El Idiota. Федор Достоевский
de barro. Los cascos de los caballos herían el suelo con metálico rumor. Una multitud de gentes mojadas y cabizbajas circulaba por las aceras. De vez en cuando cruzaba algún beodo.
–¿Ve usted esos pisos principales tan brillantemente iluminados? —dijo Ivolguin—. Todos pertenecen a camaradas míos, y yo que he servido y sufrido más que cualquiera de ellos, voy a pie hasta el Gran Teatro para visitar a una mujer de reputación dudosa. ¡Un hombre que tiene trece balas en el pecho…! ¿No lo cree? Pues, sin embargo, fue exclusivamente por mí por quien el doctor Pirogov telegrafió a París, abandonando adrede Sebastopol en la época del sitio. Nélaton, el médico de la Corte de Francia, obtuvo un salvoconducto en nombre de la ciencia y entró para curarme en la ciudad asediada. Los primeros personajes del Imperio supieron lo que ocurría: «¡Ah —dijo—, Ivolguin tiene trece balas en el pecho!». ¡Así se hablaba de mí! ¿Ve esta casa, príncipe? En el primer piso habita un antiguo camarada mío, el general Sokolovich; en unión de su familia, muy noble y numerosa, por cierto. Esta familia, con otras tres de la Perspectiva Nevsky y dos de la Morskaya, son todas las relaciones que conservo ahora… Quiero decir relaciones personales. Nina Alejandrovna se ha sometido hace tiempo a las circunstancias. Yo continúo acordándome…, y, por así decirlo, desenvolviéndome en un círculo escogido, compuesto por antiguos compañeros y subordinados que me veneran, literalmente. A este general Sokolovich hace algún tiempo que no le visito, como tampoco a Ana Fedorovna. Usted sabe, querido príncipe, que cuando uno mismo no recibe en su casa se abstiene, aun sin darse cuenta, de acudir a las de los demás. Pero observo que parece usted dudar de lo que digo. Y, sin embargo… ¿Qué inconveniente puede haber en que yo presente en casa de esta amable familia al hijo del compañero de mi infancia? ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! Conocerá usted a una joven impresionante… ¿Qué digo una? Verá dos, tres incluso, que son la flor de la sociedad y la crema de la capital. Apreciará en ellas hermosura, educación, inteligencia, comprensión de la cuestión feminista, poesía… Y todo reunido en una mezcla feliz. Sin contar con que cada una de ellas tiene lo menos ochenta mil rublos de dote, lo cual no estorba nunca, pese a las cuestiones feministas o sociales… En resumen, es absolutamente necesario que le presente en esta casa; ello constituye para mí un deber, una obligación… ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! ¡Figúrese!
–Pero ¿ahora? ¿Ha olvidado usted…? —comenzó Michkin.
–¡Venga, venga, príncipe! No olvido nada. Es aquí, en esta soberbia escalera. Me extraña no ver al portero; pero es fiesta y debe de haber salido. ¿Cómo no habrán despedido aún a ese borracho? Sokolovich me debe a mí, a mí solo, todo su éxito en la vida y en el servicio… Ea, ya estamos.
El príncipe, sin objetar más, siguió dócilmente a su compañero, tanto por no incomodarle como con la firme esperanza de que el general Sokolovich y su familia se desvaneciesen totalmente cual un engañoso espejismo, lo que pondría a los visitantes en la precisión de tornar a descender la escalera. Pero, con gran horror suyo, esta esperanza comenzó a disiparse cuando notó que el general le guiaba peldaños arriba con la precisión de quien conoce bien la casa en que entra, dando, por ende, de vez en cuando algún detalle biográfico o topográfico matemáticamente preciso. Cuando llegaron al piso principal y el general empuñó la campanilla del lujoso piso de la derecha, Michkin resolvió huir a todo evento. Pero una extraña y favorable circunstancia le detuvo.
–Se ha equivocado usted, general —dijo—. En la puerta se lee «Kulakov», y a quien busca usted es a Sokolovich.
–¿Kulakov? Kulakov no significa nada. Este piso pertenece a Sokolovich, y es por Sokolovich por quien preguntaré. ¡Qué cuelguen a Kulakov! Ea, ya abren.
Se abrió la puerta, en efecto, y el criado anunció desde luego a los visitantes que los dueños de la casa estaban ausentes.
