Las once mil vergas. Guillaume Apollinaire
dentada!— el glande de la Chaloupe —¡ablación del falo!? Y que la continuación del episodio no es menos simbólica: la venganza sádica de Cornaboeux no se ejerce sobre el sexo femenino, ni sobre la boca que fue su sustituto activo, sino que es «entre las dos nalgas de Culculine» donde planta su cuchillo. El psicoanálisis tendrá de nuevo algo que decir a propósito de numerosas situaciones que aparentemente son de voyeurismo, en realidad de frustración: un hombre asiste a los jugueteos de una pareja, y más a menudo de dos mujeres que le rechazan, y no puede sino masturbarse ante ese espectáculo —siendo el colmo alcanzado por ese mal-aimé masoquista de Katache, que con tanta complacencia relata sus desventuras (digámoslo de paso, estas se desarrollan en parte en uno de los paisajes afectivos de Apollinaire tan importante como las orillas del Rin, Niza y Mónaco).
La pista es apasionante, pero peligrosamente enjabonada. Es divertido constatar que confluye, en su seriedad, con una incitante reseña de 1907, citada por Louis Perceau en su Bibliographie du roman érotique según un catálogo clandestino de la época. He aquí esta reseña, en la que puede suponerse, con Toussaint Médecin-Molinier, que Apollinaire intervino, aún sin ser el redactor:
«“Más fuerte que el marqués de Sade”, así es como un crítico famoso ha juzgado Las once mil vergas, la nueva novela que se comenta en voz baja en los salones más señoriales de París y del extranjero.
Ese volumen ha gustado por su novedad, por su impagable fantasía, por su apenas creíble audacia.
Deja a gran distancia las obras más terribles del divino marqués. Pero el autor ha sabido mezclar lo encantador con lo espantoso.
Nada se ha escrito más terrible que la orgía en el coche-cama, acabada en un doble asesinato. Nada más conmovedor que el episodio de la japonesa Kilyému cuyo amante, marica probado, muere empalado como ha vivido.
Hay escenas de vampirismo sin precedentes cuyo actor principal es una enfermera de la Cruz Roja, bella como un ángel, la cual, vampira insaciable, viola a los muertos y los heridos.
Los cafetuchos y los burdeles de Port-Arthur dejan enrojecer en ese libro las obscenas llamas de sus faroles.
Las escenas de pederastia, de safismo, de necrofilia, de escatomanía, de bestialidad se mezclan del modo más armonioso.
Sádicos o masoquistas, los personajes de Las once mil vergas pertenecen de ahora en adelante a la literatura.
La FLAGELACIÓN, este arte voluptuoso del que se ha llegado a decir que quienes lo ignoran no conocen el amor, es tratado aquí de una manera absolutamente nueva.
Es la novela del amor moderno escrita de una forma perfectamente literaria. El autor ha osado decirlo todo, es cierto, pero sin vulgaridad ninguna.»
Novela del amor moderno es mucho decir; es sobre todo ignorar las distancias que se toma Apollinaire con el amor y el erotismo. «Las once mil vergas no es un libro erótico, —había remarcado Troisétoiles—, pero es quizá el libro de Apollinaire donde el humor aparece con mayor pureza.» Y la risa, que se lleva con el erotismo tan mal como el humor. Las combinaciones de los cuerpos son descritas con una exageración que las hace caricaturales, o reducidas a precisiones cómicas. Vean si no a Cornaboeux, Mony y Mariette en el Orient-Express, unidos a más no poder; y a Mony «aullando»: «¡Puerco ferrocarril! No vamos a poder guardar el equilibrio». Troisétoiles lo decía bien: «Permítanme señalarles que todo esto no es serio». Sade, ¡sí! Rabelais, ¡no! Lo malo es que Apollinaire, sea precisamente Sade acomodado a la salsa rabelaisiana.
