El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics

El conde de Montecristo ( A to Z Classics ) - A to Z  Classics


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evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible; requisitoria que sin remedio le perdería.

      -¿Cómo se escribe al ministro?

      -Sentaos ahí, señor Morrel -dijo Villefort levantándose y cediéndole su asiento-. Voy a dictaros.

      -¿Tendríais tanta bondad?

      -Desde luego. No perdamos tiempo, que ya hemos perdido demasiado.

      -Sí, caballero. Pensemos en que el pobre muchacho aguarda, sufre y quizá se desespera.

      Villefort tembló al recuerdo de aquel desgraciado que le maldeciría desde el fondo de su prisión; pero había ya avanzado mucho para retroceder. Dantés debía desaparecer ante su ambición.

      -Dictad -dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la mano.

      Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de Dantés, sus servicios a la causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de los agentes más activos de la vuelta de Napoleón.

      Era evidente que a tal solicitud el ministro haría al punto justicia, si ya no la había hecho.

      Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta.

      -Así está bien -dijo- Ahora confiad en mí.

      -¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero?

      -Hoy mismo.

      -¿Recomendada por vos?

      -La mejor recomendación que yo podría ponerle es certificar que es cierto cuanto decís en la solicitud. Y sentándose a su vez, escribió Villefort al margen su certificado.

      -Y ahora ¿qué hay que hacer, caballero? -le preguntó el armador.

      -Esperar -repuso Villefort- yo me encargo de todo.

      Esta seguridad volvió las esperanzas a Morrel; de modo que cuando dejó al sustituto le había ganado enteramente. El naviero fue en seguida a anunciar al padre de Edmundo que no tardaría en volver a ver a su hijo.

      En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para salvar en lo presente a Dantés le comprometía tanto en lo futuro, caso de que sucediese una cosa que ya los sucesos y el aspecto de Europa dejaban entrever: otra restauración.

      Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su calabozo no oyó el rumor espantoso de la caída del trono de Luis XVIII, ni el más espantoso aún de la del trono del emperador.

      Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta corta aparición imperial llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero Villefort le había tranquilizado con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo.

      Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos medios durante la segunda restauración hubiese sido comprometerse en vano.

      Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena de recuerdos que eran para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la plaza de procurador del rey en Tolosa.

      Quince días después de su instalación en esta ciudad se verificó su matrimonio con la señorita Renata de Saint-Meran, cuyo padre tenía más influencia que nunca.

      Y con esto Dantés permaneció preso, así durante los Cien Días como después de Waterloo, y olvidado, si no de los hombres, de Dios a lo menos.

      Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a Dantés, al ver volver a Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y como aquellos hombres que tienen cierta aptitud para el crimen y un mediano arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad decreto de la Providencia.

      Pero cuando Napoleón volvió a París, y al resonar su voz imperiosa y potente, Danglars tuvo miedo, ya que esperaba a cada instante ver aparecer a Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y terrible en la venganza. Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de abandonar la vida marítima, logrando que el naviero le recomendase a un comerciante español, a cuyo servicio entró a fin de marzo, es decir, diez o doce días después de la vuelta de Napoleón a las Tullerías.

      Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su paradero.

      Fernando no comprendió nada de lo sucedido. Dantés estaba ausente. Con esto se contentaba.

      ¿Qué le había sucedido?

      No trató de averiguarlo; sólo con el respiro que le dejaba su ausencia se ingenió como pudo, ora para engañar a Mercedes sobre las causas de la desaparición de Edmundo, ora para meditar planes de emigración y robo. Quizás, y eran estos momentos los más tristes de su vida, se sentaba a la punta del cabo Pharo, desde donde se distinguen a la par Marsella y los Catalanes, contemplándolos triste e inmóvil como un ave de rapiña, y soñando a cada instante ver venir a su rival vivo y erguido, y para él también nuncio de terribles venganzas. Para entonces estaba tomada su decisión: mataba a Edmundo de un tiro, y después se suicidaba; pero esto se lo decía a sí mismo para disculpar su asesinato.

      Fernando se engañaba a sí mismo. Nunca se hubiera él suicidado, porque tenía esperanzas aún.

      En medio de estos tristes y dolorosos acontecimientos, el imperio llamó a sus banderas la última quinta, y todos cuantos podían empuñar las armas se lanzaron fuera del territorio francés a la voz del emperador.

      Fernando fue de éstos; abandonó a Mercedes y su cabaña con doble dolor, pues temía que en su ausencia volviese su rival y se casase con la que adoraba. Si alguna vez debió Fernando matarse fue al abandonar a su amada Mercedes. Sus atenciones con ella, la compasión que demostraba a su desdicha, el cuidado con que adivinaba sus menores deseos, habían producido el efecto que producen siempre las apariencias de adhesión en los corazones generosos. Mercedes había querido mucho a Fernando como amigo; y su amistad creció con el agradecimiento.

      -Hermano mío -le dijo atando a la espalda del catalán la mochila del quinto- hermano mío, mi único amigo, no te dejes matar, no me dejes sola en este mundo en que lloro, y en el que estaré enteramente abandonada si tú me faltas.

      Estas palabras, dichas por despedida, fueron para Fernando un rayo de esperanza. Si Dantés no regresaba, quizá Mercedes llegaría a ser suya.

      Esta se quedó, pues, enteramente sola en aquella tierra árida, que nunca se lo había parecido tanto, con el mar inmenso por único horizonte. Bañada en lágrimas, como aquella loca cuya doliente vida cuenta el pueblo, veíasela de continuo errante en torno a los Catalanes; ora quedándose muda e inmóvil como una estatua bajo el ardiente sol del Mediodía, para contemplar a Marsella; ora sentándose a la orilla del mar, como si escuchara sus gemidos, eternos como su dolor, y preguntándose al propio tiempo a sí misma si no le fuera mejor que esperar sin esperanza, inclinarse hacia delante y dejarse caer por su propio peso en aquel abismo que la tragaría. Mas no fue valor lo que le faltó, sino que vino en su ayuda la religión a salvarla del suicidio.

      Caderousse fue, como Fernando, llamado por la patria; pero tenía ocho años más y era casado, con lo que se le destinó a las costas. El viejo Dantés, a quien sólo la esperanza sostenía, la perdió con la caída del imperio, y cinco meses más tarde, día por día de la ausencia de su hijo, y a la misma hora en que Edmundo fue preso, expiró en brazos de Mercedes. El señor Morrel cubrió todos los gastos del entierro y las mezquinas deudas que el pobre viejo había contraído durante su enfermedad. Esto, más que filantropía, era valor, porque el país estaba en llamas, y socorrer, aunque moribundo, al padre de un bonapartista tan peligroso como Dantés, podía ser tomado por un verdadero crimen político.

      Capítulo 14 El preso furioso y el preso loco

      Al cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el inspector general de cárceles efectuó una visita


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