La alegría del capitán Ribot. Armando Palacio Valdes

La alegría del capitán Ribot - Armando Palacio  Valdes


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destinado a hacer feliz a cualquier mujer. Ignoro qué cualidades de marido pudo observar en mí aquella señora, como no fuese las de saltar y deslizarme bien por los cables. De todos modos, respondí que no deseaba otra cosa; pero que no se me había presentado ocasión hasta entonces. Mi vida de marino, hoy en un sitio, mañana en otro; la timidez de que adolecemos los que no frecuentamos la sociedad, y acaso también el no haber hallado aún una mujer que de veras me interesase, habían impedido realizarlo.

      Al tiempo de decir esto fijaba mis ojos en los de D.ª Cristina, que me sonreían.

      Un pensamiento dulce y solapado se deslizó entonces en mi cerebro.

      —Dejemos ese tema, mamá. Cada cual hace lo que más le conviene; y si el capitán no se ha casado debe de ser, por cierto, que no le ha apetecido.

      —En efecto—dije yo riendo y mirandola con fijeza petulante—; no me ha apetecido hasta ahora...; pero no respondo de que me apetezca el día menos pensado.

      —Entonces celebraremos que sea para bien, que tenga usted una esposa muy guapa y media docena de niños gordos y vivarachos y traviesos.

      —¡Amén!—exclamé.

      La franqueza y la gracia de aquella joven me sedujeron instantáneamente. Me sentía tan complacido y libre a su lado como si hiciera algunos años que la tratase. Me invitó a sentarme en el sofá, y lo hizo también para dejar que su madre descansase, pues no le convenía hablar, según la opinión del médico.

      Pedíle informes más exactos acerca de su salud y me dijo que había sufrido una rozadura y contusión en la espalda, a las cuales el médico no dió importancia. También se había logrado evitar los efectos nocivos del enfriamiento. Lo único verdaderamente temible era el susto. Su mamá era muy nerviosa; padecía del corazón, y nadie podía prever el resultado de aquella terrible emoción. Hice lo posible por desvanecer sus temores, y, empeñada la conversación, le pregunté si eran asturianas, a sabiendas de que no, tanto por los informes del boticario como porque no lo revelaba su acento.

      —No, señor; somos valencianas.

      —¿Cómo? ¡Valencianas!—exclamé—. ¡Pues si somos casi paisanos! Yo he nacido en Alicante.

      Y acto continuo nos pusimos a hablar en valenciano, con placer indecible por mi parte, y juzgo que también por la suya. Me enteró de que sólo hacía nueve días que se hallaban en Gijón, adonde habían venido para visitar a una monja hermana de su mamá. Hacía bastantes años que formaran ese proyecto, y nunca lo habían realizado por lo largo y molesto del viaje. Al fin lo habían decidido, y no en buen hora, pues faltó poco para dejar allí la vida. El país les había gustado, aunque les parecía bastante triste al lado del suyo.

      —¡Oh, Valencia!—exclamé entonces con fuego—. Yo, que visité las más apartadas regiones de la tierra y puse el pie en tantas playas diversas, nada hallé jamás comparable a ella. Allí el sol no se levanta sangriento como en el Norte, ni hiere y aniquila como en Andalucía: su luz se cierne suave por un ambiente embalsamado y tranquilo. El mar no aterra como aquí, y es más azul, y su espuma más blanca y más ligera. Allí los pájaros cantan con gorjeos más dulces y variados; allí la brisa acaricia por la noche como por el día; allí las frutas azucaradas, que en otras partes sólo se sazonan con el calor del verano, las gustamos todo el año; allí no sólo huelen las flores y las yerbas, sino la tierra misma exhala un aroma delicado. Allí la vida no es tristeza ni fatiga. Todo es suave, todo sereno y armónico. Y esta tranquilidad de la Naturaleza parece reflejarse en la mirada profunda de sus mujeres.

      La de D.ª Cristina, que era la más suave y profunda que jamás había visto, brilló con cierta alegría maliciosa.

      —¡Quién diría al oirle que es usted un lobo marino! Habla usted como un poeta... y casi, casi estoy tentada a pensar que ha publicado usted versos en los periódicos.

