Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен

Las aventuras de Huckleberry Finn - Марк Твен


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compañía. Poco después, una araña empezó a treparme por el hombro, me la quité de encima de un manotazo y se quemó con la vela; antes de que me diera tiempo a moverme, ya estaba toda arrugada. No hacía falta que nadie me dijera que eso era una señal malísima y que me traería mala suerte, así que me asusté mucho y casi se me cae la ropa de cómo me temblaba el cuerpo. Me levanté y giré tres veces sobre mí mismo santiguándome al mismo tiempo cada vez y, después, me até un pequeño mechón de pelo con un hilo para mantener alejadas a las brujas. Pero, aun así, no me sentía seguro. Se hace eso cuando uno ha perdido una herradura que había encontrado, en vez de haberla colgado de un clavo sobre la puerta, pero no sabía de nadie que hubiera dicho que serviría para evitar la mala suerte cuando se ha matado a una araña.

      Me volví a sentar, temblando de pies a cabeza, y saqué mi pipa para fumar porque la casa estaba silenciosa como la muerte, así que la viuda no se enteraría. Después de largo rato oí cómo el reloj sonaba en el pueblo, bum, bum, bum, doce campanadas, y todo volvió a quedarse en silencio; más en silencio que nunca. Después oí cómo se quebraba una ramita en la oscuridad por entre los árboles; algo se estaba moviendo. Me quedé quieto y escuché con atención. Al instante oí un débil «miau, miau» allí abajo. ¡Qué bien! Contesté «miau, miau» lo más bajo que pude, apagué la luz y salí por la ventana para llegar hasta el tejado del cobertizo. Después me dejé caer hasta el suelo y me arrastré por entre los árboles y, efectivamente, allí estaba Tom Sawyer esperándome.

      Capítulo 2

      Fuimos de puntillas siguiendo un sendero por entre los árboles de la parte de atrás, hacia el final del jardín de la viuda, andando encorvados para que las ramas no nos arañaran la cabeza. Cuando pasábamos por la cocina, tropecé con una rama e hice un ruido. Nos agachamos y nos quedamos inmóviles. El negro grande de la señorita Watson, que se llama Jim, estaba sentado en la puerta de la cocina; nosotros lo veíamos muy bien porque había una luz detrás de él. Se levantó y estiró el cuello un minuto, escuchando. Después dice:

      —¿Quién está ahí?

      Escuchó un poco más y después baja de puntillas y se queda justo entre nosotros; lo podríamos haber tocado, o casi. Bueno, pareció que pasaron minutos y más minutos en los que no se oyó un ruido, y estábamos todos allí tan cerca. Un sitio de mi tobillo empezó a picarme, pero no me atrevía a rascarme; y después me empezó a picar la oreja, y después la espalda, justo entre los hombros. Parecía que me iba a morir si no me podía rascar. Bueno, pues de eso me he dado cuenta un montón de veces desde entonces. Si estás con la gente de clase, o en un funeral, o intentando dormirte cuando no tienes sueño, o si estás en cualquier sitio donde no te debes rascar, pues entonces te pica por todas partes en más de mil sitios. Pronto dice Jim:

      —Di, ¿quién eres?, ¿quiénes sois? Que me maten si no he oído algo. Bueno, pues ya sé lo que voy a hacer. Me voy a sentar aquí a escuchar hasta que lo oiga otra vez.

      Así que se sentó en el suelo entre Tom y yo. Echó la espalda contra un árbol y estiró las piernas hasta que una de ellas casi toca una de las mías. Me empezó a picar la nariz y me siguió picando hasta que se me saltaron las lágrimas. Pero no me atrevía a rascarme. Después empezó a picarme por dentro. Y después se puso a picarme debajo y yo no sabía cómo iba a poder quedarme sentado quieto. Y esta angustia duró por lo menos seis o siete minutos, aunque a mí me pareció bastante más tiempo. Ahora me picaba en once sitios diferentes. Calculé que no iba a poder aguantarlo más de un minuto, pero apreté fuerte los dientes y me preparé para intentarlo. Justo entonces, Jim empezó a respirar pesadamente, después empezó a roncar y, muy poco después, yo ya estaba cómodo otra vez.

      Tom me hizo una señal, una especie de ruidito con la boca, y nos alejamos de allí gateando. Cuando estábamos a unos tres metros de distancia, Tom me susurró que quería atar a Jim al árbol sólo para divertirnos; pero yo le dije que no, que podría despertarse y armar un alboroto, y entonces se enterarían de que yo estaba en el ajo. Después Tom dijo que no tenía suficientes velas y que se iba a colar con sigilo en la cocina para coger más. Yo no quería que lo intentara. Le dije que Jim podría despertarse y entrar, pero Tom quería arriesgarse a intentarlo, así que nos metimos allí y cogimos tres velas, y Tom dejó cinco centavos encima de la mesa como pago. Después salimos y yo estaba desesperado por largarme, pero a Tom nada le parecía suficiente y tuvo que arrastrarse hasta donde estaba Jim, gateando, y gastarle una jugarreta. Esperé, y me pareció un buen rato porque todo estaba muy tranquilo y solitario.

