Don Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra
que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me hallase quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derriban su decendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta, como pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podría ser yo déstos que, después de averiguado, hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual se debía de contentar el rey, mi suegro, que hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de admitir por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde más gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.
— Ahí entra bien también —dijo Sancho— lo que algunos desalmados dicen: "No pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza"; aunque mejor cuadra decir: "Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos". Dígolo porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregalle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y trasponella. Pero está el daño que, en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente el reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en esto de las mercedes. Si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por ligítima esposa.
— Eso no hay quien la quite —dijo don Quijote.
— Pues, como eso sea —respondió Sancho—, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
— Hágalo Dios —respondió don Quijote— como yo deseo y tú, Sancho, has menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.
— Sea par Dios —dijo Sancho—, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta.
— Y aun te sobra —dijo don Quijote—; y cuando no lo fueras, no hacía nada al caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.
— Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! —dijo Sancho. — Dictado has de decir, que no litado —dijo su amo.
— Sea ansí —respondió Sancho Panza—. Digo que le sabría bien acomodar, porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de conde estranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas. — Bien parecerás —dijo don Quijote—, pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
— ¿Qué hay más —dijo Sancho—, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.
— Pues, ¿cómo sabes tú —preguntó don Quijote— que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?
— Yo se lo diré —respondió Sancho—: los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme que era su caballerizo y que era uso de los grandes llevar tras sí a los tales. Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.
— Digo que tienes razón —dijo don Quijote—, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
— Quédese eso del barbero a mi cargo —dijo Sancho—, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
— Así será —respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.
Capítulo XXII. De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia que, después que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron aquellas razones que en el fin del capítulo veinte y uno quedan referidas, que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados, como cuentas, en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían ansimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los vido, dijo:
— Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. — ¿Cómo gente forzada? —preguntó don Quijote—. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?
— No digo eso —respondió Sancho—, sino que es gente que, por sus delitos, va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.
— En resolución —replicó don Quijote—, comoquiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
— Así es —dijo Sancho.
— Pues desa manera —dijo su amo—, aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
— Advierta vuestra merced —dijo Sancho— que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera. Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber.
— Con todo eso —replicó don Quijote—, querría saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo: — Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos lo dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él le respondió que por enamorado iba de aquella manera. — ¿Por eso no más? —replicó don Quijote—. Pues, si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
— No son los amores como los que vuestra merced piensa —dijo el galeote—; que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente