El hombre que amaba los hospitales. Augusto Rodríguez

El hombre que amaba los hospitales - Augusto Rodríguez


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      Los dos se sentaron a la mesa. Brindaron con el vino blanco. Comieron lentamente. Belén creyó en la frase, en ese lugar común que dice que el amor entra por la boca. Ella piensa que mientras Manuel tenga lleno el estómago, las cosas deberían seguir bien. Esa frase por más común que suene, a ratos podía ser la más rotunda verdad. El amor y el estómago deben llevarse bien, porque no hay amor que aguante hambre, y viceversa.

      ¿Dónde se ha visto que una mujer enamorada con hambre siga a lado de su marido? Ni que fuera el mejor galán de cine. Ella piensa que el amor y los sabores siempre deben ir de la mano. Manuel siempre comía lento, pero ahora comió más lento que de costumbre. Belén no sabía si era por gusto o porque la comida sabía mal. Ella no dudó en preguntar:

      —¿Te gustó el pescado?

      —Sí.

      —¿La ensalada?

      —Sí, mucho.

      —¿Quieres más?

      —No, estoy bien.

      A Manuel le había gustado el pescado, la ensalada la encontró un poco excedida de limón, pero no dijo nada, no quería molestar o incomodar a Belén. Manuel cree que Belén cocina bien, que es esmerada en la cocina. No lo hace mal, pero a ratos los sabores y los olores de la comida le hacían recordar a otras mujeres con quienes había estado antes de Belén.

      María era una mujer de rasgos indígenas, tenía el cabello negro azabache, los ojos muy negros y un olor a colonia barata. Siempre cocinaba tortillas de maíz con queso. Manuel le ponía mucha cebolla (es un amante de la cebolla), un poco de ají y se las devoraba. Un día, ella tuvo que regresar a su pueblo y todo acabó allí. Así que el sabor a tortilla de maíz caliente o recién hecha siempre le recordaba a María.

      El sabor del sushi le recordaba a Magdalena. Ella fue y seguirá siendo una mujer muy refinada, de alta clase, de alcurnia, de sangre azul. Se vestía con los mejores trajes y siempre le gustaba estar a la moda. Cada vez que salían a comer juntos, iban por obligación a comer sushi, su estómago no toleraba otro tipo de comida. Tomaba mucho té, era una adicta. Sus salidas y conversaciones siempre giraban en torno a la moda y al sushi. A Manuel, en verdad, nunca le gustó mucho el sushi, pero por salir con Magdalena aguantaba esa comida. No le encontraba sabor, o no siempre era el esperado por el paladar. Un día la dejó, ya no aguantaba la vanidad de Magdalena ni esa comida que lo enfermaba.

      Hablar de Carmen era hablar de sabores rojos. El vino y la carne muy roja, casi sangrienta. Iban juntos a las parrilladas y devoraban todo. Eran unos carnívoros irremediables. En algún momento, a Manuel le gustó mucho Carmen, pero era una mujer llena de complejos. Siempre decía que era una mujer fea (cuando no lo era), que era muy gorda (cuando no lo era), que tenía los dientes y los ojos muy pequeños (cuando no lo eran) y así sucesivamente. Solo cuando comían carne, mucha carne, podían entablar una conversación agradable. Esa amistad duró poco.

      Alejandra era una joven escritora que tenía obsesión por la comida vegetariana. Para ella comer carne era de asesino. Siempre salía a las calles a manifestarse a favor de los derechos de los animales. Manuel la acompañó un par de veces. Pensaba que las ideas de Alejandra eran muy válidas, pero él se seguía considerando un amante de la carne. Para Manuel, la comida vegetariana es comida plástica que no sirve para nada. Obviamente esta relación no duró mucho tiempo.

      La comida rápida le recordaba a Claudia. Era una joven muy atractiva, estudiante universitaria, que se vestía de negro, escuchaba música metalera y siempre comía comida rápida: pizza, hamburguesas, hot dogs, papas fritas, bebidas gaseosas; ésa era su alimentación diaria. A Manuel le gustaba esa comida pero odiaba comerla todos los días. La amistad terminó velozmente.

      Ahora Manuel, estaba muy feliz con Belén. Belén come de todo y no se complica con la comida. Si hay que comer tortillas de maíz con queso, sushi, carnes rojas, comida vegetariana o comida rápida, ella come. No pide ni exige mucho. Manuel sigue pensando que la comida de casa es la mejor y que Belén es su mejor plato de comida.

