La maja desnuda. Висенте Бласко-Ибаньес
sonreirle, moviendo la cabeza con asentimiento, sin entenderle muchas veces, sintiéndose acariciada por la exuberancia de aquel carácter que parecía desbordarse en olas de fuego. Era un hombre distinto de todos los que ella había conocido.
Al verles en esta intimidad, no se sabe quién, tal vez alguna amiga de Josefina, por burlarse de ella, lanzó la noticia. El pintor y la de Torrealta eran novios. Entonces fué cuando los interesados se dieron cuenta de que se amaban, sin habérselo dicho. Por algo más que por amistad pasaba Renovales ciertas mañanas por la calle de Josefina, mirando los altos balcones con la esperanza de ver tras los cristales su fina silueta. Una noche, en casa de la duquesa, al verse solos en un corredor, Renovales la cogió una mano y se la llevó á la boca con tanto temor, que apenas tocaron sus labios la piel del guante. Tenía miedo á su rudeza, sentíase avergonzado de su vigor, creía que iba á hacer daño á aquella criatura tan fina, tan débil. Ella podía haberse librado de esta audacia con el más leve movimiento; pero abandonó su mano al mismo tiempo que inclinaba la cabeza y rompía á llorar.
—¡Qué bueno es usted, Mariano!...
Sentía un intenso agradecimiento al verse amada por primera vez, amada de veras, por un hombre de cierta celebridad que huía de las mujeres felices para buscarla á ella, la humilde, la olvidada. Todos los tesoros de cariño que habían ido amontonándose en el aislamiento de su vida de humillación desbordábanse. ¡Ay, cómo se sentía capaz de amar al que la amase, sacándola de esta existencia de parasitismo, elevándola por su fuerza y su cariño al nivel de las que la despreciaban!...
La noble viuda de Torrealta, al conocer el noviazgo del pintor con su hija, tuvo un movimiento de indignación. «¡El hijo del herrero!» «¡El ilustre diplomático de imperecedera memoria!...» Pero como sí esta protesta de su orgullo le abriese los ojos, pensó en los años que llevaba paseando su hija de salón en salón sin que nadie se aproximase á ella. ¡Buenos estaban los hombres! Pensó también en que un pintor célebre era un personaje; recordó los artículos que habían dedicado á Renovales por su último cuadro, y sobre todo, lo más conmovedor para ella fué el conocer de oídas las grandes fortunas que amasaban los artistas en el extranjero; los centenares de miles de francos pagados por un lienzo que podía llevarse debajo del brazo. ¿Por qué no había de ser Renovales de estos afortunados?...
Comenzó á importunar con sus consultas á los innumerables parientes. La niña no tenía padre y ellos debían hacer sus veces. Unos la contestaban con indiferencia. «¡El pintor!... ¡pchs! no está mal», dando á entender con su desvío, que lo mismo les parecería si se casaba con un guardia de consumos. Otros la insultaban involuntariamente al dar su aprobación. «¿Renovales? Un artista de gran porvenir. ¡Qué más podéis desear! Debes agradecer que se haya fijado en tu hija.» Pero el consejo que más la decidió fué el de su ilustre primo el marqués de Tarfe, un personaje al que veneraba, como si fuese el primer hombre del país, sin duda por su carácter de jefe eterno de la diplomacia, ya que cada dos años ocupaba la cartera de Estado.
—Me parece muy bien—dijo el prócer á toda prisa, pues le esperaban en el Senado.—Es una boda moderna y hay que vivir con los tiempos modernos. Yo soy conservador, pero liberal, muy liberal y muy moderno. Protegeré á esos chicos: me gusta la boda. ¡El arte uniendo su prestigio al de los apellidos históricos! ¡La sangre popular que asciende por sus méritos á confundirse con la de la antigua nobleza!...
Y el marqués de Tarfe, cuyo marquesado no contaba medio siglo de vida, decidió, con estas imágenes de orador senatorial y con las promesas de su protección, el ánimo de la altiva viuda. Ella fué la que habló á Renovales, excusando una penosa explicación á la timidez que sentía el artista en este mundo que no era el suyo.
—Lo sé todo, Marianito, y me parece bien.
