Algo de todo. Juan Valera
espejo de las aguas, velado antes y empañado por el frío. La cándida diadema que ciñe las cimas de los montes se derrite, aumentando las corrientes cristalinas. Los árboles, desnudos del verde follaje, brotan de improviso frescos pimpollos y renuevos lozanos, vistiéndose de tiernas y relucientes hojas. Los pájaros acuden a bandadas, guiados por infalible instinto. Turban las grullas el silencio de la noche con sus agudos gritos, cuando vienen avanzando en falange simétrica y bien ordenada. Las golondrinas y mil aves cantoras, al volver de su larga emigración, saludan con blando pío, o con chirrido alegre, o con trinos variados, sus antiguas conocidas viviendas. La cigüeña zancuda inmigra de Oriente o de Africa, y busca el nido en el viejo torreón o en el alto mirador de la alquería. Tal vez allí la rubia y joven campesina alemana le puso al cuello, antes de que se fuese, una cinta con algún romántico letrero. Cuando vuelve, se pasma la muchacha de ver que le contesta algún muftí del Cairo o algún santón de la Meca con otro letrero escrito en arábigo. Entre tanto, se ha liquidado la escarcha apretada que cubría los prados, y la hierba y las flores, como si hubiesen estado oprimidas bajo aquel peso, surgen por ensalmo. La anémona nemorosa es una de las más tempranas que abren por allí su cáliz para anunciar la Primavera. Pero otras mil flores, más olorosas y no menos bellas, aparecen después, llamando y excitando al céfiro a que respire los aromas que exhalan.
El céfiro viene, semejante al atrevido príncipe del cuento de hadas, y atraviesa por la esquiva floresta, y penetra en el silencioso palacio, y llega hasta el lecho de la encantada y dormida princesa, y le da un beso de amor. Entonces se desbarata el maléfico hechizo, el silencio y el reposo de muerte se truecan de súbito en movimiento, música, agitación y vida. Como si fuesen a celebrarse divinas bodas, todo se entapiza y hermosea. Se abren los tesoros, se despliegan las galas, se ponen las mesas y aparadores del regio banquete, y luce sobre el ancho tálamo la cubierta de púrpura, esmeralda y oro. Los convidados peregrinos ya hemos dicho que acuden de lejos cruzando los aires. Otros, que no peregrinan, despiertan de prolongado sueño, se revisten de sus vestimentas más ricas, y acuden también. Todos, como buenos vasallos, procuran imitar a los príncipes. Y como los príncipes están enamorados y van a casarse, todos se enamoran y se casan. Se diría que apenas hay ser vivo que no se embriague con el zumo de mágicas hierbas o con el perfume de extrañas flores, las cuales mueven al amor, al deleite y al regocijo, induciendo a la vida para que se acreciente y se difunda y abra nuevos caminos de ser. Ciertas ficciones poéticas parece que tienen entonces realidad, y se cree en el dudain, que buscaba Raquel harta de ser estéril; en el loto, que hacía olvidarse de todo a los compañeros de Ulises; y en el nepentes, que alegraba el alma, y que dio a Telémaco Elena.
Claro está que al decir yo todo esto de los climas del Norte no niego igual o mayor belleza a la primavera del Sur: lo que insinúo es que quizás la rapidez del cambio hace que por allá se sienta mejor.
Pero aquí se renueva también la vida, y llega la estación de los amores, y los gérmenes dormidos se agitan, y nacen las larvas, y, después de sus completas metamorfosis, les brotan alas de gasa de colores diversos, y elictras metálicas y resonantes, y trompas ligeras con que recogen la miel de las flores. Aquí también las plantas desnudas, los álamos, los chopos, las acacias y otros mil árboles de sombra vuelven a vestirse de hojas verdes, y florecen el almendro y la higuera y los demás frutales, y nos dan el fruto con la poesía de la esperanza.
Todo esto es cierto; pero lo es también que los hombres del Norte sienten ahora con más profundidad, describen y retratan mejor la primavera que los del Mediodía.
¿Será, como hemos dicho, porque la primavera viene por allí con más ímpetu, o porque los hombres están por allí más cerca de la naturaleza y más en comunión con ella; porque llevan menos siglos de civilización; porque están menos gastados; porque no es entre ellos tan marcado el divorcio y tan crudo el antagonismo entre el mundo de los espíritus y el mundo de los cuerpos?
Profunda cuestión es ésta. Yo no quisiera entrar en ella, pero se me pone por delante a pesar mío.