      III. EL TACTO

      Belén había leído en una revista de mujeres que, mientras una mujer esté satisfecha sexualmente, comerá menos pero mejor. Las mujeres que tienen mal sexo siempre comen en desorden, tal vez por angustia, por estrés, por ansiedad a toda hora y terminan saliendo en un spot de televisión anunciando pastillas adelgazantes. Belén no quería terminar así, no quería ser una más de esas mujeres gordas que hacen el ridículo frente a los televidentes, o en los programas sensacionalistas que cada vez se ponen más de moda. Belén quería ser una mujer distinta. Borrar del pasado cualquier espectro de mujer que hubiera conocido Manuel.

      Nunca se lo dijo, pero estaba muy enamorada y feliz con él. Era porque en el fondo lo deseaba y amaba, pero no quería que él abusara de ella.

      Belén es una mujer alegre, sencilla, de sueños alcanzables. No anda por ahí soñando con príncipes o en matrimonios felices, como muchas mujeres de su edad. Ella, veintitantos años, es responsable y madura de modo convencional. No le tiene miedo al paso del tiempo ni a las derrotas. Siempre fue así. Cuando era niña, su padre un día la abandonó. Su madre tuvo que hacerse cargo de ella, de criarla, de darle educación, disciplina y valores.

      Desde pequeña pasó necesidades y ciertas penurias. Su padre ni siquiera fue capaz de escribirle una carta o de decirle algo bonito cuando cumplía años o tenía alguna buena noticia.

      Su madre hizo los roles de madre y padre, fue su ángel y su guía; aunque como todo ser humano, también tuvo sus errores. Es difícil para una niña sentir el calor ausente de las personas que uno quiere, los abrazos que nunca se dieron, los besos que nunca llegaron, los cariños que nunca aparecieron. Es difícil pedirle a una niña que se imagine lo que es abrazar a un padre que no está, que no estuvo nunca.

      Desde niño, aprendemos a acariciar, a abrazar, a sentir el calor, la piel de las personas que queremos, que son nuestra familia; pero cuando la familia no existe, ese amor que fluye por las venas no desemboca en ningún mar; sino en las lagunas del dolor y de la resignación.

      Belén aprendió a ser una niña cariñosa con su madre. Nunca tuvo hermanos. Después de la ida de su padre, su madre no quiso tener más amores. Se negó a tener más hijos. Cerró la fábrica de bebés. Puso todas sus fichas de juego en los hombros de Belén. Fue la niña mimada de su madre, la niña de sus ojos, aunque a veces falló. Su hija fue su iluminación y su esperanza. Belén quiere mucho a su madre y sabe que cometió errores, que no es preciso nombrarlos (eso es algo entre ella y su madre), pero aun así la adora y la respeta como mujer y como madre. Belén quiere y anhela ser como ella. De su padre nada le interesa, según dice. Si alguna vez él volviera del pasado a visitarla, está segura de que cerraría la puerta y lanzaría muy lejos la llave. Para Belén, la imagen de su padre es la de las escasas fotos que están en los montones de papeles escondidos en carpetas o archivos. Belén, cada vez que veía una foto de su padre, se lo imaginaba físicamente: qué estatura tendría, si seguiría siendo delgado o ya habría ganado peso, si ya tendría canas en la cabeza o arrugas en la piel, si usaría lentes para leer o para manejar, en qué trabajaría, en dónde viviría o con quién. Su padre estuvo y posiblemente estará en forma ausente. Fantasmal. Como un espectro más del pasado no superado por ella. Su padre era un problema no resuelto en su vida, un crucigrama sin solución, un chiste sin final, un libro sin hojas en la mitad, un recuerdo imborrable de ninguna parte, un abrazo de pájaros invisibles.

      Belén y Manuel están acostados en la cama. Ella ve televisión. Él está muy concentrado leyendo un libro en el filo de la cama, bajo la luz intensa de una lámpara.

      —¿Qué lees?

      —Un libro.

      —¿De quién?

      —De Saramago.

      —¿Me sigues queriendo?

      —Sí.

      —¿Mucho?

      —Sí.

      —¿Me darías un abrazo?

      —Sí.


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