Inteligencia social. Daniel Goleman
bien entendió Stanislavski, estos circuitos son todavía más intensos cuando la empatía es deliberada.17 Al advertir una emoción en otra persona, literalmente sentimos lo mismo que ella y, cuanto mayor sea nuestro esfuerzo y más intensos los sentimientos expresados, más claramente los experimentamos en nosotros mismos.
Resulta interesante constatar que el término alemán Einfühlung empezó traduciéndose al inglés en 1900 como “empatía”, lo que literalmente significa “sentir”, lo cual sugiere una imitación interna de los sentimientos que experimenta otra persona.18 Como dijo Theodore Lipps, que fue quien importó la palabra “empatía” al inglés: «Cuando observo a un funambulista en la cuerda floja, siento que estoy dentro de él». Es como si, en tal caso, experimentásemos, en nuestro propio cuerpo, las emociones de otra persona. Pero eso es precisamente, según los neurocientíficos, lo que sucede porque, cuanto más activo es el sistema de neuronas espejo de una determinada persona, más intensa es también la empatía que experimenta.
La psicología actual emplea la palabra “empatía” en tres sentidos diferentes: conocer los sentimientos de otra persona, sentir lo que está sintiendo y responder compasivamente a los problemas que la aquejan, tres variedades diferentes de la empatía que parecen formar parte de la misma secuencia 1-2-3, es decir, le reconozco, siento lo mismo que usted y actúo de un modo que pueda ayudarle.
Como señalan Stephanie Preston y Frans de Waal en una gran teoría que vincula la percepción y la acción interpersonal, esas tres acepciones coinciden perfectamente con los descubrimientos realizados por la neurociencia actual sobre el modo en que funciona el cerebro cuando conectamos con otra persona.19 Se trata de dos científicos excepcionalmente dotados para abordar esa discusión, porque Preston ha sido pionero en el empleo de los métodos desarrollados por la neurociencia social a la hora de estudiar la empatía en los seres humanos, mientras De Waal, director del Living Links del Yerkes Primate Center, lleva décadas tratando de aplicar a la conducta humana las conclusiones extraídas de la investigación sistemática de los primates.
Preston y De Waal señalan que, en un determinado momento de empatía, nuestras emociones y pensamientos discurren paralelos a los de otra persona. Al escuchar un grito aterrador de alguien, por ejemplo, pensamos espontáneamente en lo que podría estar asustándole porque, desde una perspectiva cognitiva, compartimos con ella una cierta “representación” mental, es decir, un conjunto de imágenes, asociaciones y pensamientos relacionados con su problema.
El movimiento que conduce de la empatía al acto discurre a través de las neuronas espejo, porque la empatía parece haber evolucionado a partir del contagio emocional y, en consecuencia, también comparte sus mecanismos neuronales. La empatía primordial no descansa en una región especializada del cerebro, sino que implica a muchas de ellas, dependiendo de la persona con la que estemos empatizando y del modo en que nos metamos en su piel y sintamos lo que está experimentando.
Preston ha descubierto que los circuitos cerebrales que se activan cuando alguien evoca uno de los momentos más felices de su vida y cuando imagina un momento parecido de la vida de uno de sus amigos más próximos son casi los mismos.20 Para entender, dicho en otras palabras, lo que alguien experimenta –es decir, para empatizar con esa persona–, empleamos exactamente los mismos circuitos cerebrales que se ponen en marcha durante nuestra propia experiencia.21
Toda comunicación requiere que lo que es importante para el emisor también lo sea para el receptor. Cuando dos cerebros comparten pensamientos y sentimientos, toman un atajo que les lleva de inmediato al mismo punto, sin tener que perder tiempo ni palabras en explicar detalladamente lo que está ocurriendo.22
Este proceso “reflexivo” sucede cada vez que nuestra percepción de alguien moviliza automáticamente en nuestro cerebro una imagen o sensación sentida de lo que ellos están haciendo, lo que pone de relieve que lo que está en su mente también está en la nuestra.23 Confiamos en esos mensajes internos de cara a sentir lo que puede estar sucediendo en la otra persona. ¿Qué significa, después de todo, una sonrisa, una mirada o un ceño fruncido, sino un indicio de lo que está sucediendo en la mente de otra persona?