      En cuanto Tom regresó, nos largamos por el sendero, rodeamos la valla del jardín y enseguida estuvimos en la cima de la empinada colina que estaba al otro lado de la casa. Tom me dijo que le había quitado a Jim el sombrero de la cabeza con cuidado y que lo había colgado de una rama justo por encima de él, y que Jim se había movido un poco pero no se había despertado. Después Jim contó que las brujas lo hechizaron y lo pusieron en trance, y que fueron montadas en él por todo el estado, y que después lo sentaron otra vez debajo de los árboles y colgaron el sombrero en una rama para demostrar quién lo había hecho. Y la siguiente vez que Jim lo contó, dijo que lo montaron hasta Nueva Orleans; y después de eso, cada vez que lo contaba, lo estiraba más y más, hasta que pronto dijo que fueron montadas en él por todo el mundo y que lo dejaron muerto de cansancio y que tenía toda la espalda llena de llagas. Jim estaba enormemente orgulloso de ello, y hasta tanto llegó que casi no les hacía caso a los otros negros. Los negros venían desde millas de distancia para oírle contarlo, y era más respetado que ningún otro negro de aquella región. Los negros de fuera se quedaban de pie con la boca abierta mirándolo de hito en hito, como si él fuera una maravilla. Los negros siempre están hablando de brujas en la oscuridad al lado del fuego de la cocina, pero cuando alguno estaba hablando y dando a entender que sabía de esas cosas, entraba Jim como por casualidad y decía: «¡Bah! ¿Qué sabes tú de brujas?», y ese negro cerraba la boca y tenía que quedarse en segundo plano. Jim siempre llevaba la moneda de cinco centavos colgada de una cuerda alrededor del cuello, y decía que era un amuleto que le había dado el mismísimo diablo con sus propias manos y que le había dicho que podía curar a cualquiera con él y que podía hacer venir a las brujas cuando quisiera con sólo decirle algo; pero nunca dijo qué era lo que le decía. Los negros venían de todas partes y le daban a Jim lo que tuvieran sólo por echarle un vistazo a la moneda de cinco centavos, pero no la tocaban porque el diablo le había puesto las manos encima. Jim ya casi no servía para criado, porque se volvió muy estirado con eso de haber visto al diablo y de que las brujas se hubieran montado en él.

      Bueno, cuando Tom y yo llegamos al borde de la cima de la colina, miramos hacia el pueblo y vimos que centelleaban tres o cuatro luces donde había gente enferma, quizá; y las estrellas brillaban muy bonitas por encima de nosotros. Y abajo, al lado del pueblo, estaba el río, de una milla entera de ancho y terriblemente tranquilo y majestuoso. Bajamos de la colina y nos encontramos con Jo Harper y con Ben Rogers, y con otros dos o tres chicos más, escondidos en la vieja curtiduría. Así que soltamos un bote y remamos dos millas y media río abajo hasta llegar a la gran roca de la ladera de la colina y desembarcamos.

      Fuimos hasta un grupo de arbustos, y Tom les hizo a todos jurar que guardarían el secreto, y después les enseñó un agujero de la colina, justo en la parte donde los arbustos eran más espesos. Después encendimos las velas y entramos arrastrándonos sobre las manos y las rodillas. Avanzamos unas doscientas yardas y después la cueva se ensanchó. Tom estuvo fisgoneando por los distintos pasadizos y pronto se agachó para pasar por debajo de una pared por donde tú no te habrías dado cuenta de que había un agujero. Avanzamos por un sitio estrecho y entramos en una especie de habitación, toda húmeda y pringosa y fría, y allí nos paramos. Y dice Tom:

      —Ahora creamos esta banda de ladrones que se llamará la Banda de Tom Sawyer. Todos los que quieran unirse a ella tienen que hacer un juramento y escribir su nombre con sangre.

      Todos querían. Así que Tom sacó una hoja de papel en la que había escrito el juramento y lo leyó. Todos los chicos tendrían que jurar ser fieles a la banda y no contar nunca ninguno de sus secretos; y si alguien le hacía algo a cualquiera de los chicos de la banda, al chico que se le ordenara matar a esa persona y a su familia tendría que hacerlo, y no podría comer ni dormir hasta que los hubiera matado y


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