó una huronera bastante capaz, con más piezas de las que él necesitaba, todo muy recogido, tortuoso y estrecho, verdadera vivienda celular en la cual se acomodaba muy á gusto, como si en cada uno de aquellos escondrijos sintiera el molde de su cuerpo. Á Rufina le dió casa en otra de su propiedad, pues aunque hija y yerno eran dos pedazos de pan, se encontraba mejor solo que bien acompañado. Había dado Rufinita en la tecla de refitolear los negocios de su padre, de echarle tal cual sermoncillo por su avaricia, y él no admitía bromas de esta clase. Para cortarlas y hacer su santa voluntad sin intrusiones fastidiosas, que cada cual estuviese en su casa, y Dios... ó el diablo en la de todos.

      Tres piezas tan sólo de aquel pequeño laberinto servían de vivienda al tacaño, para dormir, para recibir visitas y para comer. Lo demás de la huronera teníalo relleno de muebles, tapices y otras preciosidades adquiridas en almonedas, ó compradas por un grano de anís á deudores apurados. No se desprendía de ningún vargueño, pintura, objeto de talla, abanico, marfil ó tabaquera sin obtener un buen precio, y aunque no era artista, un feliz instinto y la costumbre de manosear obras de arte le daban ciencia infalible para las compras así como para las ventas.

      En el ajuar de las habitaciones vivideras se notaba una heterogeneidad chabacana. Á los muebles de la casa matrimonial del tiempo de doña Silvia, habíanse agregado otros mejores, y algunos de ínfimo valor, desmantelados y ridículos. En las alfombras se veían pedazos riquísimos de Santa Bárbara cosidos con fieltros indecentes. Pero lo más particular de la vivienda del gran Torquemada era que, desde la muerte de su hijo, había proscrito toda estampa ó cuadro religioso en sus habitaciones. Acometido en aquella gran desgracia de un feroz escepticismo, no quería ver caras de santos ni Vírgenes, ni aun siquiera la de nuestro Redentor, ya fuese clavado en la cruz, ya arrojando del templo á los mercachifles. Nada, nada..., ¡fuera santos y santas, fuera Cristos, y hasta el mismísimo Padre Eterno, fuera!..., que el que más y el que menos todos le habían engañado como á un chino, y no sería él, ¡ñales!, quien les guardase consideración. Cortó, pues, toda clase de relaciones con el cielo, y cuantas imágenes había en la casa, sin perdonar á la misma Virgencita de la Paloma, tan venerada por doña Silvia, fueron llevadas en un gran canasto á la guardilla, donde ya se las entenderían con las arañas y ratones.

      Era tremendo el tal Torquemada en sus fanáticas inquinas religiosas, y con el mismo desdén miraba la fe cristiana que todo aquel fárrago de la Humanidad y del Gran Todo que le había enseñado Bailón. Tan mala persona era el Gran Todo como el otro, el de los curas, fabricante del mundo en siete pasteleros días, y luego... ¿para qué? Se mareaba pensando en el turris-burris de cosas sucedidas desde la creación hasta el día del cataclismo universal y del desquiciamiento de las esferas, que fué el día en que remontó su vuelo el sublime niño Valentín, tan hijo de Dios como de su padre, digan lo que quieran, y de tanto talento como cualquier Gran Todo, ó cualquier Altísimo de por allá. Creía firmemente que su hijo, arrebatado al cielo en espíritu y carne, lo ocupaba de un cabo á otro, ó en toda la extensión del espacio infinito sin fronteras... ¡Cualquiera entendía esto de no acabarse en ninguna parte los terrenos, los aires ó lo que fuesen!... Pero, ¡qué demonio!, sin meterse en medidas, él creía á pies juntillas que ó no había cielo ninguno, ni Cristo que lo fundó, ó todo lo llenaba el alma de aquel niño prodigioso, para quien fué estrecha cárcel la tierra y menguado saber todas las matemáticas que andan por estos mundos.