–¡Qué lástima, qué lástima! ¡Qué desagradable coincidencia! —dijo Ardalion Alejandrovich, con muestras de vivo disgusto—. Cuando sus señores vuelvan, querido, dígales que el general Ivolguin y el príncipe Michkin deseaban tener el gusto de saludarles, y que lamentan muchísimo…
En aquel instante apareció en la entrada otra persona de la casa. Era una señora de sobre cuarenta años con un traje de color oscuro, probablemente ama de llaves, o acaso institutriz. Oyendo los nombres del general Ivolguin y el príncipe Michkin, se acercó con desconfiada curiosidad.
–María Alejandrovna no está en casa —dijo, examinando especialmente al general—. Ha ido a visitar a la abuela con la señorita Alejandra Mijailovna.
–¿También ha salido Alejandra Mijailovna? ¡Dios mío, cuánto lo siento! ¡Imagine usted, señora, que siempre sucede lo mismo! Le ruego encarecidamente que se sirva saludar de mi parte a Alejandra Mijailovna y darle recuerdos míos… En resumen, dígale que le deseo de todo corazón que se realice lo que ella deseaba el jueves por la noche, mientras oíamos tocar una balada de Chopin… Se acordará muy pronto… ¡Y lo deseo sinceramente! Ya sabe: el general Ivolguin y el príncipe Michkin.
–No lo olvidaré —dijo la señora, inclinándose, con expresión más confiada.
Mientras descendían, el general manifestó lo mucho que lamentaba que Michkin hubiese perdido la oportunidad de conocer a aquella encantadora familia.
–Yo, ¿sabe querido?; soy en el fondo un poco poeta. ¿No lo había observado? Pero… pero —añadió de improviso— creo que nos hemos equivocado. Ahora recuerdo que los Sokolovich viven en otra casa, e incluso, si no me engaño, deben hallarse en Moscú en este momento. Sí, he cometido un pequeño error. Mas no tiene importancia.
–Quisiera saber —dijo el príncipe, desalentado—, si no debo ya contar con usted y si he de ir solo a casa de Nastasia Filipovna.
–¿No contar conmigo? ¿Ir solo? ¿Cómo puede usted preguntarme tal cosa cuando eso constituye para mí una empresa importantísima, de la que depende la suerte de todos los míos? Conoce usted mal a Ivolguin, joven amigo. Decir Ivolguin es decir «una roca». «Ivolguin es firme como una roca», decían en el escuadrón donde inicié mi servicio. Pero vamos a entrar primero por unos instantes en la casa donde, desde hace algunos años, mi alma reposa de sus inquietudes y se consuela en sus aflicciones.
–¿Quiere usted subir a su domicilio?
–¡No! Quiero… visitar a la señora Terentiev, viuda del capitán Terentiev, mi antiguo subordinado… y mi amigo. En casa de esta señora recupero el valor, hallo fuerzas para soportar las penas de la vida, los sinsabores domésticos… Precisamente hoy llevo sobre mi alma un gran peso moral, y…
–Temo haber cometido una ligereza entreteniéndole esta noche —murmuró Michkin—. Además usted, ahora… En fin: adiós…
–¡No puedo dejarle marchar así, joven amigo! ¡No, no puedo! —exclamó el general—. Esta señora es una viuda, una madre de familia, de cuyo corazón brotan afectuosos ecos que repercuten en todo mi ser. Visitarla es cosa de cinco minutos. Aquí no tengo que andar con cumplidos. Estoy en mi casa, como quien dice. De modo que me lavaré un poco y luego iremos al Gran Teatro en un coche de punto. No puedo abandonarle en toda la noche. Ya estamos. Pero, Kolia, ¿qué haces aquí? ¿Está en casa Marfa Borisovna? ¿O acabas de llegar?
–Llevo aquí mucho tiempo —repuso Kolia, quien se hallaba ante la amplia puerta cuando llegaron su padre y el príncipe—. He estado haciendo compañía a Hipólito, porque no se encuentra bien. Ha pasado en cama todo el día. ¡En qué estado llega usted, papá! —dijo, refiriéndose al aspecto del general y a su paso titubeante—. Vamos arriba.
El encuentro con Kolia decidió a Michkin a acompañar al general a casa de Marfa Borisovna (aunque resuelto a no permanecer allí más que un instante), porque necesitaba del muchacho. Respecto al general, Michkin se proponía dejarle plantado en la casa y se reprochaba con viveza el haber pensado antes en utilizarle. Subieron por la escalera de servicio hasta el piso cuarto, donde habitaba la señora Terentiev.
–¿Va usted a presentar al príncipe? —preguntó Kolia, mientras subían.
–Sí, hijo mío, quiero presentarle. ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! ¡Figúrate! Pero ¿por qué?…