      —¡Oh, no!—exclamé riendo—. Soy un poeta inofensivo. Ni escribo versos ni prosa; pero dispénseme usted que le diga que los ojos de usted me han traído a la memoria una porción de cosas hermosas, todas valencianas... y se me subió la poesía a la cabeza.

      Doña Cristina pareció quedar un momento suspensa; me miró con más curiosidad que agradecimiento, y cambiando de conversación me preguntó, con amabilidad:

      —¿Y el vapor que usted manda hace la carrera de América?

      —Sólo una que otra vez. Ordinariamente vamos desde Barcelona a Hamburgo.

      —¿De modo que está usted aquí de escala por muchos días?

      —Los que necesite para arreglar ciertas averías que un pequeño incendio nos ha causado anteayer.

      A mi vez quise enterarme del tiempo que ellas pensaban permanecer en Gijón.

      —Pues teníamos pensado irnos pasado mañana y detenernos algunos días en Madrid, donde debía de esperarnos mi marido; pero ahora es fuerza dilatar el viaje a causa de lo ocurrido. De todos modos, en cuanto se haya tranquilizado por completo y el médico lo permita, nos pondremos en camino.

      Debo confesarlo, aunque parezca ridículo: aquel “mi marido” causó en mí una sensación extraña de frío y abatimiento que apenas logré disimular. ¿Cómo, diablos, no se me había ocurrido que aquella joven podía ser casada? Lo ignoro todavía. Y dado caso que así fuera, ¿por qué tal noticia me había producido tan áspera impresión tratándose de una persona que acababa de conocer? Tampoco lo sé. Estoy tentado a pensar que es cierto lo que sucede en las comedias antiguas cuando el galán se inflama repentinamente de amor a la vista de la dama. Si yo no estaba inflamado, por lo menos ya tenía el fuego a bordo.

      La razón se sobrepuso, no obstante, en seguida. Comprendí lo absurdo y ridículo de mi sensación, y tranquilizándome le pregunté con naturalidad y afectuoso interés por su esposo. Me dijo que se llamaba Emilio Martí y era uno de los socios de la casa armadora Castell y Martí, cuyos vapores hacían la carrera de Liverpool. Además tenía otros negocios, porque era hombre activo y emprendedor. Sólo hacía dos años que estaban casados.

      —¿Y no tienen ustedes familia?

      —Hasta ahora no—respondió, levemente ruborizada.

      Me enteró además de que ambos eran naturales de Valencia y allí habitaban; por el invierno, en la misma ciudad, calle del Mar; durante el verano, en una casa de placer que tenían en el Cabañal.

      Yo conocía algunos de los vapores de la casa Castell y Martí. Le hice presente mi satisfacción en ponerme a las órdenes de la señora de uno de los armadores.

      Hablamos poco más tiempo. Estaba triste y sentía deseos de irme. Efectuélo al cabo, no sin mantener otro diálogo con D.ª Amparo, a puertas cerradas y con intérprete. Pronto se disipó aquella infundada y hasta irracional tristeza al salir a la calle y hablar con los conocidos y emplearme en los asuntos de mi cargo. Pero en todo el día no dejó de ofrecérseme a la imaginación repetidas veces la figura de D.ª Cristina. Adoro las mujeres delgadas y blancas, con grandes ojos negros. Mis amigos solían decirme en otro tiempo que para gustarme a mí una mujer era necesario que estuviese en cuarto grado de tisis. Acaso tuviesen razón. La única novia que tuve era una tísica confirmada, y se murió consentido ya y preparado nuestro matrimonio.

      Al día siguiente me creí en el deber de ir, como el anterior, al hotel y preguntar por la salud de las señoras forasteras. D.ª Cristina me hizo pasar nuevamente y me recibió con mayor cordialidad aún, llevándose el dedo a los labios e invitándome a hablar en falsete como ella hacía. Su mamá estaba durmiendo. Nos sentamos en el sofá y charlamos bajito y alegremente. D.ª Amparo estaba bien, no tenía más que mimos.

      —Además (se lo digo a usted en reserva), mientras no concluyan de hacerle la peluca, no hay que esperar verla fuera de la alcoba.

      —¡Ah, la peluca! Sí, me acuerdo que...

      —Sí, acuérdese usted de que se la arrancó, mala persona—exclamó riendo.

      —Señora,


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