Autobiografía. Rubén Darío

Autobiografía - Rubén Darío


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y memorable D. Marcelino Menéndez y Pelayo. D. Antonio Aragón era un varón excelente, nutrido de letras universales, sobre todo de clásicos, griegos y latinos. Me enseñó mucho y él fué el que me contó algo que figura en las famosas Memorias de Garibaldi. Garibaldi estuvo en Nicaragua. No puedo precisar en qué fecha, pues no tengo a la vista un libro publicado por Dumas, y D. Antonio le conoció mucho. Estableció la primera fábrica de velas que haya habido en el país. Habitó en León en la casa de D. Rafael Salinas. Se dedicaba a la caza. Muy frecuentemente salía con su fusil, se internaba por los montes cercanos a la ciudad y volvía casi siempre con un venado al hombro y una red llena de pavos monteses, conejos y otras alimañas. Un día, alguien le reprendió porque al pasar el viático, y estando en la puerta de la casa, no se quitó el sombrero, y él dijo estas frases, que me repitiera D. Antonio muchas veces: «¿Cree usted que Dios va a venir a envolverse en harina para que le metan en un saco de m...?»

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      VIVÍA yo en casa del Licenciado Modesto Barrios, y este licenciado gentil me llevaba a visitas y tertulias. Una noche oí cantar a una niña.

      Era una adolescente de ojos verdes, de cabello castaño, de tez levemente acanelada, con esa suave palidez que tienen las mujeres de Oriente y de los trópicos. Un cuerpo flexible y delicadamente voluptuoso, que traía al andar ilusiones de canéfora. Era alegre, risueña, llena de frescura y deliciosamente parlera, y cantaba con una voz encantadora. Me enamoré desde luego; fué «el rayo», como dicen los franceses. Nos amamos. Jamás escribiera tantos versos de amor como entonces. Versos unos que no recuerdo y otros que aparecieron en periódicos y que se encuentran en algunos de mis libros. Todo aquel que haya amado en su aurora sabe de esas íntimas delicias que no pueden decirse completamente con palabras, aunque sea Hugo el que las diga. Esas exquisitas cosas de los amores primeros que nos perfuman la vida, dulce, inefable y misteriosamente. Iba a comer algunas veces en la casa de esta niña, en compañía de escritores y hombres públicos. En la comida se hablaba de letras, de arte, de impresiones varias; pero, naturalmente, yo me pasaba las horas mirando los ojos de la exquisita muchacha que era mi verdadera musa en esos días dichosos. Una fatal timidez, que todavía me dura, hizo que yo no fuese al comienzo completamente explícito con ella, en mis deseos, en mi modo de ser, en mis expresiones. Pasaban deliciosas escenas de una castidad casi legendaria, en que un roce de mano era la mayor de las conquistas. Pero para el que haya experimentado tales cosas, todo ello es hechicero, justo, precioso. Nos poníamos, por ejemplo, a mirar una estrella, por la tarde, una grande estrella de oro en unos crepúsculos azules o sonrosados, cerca del lago y nuestro silencio estaba lleno de maravillas y de inocencia. El beso llegó a su tiempo y luego llegaron a su tiempo los besos. ¡Cuán divino y criollo Cantar de los cantares! Allí comprendí por primera vez en su profundidad: «Mel et lac sub lingua tua». Hay que saber lo que son aquellas tardes de las amorosas tierras cálidas. Están llenas como de una dulce angustia. Se diría a veces que no hay aire. Las flores y los árboles se estilizan en la inmovilidad. La pereza y la sensualidad se unen en la vaguedad de los deseos. Suena el lejano arrullo de una paloma. Una mariposa azul va por el jardín. Los viejos duermen en la hamaca. Entonces, en la hora tibia, dos manos se juntan, dos cabezas se van acercando, se hablan con voz queda, se compenetran mutuas voliciones; no se quiere pensar, no se quiere saber si se existe, y una voluptuosidad miliunanochesca perfuma de esencias tropicales el triunfo de la atracción y del instinto.