Pero ella no gustaba de noviazgos largos. ¿Cuándo pensaba casarse? Renovales lo deseaba con más vehemencia aún que la madre. Josefina era para él una mujer distinta de las demás hembras, que apenas si conmovían su deseo. Su castidad de fiero trabajador disolvíase en una fiebre, en un anhelo de hacer suya cuanto antes aquella muñeca encantadora. Además, sentía halagado su orgullo por esta unión. Su novia era pobre, no llevaba al matrimonio más que unos cuantos trapos, pero pertenecía á una familia de próceres, ministros unos, generales otros, linajudos todos. Podían pesarse por toneladas las coronas y escudos de aquellos parientes innumerables, que no hacían gran caso de Josefina y su madre, pero iban á ser su familia dentro de poco. ¡Qué pensaría el señor Antón, machacando el hierro allá en las afueras de su pueblo! ¡Qué dirían los envidiosos camaradas de Roma, cuya suerte estribaba en amancebarse con las chocharas que les servían de modelo, para después casarse con ellas por miedo á la daga del venerable calabrés, empeñado en dar á su nieto un padre legítimo!
Los diarios hablaron mucho de la boda, repitiendo, con ligeras variantes, las mismas frases del marqués de Tarfe: «El arte uniéndose con la nobleza.» Renovales, apenas se efectuase su casamiento, deseaba partir con Josefina para Roma. Tenia hechos allá todos los preparativos para la nueva vida, invirtiendo en ellos los miles de pesetas que le había dado el Estado por su cuadro y el producto de varios retratos para el Senado, hechos por encargo del que iba á ser su ilustre pariente.
Un amigo de Roma (el famoso Cotoner), le había alquilado una habitación en la vía Margutta, amueblándola con arreglo á sus indicaciones de artista. Doña Emilia se quedaba en Madrid con uno de sus hijos que pasaba á prestar servicio en el ministerio de Estado. Á los novios les estorba todo, hasta la madre. Y doña Emilia se limpiaba una lágrima invisible con la punta del guante. Además, no le gustaba volver á los países donde había sido alguien: prefería quedarse en Madrid: aquí al menos la conocían.
La boda fué un acontecimiento. No faltó ningún individuo de la inmensa familia: todos temieron los requerimientos pegajosos de la ilustre viuda, que llevaba la lista de los parientes hasta el sexto grado.
El señor Antón llegó dos días antes, vestido de nuevo, con calzón corto y ancho sombrero de felpa, mirando azorado á aquellas gentes que le contemplaban sonriendo, como un tipo original. Cabizbajo y tembloroso en presencia de las dos mujeres, llamaba á su nuera «señorita», con respeto de campesino.
—No, papá; llámeme usted hija. Hábleme de tú.
Pero á pesar de la sencillez de Josefina y del tierno agradecimiento que sentía él, viéndola mirar á su hijo con amorosa expresión, no osaba permitirse el tuteo y hacía los mayores esfuerzos para evitar ese peligro, hablándola siempre en tercera persona.
Doña Emilia, con sus lentes de oro y su majestuosa altivez, aun le causaba mayor emoción. Llamábala siempre «señora marquesa», pues en su sencillez no podía admitir que aquella señora no fuese marquesa cuando menos. La viuda, un tanto desarmada por el homenaje de aquel hombre, reconocía que era un palurdo de cierto talento natural, lo que le hacía tolerar la nota ridícula de su calzón corto.
En la capilla del palacio del marqués de Tarfe, después de mirar con azoramiento desde la puerta todo aquel señorío que se reunía para la boda de su hijo, el viejo rompió á llorar.
—¡Ya puedo morirme, rediez! ¡Ya puedo morirme!
Y repetía su triste deseo, sin fijarse en las risas de los criados, como si la felicidad, después de una vida de trabajo, fuese en él precursora inevitable de la muerte.
Los novios emprendieron su viaje el mismo día. El señor Antón besó en la frente por primera vez á su nuera, mojándola de lágrimas, y regresó al pueblo, repitiendo su deseo de morir, como si no le quedase en el mundo nada que esperar.
Renovales y su mujer llegaron á Roma después de varios altos en el camino. Su corta estancia en varias ciudades de la Costa Azul, los días pasados en Pisa y Florencia, con ser dulces y guardar el recuerdo de las primeras intimidades, les parecieron de una insoportable vulgaridad al verse en su casita de Roma. Allí comenzaba su verdadera luna de miel, en el hogar propio, aislados de toda indiscreción, lejos de la promiscuidad de los hoteles.
Josefina, habituada á una existencia de ocultas privaciones, á la miseria