Todo lo que la democracia no es y lo poco que si. José Fernando Flórez Ruiz
sirven la crítica general al maximalismo esbozada en los capítulos 1 y 5, la presentación del debate en el capítulo 2, la crítica específica –acertadamente dividida en teórica y empírica– de los capítulos 3 y 4, y el capítulo 6 que, junto con el Epílogo, pasan de la crítica al maximalismo a las ventajas de la concepción minimalista.
Este es un libro de debates. El tema del libro es un debate, pero, además, FLÓREZ sube al ring a viejos y nuevos contrincantes en la teoría democrática en otras controversias más particulares: a la teoría idealista de la representación política como correa de transmisión de la voluntad de los electores vs. la teoría realista de la representación como mera ficción; a la noción maximalista de derechos humanos como la parte “indecidible” de la democracia vs. su concepción minimalista como recursos contra mayoritarios; a la teoría idealista del bien común y la voluntad general vs. la negación realista de uno y otra; a la concepción del ciudadano pleno y participativo del maximalismo vs. la concepción minimalista del ciudadano alienado; al modelo idealista de la democracia constitucional vs. la comprensión realista del constitucionalismo como límite y no extensión de la democracia.
A muy buen ritmo, del derecho a la ciencia política, del argumento al dato, del caso hipotético al ejemplo histórico, FLÓREZ recorre todas estas discusiones. En cada controversia deja ver dónde están los extremos, dónde están algunos de los autores más importantes, cuáles son los argumentos, las críticas y las réplicas, de qué lado están las pruebas y dónde está él en el debate. Ahora el lector puede tomar partido. Atraviesan el libro, entre otras, teorías institucionalistas, teorías económicas de la democracia, teorías de la representación, de los derechos humanos, de la elección racional, modelos de democracia, la teología política y el derecho constitucional. El texto de FLÓREZ cuenta también con una dimensión normativa importante apoyada en sus opiniones acerca de cómo deberían, por ejemplo, combinarse mecanismos democráticos y contra mayoritarios, o tecnificarse la democracia, o garantizarse los derechos de los ciudadanos y de las minorías, o modificarse algunas instituciones como la reelección presidencial.
FLÓREZ enseña el debate, y en distintas partes se detiene a explicar algo que podría pero no debería nunca estar ausente de un libro de teoría como este: un argumento sobre por qué y para qué es una discusión relevante, cuáles son los réditos específicos de contar con una perspectiva minimalista de la democracia y cuáles los riesgos de asumir posturas maximalistas. Él lo aclara, pero me gustaría hacerlo a mí también: la crítica de Flórez no es contra la democracia, sino a una aproximación a la democracia que él no comparte. Pero Flórez trabaja para la democracia con el argumento de fondo del libro: si ahorramos en aspiraciones, si nos decantamos por una concepción procedimental más acotada, dejaremos de culparla por todo lo malo que no puede evitar. Tendremos que ser más agudos y buscar los responsables de la pobreza, de la desigualdad y de la violencia en otra parte. Los modelos económicos o la disparidad entre naciones pueden ser mejores candidatos que la democracia para descargar nuestras frustraciones.
El segundo aspecto del argumento a favor de la democracia de FLÓREZ es que con un concepto recortado apreciaremos mejor y valoraremos lo que la democracia sí es y sí puede alcanzar. FLÓREZ muestra el valor pacificador de la democracia, su capacidad para, hasta cierto punto, ayudar a evitar la guerra entre Estados democráticos y dentro de ellos asegurar la trasmisión pacífica del poder de un gobierno a otro. No es para nada trivial decir que la democracia son principalmente elecciones. Como ha dicho PRZEWORSKI (1999), trivial puede parecer desde el punto de vista idealista que ha normalizado el hecho de que haya votaciones y hoy demanda más. El minimalismo, en cambio, no ha querido aún dejar de sorprenderse ante el “milagro” de un mecanismo cuya decisión de poner el poder en manos de alguien es obedecida sin necesidad de la fuerza y aun en sociedades altamente conflictivas.
SCHUMPETER (1988) en los años cuarenta escribió el clásico del minimalismo, Capitalismo, socialismo y democracia, una obra de cuyas críticas realistas se siguen defendiendo setenta años después pensadores de la democracia en la otra orilla. Luego de SCHUMPETER, al minimalismo no le faltan nombres importantes: KENNETH ARROW, KARL Popper, NORBERTO BOBBIO, GIOVANNI SARTORI y ADAM PRZEWORSKI.