      Bueno. Pues con tales antecedentes se comprenderá que la única imagen que en la casa del prestamista representaba á la Divinidad, era el retrato de Valentinito, una fotografía muy bien ampliada, con marco estupendo, colgado en el testero principal del gabinete, sobre un vargueño, en el cual había candeleros de plata repujada, con velas, pareciéndose mucho á un altar. La carilla del muchacho era muy expresiva. Diríase que hablaba, y su padre, en noches de insomnio, entendíase con él en un lenguaje sin palabras, más bien de signos ó visajes de inteligencia, de cambio de miradas, y de un suspirar hondo á que respondía el retrato con milagrosos guiños y muequecillas. Á veces sentíase acometido el tacaño de una tristeza indefinible, que no podía explicarse, porque sus negocios marchaban como una seda, tristeza que le salía del fondo de toda aquella cosa interior que no es nada del cuerpo; y no se le aliviaba sino comunicándose con el retrato por medio de una contemplación lenta y muda, una especie de éxtasis, en que se quedaba el hombre como lelo, abiertos los ojos y sin ganas de moverse de allí, sintiendo que el tiempo pasaba con extraordinaria parsimonia, los minutos como horas y éstas como días bien largos. Excitado algunas veces por contrariedades ó cuestiones con sus víctimas, se tranquilizaba haciendo la limpieza total y minuciosa del cuadro, pasándole respetuosamente un pañuelo de seda que para el caso tenía y á ningún otro uso se destinaba; colocando con simetría los candeleritos, los libros de matemáticas que había usado el niño, y que allí eran como misales, un carretoncillo y una oveja que disfrutó en su primera infancia; encendiendo todas las luces y despabilándolas con exquisito cuidado, y tendiendo sobre el vargueño, para que fuese digno mantel de tal mesa, un primoroso pañuelo grande bordado por doña Silvia. Todo esto lo hacía Torquemada con cierta gravedad, y una noche llegó á figurarse que aquello era como decir misa, pues se sorprendió con movimientos pausados de las manos y de la cabeza que tiraban á algo sacerdotal.

      Siempre que le acometía el insomnio rebelde se vestía y calzaba, y encendido el altar se metía en pláticas con el chico, haciéndole garatusas, recordando con fiel memoria su voz y sus dichos, y ensalzando con una especie de hosanna inarticulado..., ¿qué dirán ustedes?, las matemáticas, las santísimas matemáticas, ciencia suprema y única religión verdad en los mundos habidos y por haber.

      Dicho se está que aquella noche, por lo muy excitado que estaba el hombre, fué noche de gran solemnidad en tan singulares ritos. Sintiéndose incapaz de dormir, ni siquiera pensó en acostarse. La tarasca le dejó solo. Encendidas las velas apagó la lámpara de petróleo, llevándola á la sala próxima para que el tufo no le apestara, y entregóse á su culto. El recuerdo de las señoras del Águila, y el vigor con que su conciencia le afeaba la conducta observada con ellas, mezcláronse á otras visiones y sentimientos, formando un conjunto extraño. Las matemáticas, la ciencia de la cantidad, los sacros números, embargaban su espíritu. Caldeado el cerebro, creyó oir cantos lejanos sumando cantidades con música y todo... Era un coro angélico. El rostro de Valentinico resplandecía de júbilo. El padre le dijo: «Cantan, cantan bien... ¿Quiénes son esos?»

      En su interior sentía el retumbar de una gran verdad proferida como un cañonazo, á saber: que las matemáticas son el Gran Todo, y los números los espíritus, que mirados desde abajo... son las estrellas... Y Valentinico tenía en su ser todas las estrellas, y por consiguiente, todito el espíritu que anda por allá y por acá. Ya cerca de la madrugada rindióse D. Francisco al cansancio, y se sentó frente al vargueño, apoyando la cabeza en el ruedo de sus brazos, y éstos en el respaldo de la silla. Las luces se estiraban y enrojecían lamiendo el pábilo negro; la cera chorreaba, con penetrante olor de iglesia. El prestamista se aletargó, ó se despabiló, pues ambos verbos, con ser contrarios, podían aplicarse al estado singular de sus nervios y de su cabeza. Valentín no decía nada, triste y mañoso como los niños á quienes no se ha hecho el gusto en algo que vivamente apetecen. Ni habría podido decir D. Francisco si le miraba realmente, ó si le veía en los nimbos nebulosos de aquel sueñecillo que en la silla descabezaba. Lo indudable es que hijo y padre se hablaron; al menos puede asegurarse como de absoluta realidad que D. Francisco pronunció estas ó parecidas palabras: «Pero si no supe lo que hacía hijo de mi alma. No es culpa mía si no sé tocar esa cuerda del perdón..., y si la toco no me suena, cree que no me suena.»

      —Pues... lo que digo—debió de expresar la imagen de Valentín,—fuiste un grandísimo puerco... Corre allá mañana y devuélveles á toca teja los arrastrados intereses.

      Levantóse bruscamente Torquemada, y despabilando las luces, se decía: «Lo haremos; es menester hacerlo... ¡Devolución...,


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