Inteligencia ecológica. Daniel Goleman

Inteligencia ecológica - Daniel Goleman


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en la desconexión que tiene lugar en nuestra conciencia entre lo que hacemos y las cosas que son importantes.

      Un documento publicado por el Swiss Federal Institute for Snow and Avalanche Research [Instituto Federal Suizo para la Investigación de la Nieve y las Avalanchas], por ejemplo, advierte que, desde hace varias décadas, estamos experimentando un calentamiento que provoca la disminución del 20% de la capa de nieve acumulada en la falda de las montañas que se encuentran por debajo de los 1.500 metros.1 Esta situación obliga a las estaciones de esquí a instalar cañones de nieve artificial, máquinas que requieren una cantidad extraordinaria de energía que acaba contribuyendo al calentamiento. Pero, aun en climas más amables, los aficionados al esquí se empeñan despreocupadamente, cuando llega el invierno, en seguir esquiando, con lo que los cañones de nieve artificial instalados en las estaciones de esquí acaban acentuando el problema medioambiental generado por el ser humano.

      Por otra parte, los ecólogos industriales llevaron a cabo un concienzudo análisis de un proyecto de casa verde instalada en Viena en la que los residentes renunciaron al uso de automóvil y emplearon el dinero ahorrado en la compra de garajes en instalar sistemas de energía solar y similares. El estudio en cuestión puso de relieve que, si bien el consumo energético y la tasa de anhídrido carbónico emitidos por esos hogares a la atmósfera eran mucho menores que los de los hogares convencionales, su cesta de la compra y los viajes que realizaban más allá de Viena no diferían de los de sus conciudadanos.

      Un último ejemplo en este mismo sentido nos lo proporcionan los ingredientes comunes de los protectores solares, que promueven el desarrollo de un virus que acaba con las algas que viven en los arrecifes coralíferos. Los investigadores estiman que los nadadores de todo el mundo vierten cada año al océano entre 4.000 y 6.000 toneladas métricas de protectores solares, lo que pone al 10% de los arrecifes de coral en peligro de convertirse en esqueletos decolorados, un auténtico problema, puesto que es precisamente la belleza de esos arrecifes la que atrae a tantos turistas.2

      La incapacidad de reconocer instintivamente la relación que existe entre nuestras acciones y sus consecuencias es la que acaba intensificando los problemas de los que tanto nos quejamos. De algún modo, vivimos como si nuestros viajes de un lado a otro, los lavaderos de coches, las centrales eléctricas que se alimentan de carbón y calientan –a veces excesivamente– nuestras oficinas y la mezcla tóxica de moléculas que flota en nuestro hogar no tuviese nada que ver con nosotros. Existe una curiosa desconexión que nos impide darnos cuenta del papel que desempeñamos colectivamente en la creación de todas esas partículas tóxicas que tanto daño provocan.

      Bien podríamos decir que, en cierto modo, padecemos una especie de ceguera cultural compartida. Desde la aurora de la civilización, que tuvo lugar hace ya muchos milenios, hemos asistido a la emergencia gradual y estable de nuevas formas de amenaza hasta el punto de que, hoy en día, nos enfrentamos a peligros que trascienden nuestro sistema integrado de alarma perceptual. Y el hecho de que esos cambios eludan los sistemas cerebrales de alarma nos obliga a llevar a cabo un esfuerzo extra para cobrar conciencia de los peligros subliminales a los que nos enfrentamos, comenzando por darnos cuenta del dilema perceptual en el que nos hallamos sumidos.

      Nuestros cerebros están exquisitamente adaptados para registrar y reaccionar de inmediato ante un determinado abanico de riesgos que caen dentro del rango establecido por la naturaleza. En cierto modo, es como si la naturaleza hubiese cableado los circuitos de alarma de nuestro cerebro para que pudiéramos detectar situaciones posiblemente peligrosas, desde el gruñido de un animal hasta expresiones faciales amena zantes y otros riesgos semejantes de nuestro entorno físico inmediato, y escapar de ellas. Es precisamente ese sistema el que ha posibilitado nuestra supervivencia hasta el presente.

      Pero no ha habido, en nuestro pasado evolutivo, nada que haya configurado nuestro cerebro para detectar amenazas menos palpables, como el lento calentamiento del planeta, los productos químicos nocivos que contaminan los alimentos que ingerimos y los que arrojamos al aire que respiramos o la inexorable destrucción de la flora y de la fauna de nuestro planeta. Somos duchos en detectar la amenaza implícita en una mueca siniestra y rápidamente encaminamos nuestros pasos en otra dirección, pero en lo que respecta al calentamiento global nuestra única respuesta parece ser la de encogernos de hombros. Nuestro cerebro está diseñado para enfrentarse a las amenazas presentes, pero parece tambalearse cuando tiene que hacer frente a los peligros que puede depararnos un futuro indefinido.

