La Quimera. Emilia Pardo Bazan

La Quimera - Emilia Pardo  Bazan


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había resuelto hacerla su depositaria, y la confiaba, al cobrar un retrato, pequeñas sumas. Era el tesoro de guerra, para mudanza, viajes, enfermedades posibles...

      La otra dama, rechoncha, mal ceñida, de faz lunar, era la duquesa de Calatrava, ex-belleza del reinado de Alfonso XII. La obesidad, desbaratando las facciones finas, apenas permitía adivinar lo que pudo ser el antaño gracioso semblante; y ayudaba á desfigurarlo espesa capa de blanquete y dos tiznones que se proponían agrandar los ojos. La Camargo, flaca, cobriza teñida, de tez estropeada por el artritismo, bien corsetada, silueta aún elegante y juvenil, indignó á Silvio un poco menos.

      —Á ésta—calculó,—escogiendo bien la trapería y sacando partido del talle... Pero el otro fardo, ¡en cuántas triquiñuelas va á meterme! Tendré que reconstruirla según sería en 1876... No transigirá con menos... ¡Y el escote! Lo adivino. Veo asomar los encantos, como dos medias vejigas de grasa... Habrá que acudir al vaporoso boa de plumas ó al socorrido abrigo de pieles, negligentemente echado...

      Mientras hacía para sí estas reflexiones crudas, Silvio, defiriendo á una indicación de las dos damas, enseñaba los retratos comenzados, los volvía de cara, los traía á la luz. Y las señoras sonreían, cuchicheaban burlonamente:

      —¡Ay, Celita Jadraque! Mira las perlas del hilo. No han engordado poco. Parecen las que venden en La Ciudad de Constantinopla á peseta la sarta. ¿Las vió usted por vidrio de aumento?

      Silvio, nervioso ya, no respondía, y seguía exhibiendo sus pasteles.

      —¡Lina Moros!—exclamó la Camargo.—¿Ha venido por fin? Pues si nos dijo que, á pesar del empeño de la Palma, no vendría; que no la daba la gana de estarse aquí las horas muertas aburriéndose.

      Por toda respuesta, Silvio, crispado, colocó á ambos lados del primer retrato de Lina otros dos en preparación: uno de blanco, vivo contraste con la beldad morena; otro, con traje ceñido, obscuro, que moldeaba las airosas formas estatuarias. La Camargo y la Calatrava se miraron, y el comentario fué una ligera carcajada.

      —¡Clarita Ayamonte!—dijeron después, al presentar Silvio un alto cuadro, casi de cuerpo entero.—¡Qué bien está! La hace usted mucho más guapa, y lo que nunca fué, muy elegantona. Ella siempre valió poco, y está atropellada como si tuviese cincuenta años; pero así y todo hay parecido, además de una creación poética.

      Silvio sintió que montaba en cólera. Quería tratar con miramiento á las damas, muy influyentes en sociedad: la Calatrava, por el altísimo copete; la Camargo, por el círculo escogido que sabía formar á su alrededor; pero cuando los nervios de Silvio se encalabrinaban, el demontre. En su interior resolvió:

      —¡Si éstas suponen que he de retratarlas!...

      Justamente, un segundo después la Calatrava manifestó su deseo. Lo hizo con cierta displicencia, segura de dispensar un favor.

      —Vendríamos... La hora se la avisaríamos á usted por teléfono cada vez... Porque si no, no seríamos nada exactas, ¿verdad, Angustias?—añadió, volviéndose á la Camargo.—En esta época del año no sé cómo se arregla, que está uno de un ocupado... ¡Es terrible!

      —Lo siento en el alma, duquesa—respondió Silvio expeditivamente.—Ni fijando hora ustedes, ni fijándola yo, me sería posible, en mucho tiempo, encargarme de su retrato. Yo estoy de un agobiado de encargos, que ustedes no se pueden formar idea...

      —¡Ah!—repuso, mordiéndose el labio y dando al codo á su amiga, la Calatrava. Un instante la sorpresa las paralizó. Ya se entendían las dos para una retirada hábil, que no dejase transparentar despecho, cuando la puerta del taller dió paso á un caballero de buen porte, no atildado, de aventajada estatura, de madura edad, de pelo y barba grises, casi blancos; y las dos damas le saludaron con ese afable apresuramiento que en Madrid, tierra de gente expansiva, se tributa á los que han estado ausentes, al regresar.

      —Doctor, Doctor... ¡Bienvenido!

      —¡Gracias á Dios!—repetía la Camargo—¡No nos estaba usted haciendo poca falta! Yo no he tenido un día bueno mientras usted rodó por esos mundos... ¿Puede usted ir mañana á mi casa?

      —Desde luego, marquesa.

      —¿Viene usted á admirar el retrato de la ahijada...?

      —No á eso sólo—declaró Luz, saludando á Silvio y presentándose con sencillez á sí mismo.—Vengo á que también me retraten á mí: digo, si el artista está conforme...

      —¿Pues no he de estar?—gritó aturdidamente Silvio, emocionado.—No sabe usted qué satisfacción es para mí. ¿Cuándo desea que empecemos?

      —Dé usted las gracias, Doctor—pronunció la incisiva voz de la Calatrava.—Es una distinción extraordinaria la que merece usted. Acaba de desahuciarnos á nosotras porque no tiene hora disponible...

      Silvio clavó sus ojos garzos, obscurecidos por la irritación, en la dama, y dijo categóricamente, con la franqueza palurda que en ocasiones le subía, irresistible, á la boca:

      —El Doctor es persona que trabaja mucho; yo respeto su trabajo y le sujeto el mío. Ustedes, en cambio, estarán tan desocupadas dentro de un año como ahora.

      Rióse Luz, invadido por repentina simpatía; y la Camargo, saludando para despedirse, soltó en voz agridulce:

      —La prueba de que estamos desocupadas Leonor y yo, es que hemos venido á perder el tiempo. Doctor, adiós. No se moleste, Lago...

      Las acompañó Silvio, algo volado, hasta la puerta. En el recodo del pasillo, la Calatrava, desdeñándose de parecer picada y de guardar un silencio que lo demostrase, cuchicheó:

      —Por lo visto, retrata usted á Clara y á lo que resta de su familia...

      —No entiendo, duquesa.

      —Es usted muy nuevo en estos círculos—lanzó la Camargo, que no quiso guardarse la pulla.

      Las dos salieron, dando á la puerta, que Silvio no tuvo la ocurrencia de cerrar, seco porrazo. El pintor, no obstante, había comprendido, recordando insinuaciones transparentes de la Sarbonet; alzó los hombros, y minutos después buscaba en la fisonomía, bien delineada é interesante, de Mariano Luz, semejanzas con la mujer que le abrumaba á fuerza de pasión. La conclusión fué ésta:

      —Me gusta más él que ella. Él, con esos mechones grises, arremolinados, esa tez morena, esa frente pequeña y surcada, tan inteligente, tiene una cabeza de estudio. Loado sea Dios. Descansaré de encajes y rasos.

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