Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos). Longus

Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - Longus


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fiel en vida y en muerte, y la heroína de Goethe, Margarita, á quien las damas más púdicas admiran, no ya á solas, en su estancia, donde no es pública la desvergüenza, sino en pleno teatro, por lo menos haciendo gorgoritos en italiano, y en cuya seducción interviene, no obstante, el incentivo de la codicia, el regalo de las joyas, y donde ella, para estar con más descuido en los brazos de su amante, da á su madre un narcótico, y para ocultar su pecado, mata á su hijo. Todo lo cual no impide que Margarita sea admirada como criatura angelical, modelo de ternura y de otras virtudes, y que se vaya derecha al cielo, sin media hora siquiera de purgatorio, y que después interceda con la Virgen María para llevarse también por allá al bribonazo del doctor Fausto, del cual ha hecho el poeta alemán un extraño Job al revés, ya que, en lugar de padecer con resignación las duras pruebas á que somete el diablo al Job árabe, hace, con ayuda del diablo, cuanta maldad y bellaquería se le antojan, sin escrúpulo de conciencia; y para distraer sus melancolías en la ocasión más terrible, cuando ha deshonrado y perdido á Margarita y causado la muerte de tres personas, se va á bailar el jaleo con brujas jóvenes y bonitas en un estupendo y desenfrenado aquelarre.

      Al lado de Fausto, al lado de gran parte de los más celebrados libros modernos, es inocentísimo el que traducimos.

      Algo podrá también influir para que guste y para que las antedichas faltas se perdonen ó se disimulen, el haber indudablemente servido de modelo á la famosísima y con razón encomiada novela de Bernardino de Saint-Pierre, que se titula Pablo y Virginia. No negaré yo que en ésta el pudor y el espiritualismo de los amores se levantan inmensamente por cima de lo que se pinta y refiere en Dafnis y Cloe, como que allí todo está informado, á pesar del autor que era poco cristiano, por el casto espíritu del cristianismo, mientras que Dafnis y Cloe es obra gentílica; pero en otras cosas, á mi ver, Dafnis y Cloe aventaja á Pablo y Virginia. En esta última novela hay, sin duda, en medio de sus sencillas y naturales bellezas, sobrada afectación y sensiblería malsana, propias de Rousseau, maestro de Saint-Pierre, y teosófico prurito de buscar en la Naturaleza una revelación religiosa, mientras que en Dafnis y Cloe hay religión positiva, aunque sea mala, y todo es más candoroso y menos alambicado.

      Tales son las principales razones que me asisten para creer que Dafnis y Cloe puede gustar aún al vulgo en España.

      Ya otra novela griega, que ha sido dos ó tres veces traducida ó parafraseada en español, la única quizá que ha obtenido esta honra, Teágenes y Cariclea, de Heliodoro, gustó mucho durante más de un siglo, como lo prueban, Cervantes imitándola en el Persiles; Calderón tomando asunto de ella para su comedia Los Hijos de la Fortuna; la antigua traducción hecha por Fernando de Mena y publicada en 1516, y la nueva hecha del latín, como la antigua, por D. Fernando Manuel del Castillejo, en el año de 1722. Ambas traducciones gustaron, aunque son desmayadísimas, y más que traducciones, desleídas paráfrasis. La novela de Heliodoro, además, hasta en el original peca de fastidiosa, si bien en la moral apenas tiene punto vulnerable, como obra de un santo varón cristiano que llegó á ser obispo.

      Debe, por último, excitar la curiosidad pública y avivar el deseo de leer la novela de Dafnis y Cloe la consideración de ser la primera por su merecimiento, ya que no en el orden cronológico, de cuantas nos ha dejado la literatura griega, germen fecundo y guía constante de todas las literaturas de la moderna Europa.

      Aunque de la historia de este género de ficciones, que hace tiempo se llaman novelas, y que tan en moda están en el día, pudiéramos excusarnos de hablar, remitiendo al lector á los autores de más valer que sobre ello han escrito, bueno será poner algo aquí, en breve resumen, acerca de la novela griega en general, y singularmente acerca de Dafnis y Cloe, tomando por guía á Chassang, á Chauvin, á Sinner, á Dunlop y á otros.

      Cierto que la novela, escrita en prosa con alguna extensión, en una forma aproximada á aquella en que hoy la concebimos y escribimos, y contando lances de la vida privada de personas, no históricas, sino particulares y fingidas las más veces, es una aparición muy tardía en la literatura griega, y se puede y debe colocar en época de decadencia, al menos relativa; pero, si por novela hemos de entender toda narración, oral ó escrita, en prosa ó en verso, de casos inventados, ya se inventen con plena conciencia, ya se imaginen ó se sueñen por unos hombres de un modo espontáneo é inconsciente, y por otros se crean verdaderos y reales, la novela es tan antigua como el mundo, desde que vive en el mundo gente que habla.