Yo veo desde luego que en las antiguas edades sentían los hombres del Mediodía y celebraban, por lo menos con igual entusiasmo que hoy los del Norte, la vuelta de la primavera. Atis resucitado, Osiris resucitado y Adonis resucitado lo atestiguan. Los misterios de Samotracia y de Eléusis eran en el fondo inspirados por la primavera. Cuando renacía la vegetación, cuando brotaban las hierbas y las flores, cuando las selvas se cubrían de pompa y de verdura, cuando subía la savia por los troncos, era cuando la madre desconsolada enjugaba sus lágrimas y desechaba el traje de luto, porque la hija, hundida en las entrañas lóbregas de la tierra, surgía fecunda, hermosa y resplandeciente de inmortales fulgores; porque Cora, fugitiva del tenebroso amante que la había tenido aprisionada en sus brazos, aparecía de nuevo a bañarse en las ondas de luz del sol enamorado, quien, por contemplarla y besarla, se detenía más tiempo sobre nuestro horizonte, e iba difundiendo por más horas y con mayor tino y eficacia, en este hemisferio boreal, la lluvia dorada de sus rayos ardientes.
Si esto se sentía con tal profundidad, y ya no es sin duda porque nos hemos hecho muy espirituales. Desdeñamos la naturaleza por amor del espíritu. ¿Qué vale la selva florida, qué vale el árbol más lozano y eminente, al lado del árbol místico, de quien dice el himno sagrado:
Crux fidelis, inter omnes
Arbor una nobilis:
Silva talem nulla profert
Fronde, flore, germine?
No es en el florecimiento de la primavera, no es en el árbol más fecundo, no es en el huerto más feraz donde recordamos el perdido Paraíso, donde más nos maravillamos, bendiciéndolas, de la potencia del Altísimo y de su bondad infinita, es en aquel árbol que sirve como de solio al mismo Dios:
Arbor decora et fulgida,
Ornata, Regis purpura,
Electa digno stipite
Tam sacra membra tangere.
Pero yo no me inclino a creer que sea el misticismo o el espiritualismo cristiano quien nos haga tan poco sensibles a la naturaleza y nos lleve tanto en pos del espíritu.
El amor de Cristo lo comprende todo, sin excluir la naturaleza material. Con él y por él subió al cielo la carne purificada y gloriosa. Él miró con afecto a todas las criaturas. Él no desdeñó los ramos floridos de oliva y las gallardas y vencedoras palmas con que le recibieron el día de su triunfo. Sus fieles, mas sencillos y candorosos, aman los objetos materiales por amor suyo, y rodean de rosas y de hierbas de olor, en los días primeros de Mayo, ese árbol sagrado, que fue su patíbulo; y cuando, ya más adelantada la primavera, en el momento más rico del desenvolvimiento vernal, celebra su Iglesia el sacrosanto misterio en cuya virtud quiso Él comunicarse a nosotros, infundiéndose en el licor que alegra los corazones y en el pan que nos alimenta, el pueblo cristiano alfombra con gayomba olorosa y verde y fresca juncia la vía por donde pasa, y las mujeres vierten una lluvia de flores sobre el artístico y áureo templete, arca de la nueva alianza, donde va Él en custodia.
Menester es confesarlo: es infundada, es injusta la acusación de los impíos. No vino la doctrina de Cristo a condenar o a endiablar la naturaleza. Los tres enemigos capitales de esa doctrina no tienen menor influjo, jurisdicción y mando en el reino del espíritu que en el de la materia. También siguiéndolos pueden las gentes ser espirituales. No hay sólo concupiscencia en la carne: la hay en el espíritu. Y si hay espiritualismo divino, no deja de haberle diabólico, y más común y frecuente por desgracia.
Ahora bien: yo entiendo que este espiritualismo diabólico, y no el divino, es el que nos aparta de la naturaleza y de su amor inocente.
Aunque se me acuse de pánfilo, de sobrado benigno, de querer disculparlo todo, voy a declarar aquí una cosa en confianza.
A mi ver, hasta el propio diablo no nos seduce y extravía así de repente y sin más ni más. Se guardaría muy bien de hacerlo: no le traería cuenta ninguna. El diablo se funda al principio en algo razonable; nos lleva por buenos términos y caminos, hasta que llegamos a cierto punto, donde ya, con mucha suavidad, empieza aquel maldito de Dios a engolosinarnos llevándonos por los atajos, y así nos extravía y nos pierde.
En