      Aconteció que un amigo mío estaba moribundo, y, como es por allí costumbre, las familias amigas iban a velar al enfermo. Iba así la joven que yo amaba, y alguien me insinuó que ella había tenido amores con el doliente. No recuerdo haber sentido nunca celos tan purpúreos y trágicos, delante del hombre pálido que estaba yéndose de la vida, y a quien mi amada daba a veces las medicinas. Juro que nunca, durante toda mi existencia, a no ser en instantes de violencia o provocada ira, he deseado mal o daño a nadie; pero en aquellos momentos se diría que casi ponía oídos deseosos, para escuchar si sonaba cerca de la cabecera el ruido de la hoz de la muerte. Esto lo he dicho concentradamente en unos cortos versos de mi hoy raro libro publicado en Chile, «Abrojos». Amor sensual, amor de tierra caliente, amor de primera juventud, amor de poeta y de hiperestésico, de imaginativo. Pero es el caso que había en él una estupenda castidad de actos. Todo se iba en ver las garzas del lago, los pájaros de las islas, las nocturnas constelaciones, y en medias palabras y en profundas miradas y en deseos contenidos y en esa profusión de cosas iniciales que constituyen el silabario que todos sabéis deletrear.

      Un día dije a mis amigos:—«Me caso». La carcajada fué homérica. Tenía apenas catorce años cumplidos. Como mis buenos queredores viesen una resolución definitiva en mi voluntad, me juntaron unos cuantos pesos, me arreglaron un baúl y me condujeron al puerto de Corinto, donde estaba anclado un vapor que me llevó en seguida a la república de El Salvador.

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      GOBERNABA este país entonces el doctor Rafael Zaldívar, hombre culto, hábil, tiránico para unos, bienhechor para otros, y a quien, habiendo sido mi benefactor y no siendo yo juez de historia, en este mundo, no debo sino alabanzas y agradecimientos. Llegar yo al puerto de La Libertad y poner un telegrama a su excelencia todo fué uno. Inmediatamente recibí una contestación halagadora del presidente, que se encontraba en una hacienda, en el cual telegrama era muy gentil conmigo y me anunciaba una audiencia en la capital. Llegué a la capital. Al cochero que me preguntó a qué hotel iba, le contesté sencillamente: «Al mejor». El mejor, de cuyo nombre no puedo acordarme aunque quiero, lo tenía un barítono italiano, de apellido Petrilli, y era famoso por sus macarroni y su moscato espumante y las bellas artistas que llegaban a cantar ópera y a recoger el pañuelo de un galante, generoso, infatigable sultán presidencial. A los pocos días recibí aviso de que el presidente me esperaba en la casa de gobierno. Mozo flaco y de larga cabellera, pretérita indumentaria y exhaustos bolsillos, me presenté ante el gobernante. Pasé entre los guardias y me encontré tímido y apocado delante del jefe de la República, que recibía, de espaldas a la luz, para poder examinar bien a sus visitantes. Mi temor era grande y no encontraba palabras que decir. El presidente fué gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su protección; mas cuando me preguntó qué era lo que yo deseaba, contesté, ¡oh, inefable Jerome Paturot!, con estas exactas e inolvidables palabras, que hicieron sonreír al varón de poder:—«Quiero tener una buena posición social. ¿Qué entendería yo por tener una posición social? Lo sospecho. El doctor Zaldívar, siempre sonriendo, me contestó bondadosamente:—«Eso depende de usted...» Me despedí. Cuando llegué al hotel, al poco rato, me dijeron que el director de policía deseaba verme. Noté en él y en el dueño del hotel un desusado cariño. Se me entregaron quinientos pesos plata, obsequio del presidente. ¡Quinientos pesos plata! Macarroni, moscato espumante, artistas bellas... Era aquello, en la imaginación del ardiente muchacho flaco y de cabellos largos, ensoñador y lleno de deseos, un buen comienzo para tener una buena posición social...

      Al día siguiente, por la mañana, estaba yo rodeado improbables poetas adolescentes, escritores en en ciernes y aficionados a las musas. Ejercía de nabab. Los invité a almozar. Macarroni-moscato espumante. El esplendor continuó hasta la tarde, y llegó la noche.

      ¿Qué pícaro Belcebú hizo en las altas horas que me levantase y fuese a tocar la puerta de la bella diva que recibía altos favores y que habitaba en el mismo hotel que yo? Nocturno efecto sensacional, desvarío y locura. Al día siguiente, estaba yo todo mohino y lleno de remordimientos. La cara del hostelero me indicaba cosas graves, y aunque yo hablara de mi amistad presidencial, es el caso que mis méritos estaban en baja. A los pocos días, los quinientos pesos se habían esfumado y recibí la visita del mismo director de Policía que me los había traído. Dije yo:—«Viene con otros quinientos pesos».—«Joven—me dijo con un aire serio y conminatorio—, aliste sus maletas y, de orden del señor presidente, sígame». Le seguí como un corderito.

      Me llevó a un colegio que dirigía cierto célebre escritor,


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