      El aparato perceptual humano tiene límites y umbrales más allá de los cuales no advertimos lo que ocurre. El rango de lo que podemos ver está definido y, más allá de él, el mundo queda fuera de nuestro alcance. La naturaleza estableció el rango de nuestra percepción para que pudiésemos enfrentarnos adecuadamente a los predadores, los venenos y las muchas amenazas a las que nuestra especie ha debido enfrentarse. Si nos remontamos a esos días de dientes y garras, el límite de la vida humana era de unos treinta años y el “éxito” evolutivo consistía en vivir lo suficiente como para tener hijos que, a su vez, tuviesen su propia descendencia. Hoy en día, sin embargo, la extensión de la vida humana se ha ampliado lo suficiente como para llegar incluso a morir de cáncer, un proceso cuyo desarrollo requiere tres o más décadas.

      Hemos descubierto procesos industriales y hemos aprendido hábitos vitales que pueden erosionar lentamente el estrecho rango de temperatura, oxígeno, exposición a la luz del sol, etc., que posibilitan la vida humana. Pero los cambios que podrían aumentar la tasa de cánceres o el calentamiento global caen más allá del umbral de registro de nuestros sentidos. Nuestro sistema perceptual no advierte las señales de peligro que llegan en forma de cambios graduales de la temperatura del planeta o de los minúsculos productos químicos que, con el paso del tiempo, va acumulando nuestro cuerpo. Carecemos de radar que nos advierta de todos esos peligros.

      Nuestro cerebro fue diseñado para registrar los peligros puntuales de un mundo que abandonamos hace ya mucho tiempo. No es de extrañar que muchos de los peligros del mundo actual queden fuera del rango de nuestra percepción visual, auditiva, olfativa y gustativa y que, de vez en cuando, el sistema de respuestas de nuestro cerebro se vea desbordado por las amenazas a las que actualmente nos enfrentamos.

      Aunque el cerebro humano registre perfectamente aquellas amenazas que quedan dentro de su rango de percepción, resulta inadecuado para advertir aquellos otros procedentes del frente ecológico, es decir, los peligros que se presentan de manera gradual o que lo hacen a un nivel microscópico o global. Nuestro cerebro está perfectamente sintonizado para advertir cambios luminosos, auditivos, de presión y similares dentro de un estrecho rango, es decir, la franja perceptual que nos informa de la proximidad de un tigre o de un conductor imprudente. Percibimos este tipo de amenazas con la misma claridad y celeridad con que vemos encenderse una cerilla en una habitación a oscuras y reaccionamos en consecuencia, alejándonos de ellas en cuestión de milisegundos. Pero, en lo que respecta a los riesgos ecológicos, seguimos tan ignorantes como si la misma cerilla se encendiera en una habitación bien iluminada.

      Los psicofísicos utilizan la expresión “diferencia advertible” para referirse a la tasa mínima de cambio de señales sensoriales como la presión o el volumen que pueden detectar nuestros sentidos. Pero los cambios ecológicos que nos advierten de la proximidad de un peligro inminente se hallan por debajo del umbral de registro de nuestros sentidos y son, en consecuencia, demasiado sutiles para que podamos registrarlos. Carecemos, pues, de receptores y de respuesta instintiva para enfrentarnos adecuadamente a esas posibles amenazas. El cerebro humano es perfecto para detectar aquellos peligros que caen dentro de su campo sensorial, pero para sobrevivir hoy en día debemos detectar amenazas que se encuentran más allá de nuestro umbral de percepción. Y, para ello, debemos tornar visible lo invisible.

      Como dice el psicólogo de Harvard Daniel Gilbert: «Aunque los científicos se lamenten de la rapidez del calentamiento global, lo cierto es que ese cambio es cualquier cosa menos rápido. Nuestra incapacidad de advertir los cambios que discurren gradualmente nos lleva a aceptar cosas que jamás permitiríamos si ocurriesen de forma rápida. La contaminación del aire que respiramos, del agua que bebemos y de la comida que ingerimos ha crecido espectacularmente a lo largo de nuestra vida y han transformado, un buen día, nuestro mundo en una pesadilla ecológica que nuestros abuelos jamás hubieran permitido».3


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