UN ANTIGUO DEBATE
Hoy en día se recuerda al filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes por haber afirmado que la vida, en estado natural –en ausencia de todo gobierno fuerte–, es «sucia, cruel y corta», una guerra sin cuartel de todos contra todos. Pero, a pesar de esta visión dura y cínica, Hobbes tenía un lado blando y, un buen día en el que paseaba por las calles de Londres, pasó junto a un hombre viejo y enfermo y, conmovido, le dio una generosa limosna. Cuando el amigo que le acompañaba le preguntó si le hubiera hecho el mismo caso de no existir un principio religioso o filosófico que hablase de ayudar a los necesitados, Hobbes replicó afirmativamente. Y también añadió que la mera contemplación de la miseria humana le llevaba a experimentar en su interior el mismo sufrimiento, de modo que el dar limosna no sólo contribuía a aliviar un poco el sufrimiento de quien la recibía, sino que asimismo resultaba liberador para la persona que la daba.24
Según esa perspectiva, cuando pretendemos aliviar el sufrimiento de los demás, lo hacemos motivados por nuestro propio interés. De hecho, hay una escuela moderna de teoría económica que, siguiendo a Hobbes, sostiene la opinión de que la caridad se debe parcialmente al placer derivado de imaginar el consuelo de la persona beneficiada y del consuelo que supone aliviar nuestra propia ansiedad.
Las versiones más actuales de esta teoría han tratado de reducir los actos altruistas a formas disfrazadas de egoísmo.25 Hasta hay una versión, según la cual la compasión es el efecto de un “gen egoísta” que trata de maximizar su probabilidad de transmitirse a la siguiente generación favoreciendo a los parientes cercanos que lo lleven.26
Pero, por más ciertas que sean estas explicaciones, sólo resultan aplicables a casos muy especiales porque, como bien dijo el sabio chino Mencio (o Mengzi) en el siglo -III, siglos antes de Hobbes, hay otro punto de vista que brinda una explicación más inmediata y universal: «La mente del ser humano no puede soportar el sufrimiento de sus semejantes».27
La neurociencia actual corrobora la visión de Mencio, añadiendo nuevos datos a este debate multisecular. Cuando vemos que alguien se halla en apuros reverberan, en nuestro cerebro, circuitos similares, en una especie de resonancia empática neu-ronal que constituye el preludio mismo de la compasión. De este modo, el llanto de un niño reverbera en el cerebro de sus padres, provocando en ellos la misma sensación que, a su vez, les lleva automáticamente a hacer algo que pueda tranquilizarles.
Esto significa que, de un modo u otro, nuestro cerebro está predispuesto hacia la bondad. Automáticamente acudimos en ayuda del niño que grita despavorido o abrazamos a un bebé sonriente. Esos impulsos emocionales son “predominantes” y provocan reacciones instantáneas y no premeditadas. Que ese flujo de empatía que nos lleva a actuar discurra de un modo tan automático sugiere la existencia de circuitos cerebrales que se ocupan de ello. El desasosiego, pues, estimula el impulso a ayudar.
Cuando escuchamos un grito de desesperación, se movilizan en nuestro cerebro las mismas regiones que experimentan la angustia, así como también la corteza cerebral premotora, un signo de que estamos preparándonos para la acción. De manera semejante, al escuchar una historia triste en un tono pesaroso se activa en el oyente la corteza motora –que guía los movimientos–, así como también la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza.28 Asimismo, este estado compartido estimula el área motora del cerebro y nos prepara para ejecutar la acción pertinente. Así pues, ver es prepararnos para hacer y nuestra percepción inicial nos predispone a la acción.29
Los circuitos neuronales de la percepción y de la acción comparten, en el lenguaje cerebral, un código común que permite que lo que percibimos nos conduzca casi de inmediato a la acción apropiada. Ver o escuchar una determinada expresión emocionada, o mantener nuestra atención orientada hacia un determinado tema, estimula de inmediato las neuronas a las que afecta ese mensaje.
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