El minimalismo muchas veces ha prendido las alarmas, y ha obligado a los mejores a corregir sus argumentos. El libro de HANNA PITKIN (2014) sobre representación sería menos bueno si no hubiera tenido que defender de las tesis realistas de SCHUMPETER y ARROW su concepto de representación como un verdadero actuar en interés de los electores. El minimalismo ha movilizado también la investigación empírica sobre la democracia; en todos estos años ha puesto a dudar y motivado a más de uno a averiguar si la democracia trae desarrollo, si ayuda a la paz, si la representación política es “verdadera” representación. Y la teoría de la democracia todavía tiene que lidiar con muchas preguntas difíciles: ¿cómo creerles a los políticos elegidos con los votos de un partido que después de la elección nos representarán a todos, sin distinciones partidistas (PRZEWORSKI, 1999)?, ¿por qué insistir en llamar mandato a lo que en verdad es confianza ciega que cada cuatro años los electores depositan en sus nuevos representantes?, ¿cómo la mayoría puede llegar a vivir tan mal en una democracia si en una democracia decide la mayoría?, ¿por qué el gobierno del pueblo no distribuye mejor entre el pueblo (ROEMER, 1999)? Siempre el minimalismo ha sido un adversario importante y respetable, el miembro del jurado exigente y pragmático que siempre contrapregunta y al que siempre hay que responder.
Pero también el minimalismo ha enfrentado críticas severas2. Creo que los argumentos sistémicos varias veces lo han puesto en aprietos. Argumentos sistémicos como los de PITKIN (2014), MANIN (1998) y MANSBRIDGE (2003, 2011) en el campo de la representación, VERMEULE (2011) en el de la Constitución, o PETTIT (2012) y ROSANVALLON (2010) en el de la legitimidad democrática, intentan mostrar que aunque individualmente las instituciones de la democracia puedan tener defectos –las elecciones los tienen, la representación también–, la democracia está compuesta por muchos arreglos e instituciones, formales e informales, que distribuidas con acierto pueden llegar a funcionar muy bien juntas, no por separado. Así mismo están todos los argumentos de grado que apoyan el concepto de democracia de CHURCHILL como el mejor mal sistema de gobierno. Estos argumentos reconocen algo de verdad en el minimalismo: democracia no es igual a justicia, derechos humanos o igualdad. Pero esto no es suficiente: la democracia, de nuevo con todos sus defectos, es todavía más representativa o más justa que todas sus alternativas.
También la oposición minimalismo vs. maximalismo puede revisarse. Puede describirse la democracia con toda crudeza sin renunciar a un proyecto normativo ambicioso. Un filósofo moral nunca diría que debe mentirse por el simple hecho de que la gente mienta (ESTLUND, 2011). Tampoco el teórico de la democracia está obligado a conformarse con los hechos. “Utopofobia” ha llamado DAVID ESTLUND (2011, 2014) el temor a los ideales democráticos cuando parecen muy distantes a la realidad. Contra un ideal, dice ESTLUND, no basta el argumento de que es poco probable que suceda así en nuestro mundo. Tendría relevancia moral contra un ideal este mismo tipo de argumento si sostuviera no su improbabilidad, sino su imposibilidad (simplemente, a nadie debe exigírsele lo que no puede cumplir). Hay una diferencia importante entre decir que debemos desconfiar de una verdadera representación porque es poco probable que la gente exprese con su voto una decisión razonada a decir que porque es imposible que la gente tome una decisión razonada debemos desechar el ideal de la representación. Esto cuenta, lo primero no. Porque una teoría normativa perfectamente puede exigir más de lo probable, dentro de lo posible. Una teoría normativa puede demandar más de los ciudadanos, por ejemplo. Este no es el fin del minimalismo, por supuesto. Pero sí le impone una carga de argumentación mayor. El minimalista tiene que tratar de explicarnos, como lo hace Flórez en este libro, no solo que los votantes actúan irracionalmente, sino que no pueden actuar racionalmente; no solo que los políticos mienten, sino que no podemos evitar que lo hagan; no que la voluntad general no exista, sino que no puede existir.
Pero sobre esto FLÓREZ tiene un punto que yo comparto: una teoría normativa acerca de lo que la democracia debe ser es más atractiva si resiste ataques de ambos flancos, normativos y empíricos. Nada de esto obra en contra ni de la visión ni de la creatividad política de una buena filosofía política (WOLIN, 2004). La fantasía es un recurso válido para entender mejor la realidad: el Leviatán,