El relato erótico tiene generalmente unas localizaciones específicas: un castillo, una casa en el campo, un país exótico... en pocas palabras, un «otra parte» indeterminado. A excepción de algunas tiradas visiblemente calcadas, sobre el wagnerismo por ejemplo, el canto y Alemania tienen una función completamente secundaria en las Memorias de una cantante alemana; y los capítulos documentales están claramente separados de los episodios eróticos en La venus india. La novela de Apollinaire está en cambio claramente situada en el espacio y el tiempo. Toussaint Médecin-Molinier ya lo señaló: la conjura de Bucarest no es ninguna invención y Alejandro Obrenović es asesinado lo mismo que su mujer Draga en la noche del 10 al 11 de junio de 1903; el asedio de Port-Arthur termina con la victoria japonesa a principios de 1905.
Pero a esta trama histórica, en la que sus personajes están insertos, él ha mezclado algunos hilos de color fantasía. La actriz Estelle Ronange, que tiene problemas con el administrador de la Comédie-Française Jules Claretie y recita tan bien la Invitation au voyage, hace pensar en Marguerite Moréno. Los encargados del burdel de moda de Port-Arthur son dos poetas simbolistas que no tardamos en reconocer, no solo por sus nombres traspuestos, sino también por el esbozo de pastiche y las alusiones que constituyen los versos que les son atribuidos, Adolphe Retté-Terré y Tancrède de Visan-Tristán de Vinaigre. Vienen a cambio sin máscara el nombre del periodista André Barre, privado únicamente de sus dos últimas letras, y el del fiel amigo Jean Mollet, convertido en Genmolay y promovido a escultor.
¿Hace falta precisar que las aventuras atribuidas a unos y otros son absolutamente ficticias? Se trata tan solo de un juego, como en La fin de Babylone el personaje del «célebre poeta» Jahq Dhi-Sor, Jacques Dyssord, o el de Ramidegourmanzor —Remy de Gourmont.
Pero el juego no es nunca absolutamente gratuito. Si André Barre está chistosamente mezclado en una sombría maquinación, es por una razón que descubrimos en «La vie anecdotique» del Mercure de France del 16 de enero de 1912, donde Apollinaire, hablando de profecías, cuenta la siguiente anécdota:
«El señor André Barre, cuya tesis sobre el simbolismo tuvo gran resonancia, fue célebre en Europa, hace algunos años. En esa época, en L’Européen, semanario que publicándose en París, casi desconocido en Francia, gozaba de una autoridad europea, el señor André Barre escribía unas notas sobre Serbia. Combatía violentamente la dinastía de los Obrenović y, cierta semana, anunció la muerte próxima de la pareja real.
La tragedia de Belgrado tuvo lugar poco después de este artículo, que había tenido gran eco en Europa, y el señor André Barre se convirtió, durante algunos días en el hombre del día. Sin embargo, el señor André Barre, a quien la política extranjera había dejado probablemente de interesar, prosiguió su vocación literaria. Es lástima, ya que el papel de profeta no es de despreciar.»
Por un proceso comparable de inserción de lo imaginario en lo real, el pájaro del Bénin es y no es Picasso, Elvire Goulot es a la vez Irène Lagut y una creación novelesca. La broma converge con los arcanos de la invención poética, y el autor anónimo de Las once mil vergas con el Apollinaire de Le poète assassiné o de La femme assise.
Otro anónimo que había entretanto confesado su identidad, Toussaint Médecin-Molinier, señaló ya la existencia de un ejemplar dedicado por Apollinaire a Pierre Mac Orlan. He aquí otra de esas raras dedicatorias, en forma de acróstico sobre el nombre de Picasso; si bien es cierto que, al igual que el libro, solo está firmada con las iniciales G. A., su autenticidad es indiscutible:
P ríncipe rumano, Mony convergió hacia el amor
I inmolándose en aras de los príncipes del Amor
C redencial de la enorme gloria con que arrolla
A cualquier hora podía servirse de su polla
S u martirio flagelar a los dioses le permite
S u nimbo es un gran culo que se llama luna en los cielos
O h Pablo sé capaz de un día ser mejor.
G. A.
Míchel Décaudin5
La presente versión de Les onze mille verges, basada en el texto original publicado en 1907, pretende —y solo «pretende»— respetar y mantener en todo momento las características fundamentales, en el fondo y en la forma, del hacer de Guillaume Apollinaire.
Capítulo primero
Bucarest es una bella villa donde parece que vayan a mezclarse el