      Los griegos la llamaron mytho, y los latinos fábula. Contar ó hablar equivalía á referir fábulas ó mythos. Hablar viene de fabulor, que á su vez viene de fábula; y mytho en griego significa á la vez palabra, discurso, fábula, ó tradición popular cuento. Toda habla tenía, pues, en lo antiguo, sobre todo cuando narraba, mucho de cuento, novela ó fábula. Por medio de ellas se explicaban los fenómenos de la Naturaleza: el terror de los bosques, el curso del sol y de las estrellas, la vida misteriosa de las plantas, la voz del escondido eco, la recóndita inmensidad y el prolífico abismo de los mares, el subterráneo origen de las fuentes, el brío devorador á par que plasmante de la llama, la lucha de los elementos, sus afinidades y consorcios fecundos, la fuerza que amontona los metales ó que cuaja el cristal en las entrañas de la tierra, el arco iris que se extiende en la bóveda azul, las tinieblas de la noche, el fulgor de la aurora, las nubes, el trueno, el rayo, la lluvia que fertiliza y el viento que destroza; cuanto hiere, en suma, la imaginación de los hombres, cuando la Naturaleza hablaba con más poderosa voz que en el día á sus potencias y sentidos, sin apartar el velo que la cubre ni hacer patentes sus entonces inefables y temerosos arcanos. Los afectos, pasiones y apetitos, que conmovían nuestro ser, no analizados tampoco entonces, ni fisiológica ni psicológicamente, se personificaban del mismo modo que los fenómenos naturales externos, y de aquí nacían también dioses y diosas, demonios y genios. Cada uno de estos seres fantásticos tenía su vida propia. Su historia, ya se refería, ya se cantaba en himnos. Los acontecimientos humanos, las conquistas bienhechoras ó destructoras, la emigración de los pueblos, la fundación de ciudades, reinos ó repúblicas, los viajes por mar y por tierra en un mundo apenas conocido, donde la imaginación ponía lo que el entendimiento ignoraba; todo esto, engrandecido á poco de suceder, y á veces á par que sucedía, sin que nadie lo escribiese, transmitiéndose y creciendo al pasar de boca en boca, y conservado á menudo en la memoria, merced á la palabra rítmica, dejaba de ser historia, se convertía en cuento, fábula ó mytho, y era, en suma, la materia épica diseminada ó difusa. En ella se guardaba, oculto en símbolos y figuras, todo el saber de las primeras edades; de donde, con el andar del tiempo, salieron las maravillosas epopeyas, cuando un vate singular y dichoso acertó á reunir los dispersos cantares en armónico conjunto; y de donde la historia brotó más tarde, cuando un observador, curioso y discreto, agrupó esos mismos cantares épicos, hablas y tradiciones, poniéndolos en desatada prosa y procurando dar alguna razón de ellos en virtud de la crítica naciente.

      De aquí que, en fuerza de ser todo novela (religión, geografía, historia, ciencias naturales, moral y política), no viniese hasta muy tarde la novela propiamente dicha.

      Han disputado muchos eruditos sobre la procedencia de la novela griega. Unos, como Huet, suponen que vino del Oriente; otros, que nació en Grecia, original y castiza. Yo creo que, sin duda, los primitivos griegos traían ya sus creencias y sus mythos desde que emigraron de la cuna de la raza aria, en las faldas del Paropamiso; que fueron después inventando mucho, y que tomaron también no poco de Egipto, de Fenicia, del Asia Menor, de Tracia y de otras regiones y pueblos; pero los griegos, admirablemente dotados por la Naturaleza, pusieron en todo el sello de su propio ser: la gracia, la medida, la armonía y el buen gusto instintivo é innato.

      Como quiera que ello sea, la ficción fué, en un principio, candorosa, y no reflexiva: tuvo carácter épico, tanto por el sujeto que fingía, cuanto por el objeto fingido. No era la ficción individual, ó se habían perdido las huellas de que lo fuese: era obra de la imaginación colectiva: no era historia fingida adrede, sino creída y soñada; ni era tampoco de casos meramente domésticos, sino importantes al pueblo todo ó á todos los hombres: historia de reyes, de patriarcas, de héroes epónimos, de dioses y semi-dioses, los cuales, ya, como Hércules,


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