El Niño de la Bola. Pedro Antonio de Alarcón

El Niño de la Bola - Pedro Antonio de Alarcón


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salieron de su error aquellos ilusos. Don Elías no aguardó siquiera á que acabase de humear el incendio de su casa (donde, dicho sea entre nosotros, habia perdido únicamente el valor del edificio y seis ú ocho mil duros en ropas y muebles, en las alhajas de su hija y en un poco dinero contante y sonante), sino que, el mismo dia del entierro del caballero, presentó al juzgado los vales y recibos de éste, reclamando la totalidad del adeudo, ó sea tres millones de reales en números redondos.

      Gran repugnancia costó al Juez declarar legítima aquella peticion; pero el usurero tenía tan bien atados los cabos, y el noble deudor se habia dejado ligar tan estrechamente, que fué indispensable sacar á pública subasta todos los bienes del caballero...—Ni faltaron entónces, de parte de otros hijosdalgo y personas acomodadas, buenos propósitos, y juntas, y discursos, y hasta votaciones, en que se reconoció por unanimidad la conveniencia de presentarse á la licitacion, y pujar las fincas hasta las nubes, cargando en mancomun con el perjuicio que resultare; todo ello á fin de reunir decorosamente un pedazo de pan al hijo de Venegas...—Mas ya se sabe lo que suele ocurrir en estas cosas. Hablóse tanto, que del hablar resultaron querellas personales entre los presuntos bienhechores, sobre quién estaba dispuesto á hacer más sacrificios, y sobre los móviles secretos de cada uno, y sobre lo que sucedió cierta vez en un caso análogo, y sobre las ideas y actos políticos de D. Rodrigo en aquella tormentosa época; y, con esto, hubo tales disgustos, que se retrajeron de asistir á las juntas muchas personas que tambien debian grandes cantidades á Caifás, y pasaron dias, y llegó el marcado por los edictos, y, como aquellos señores no habian llegado á un acuerdo, la subasta resultó desierta.—Rematáronse, pues, á favor del prestamista, por ministerio de la Ley y con gran sentimiento del público, las viñas, los olivares, los cortijos, la casa, los muebles, las ropas y hasta la espada del benemérito patricio, en la cantidad de cien mil y pico de duros...

      —¡Pierdo un millon! (dijo el terrible anciano, al firmar la diligencia de remate.) Pero ¡qué remedio!... Los bienes del maniroto y despilfarrado Venegas no valen ni un ochavo más...

      —¡No pierde usted nada, sino que gana cerca de dos millones!... (le respondió severamente una persona de la curia.) ¡Verdad es que, en cambio, y segun espera todo el mundo, regalará usted una buena cantidad al inocente huérfano; se hará cargo de su educacion; cuidará de su porvenir!...

      —¿Yo?—¿Cuidar?—¿Qué está usted diciendo?—¡Harto hago en cuidar á mi hija!—Por lo que toca á regalos de buenas cantidades, ¡ya los harán el dia del juicio los admiradores del difunto héroe!—¡Es muy fácil recetar por cuenta ajena!

      —Pero considere usted que ese muchacho se queda pidiendo limosna...

      —Á su edad la pedia yo tambien...—replicó el usurero, volviendo la espalda.

      La indignacion general contra D. Elías llegó al último límite segun que fueron sabiéndose todos estos pormenores, y gracias á que el astuto riojano, cuya casa habia quedado reducida á cenizas, continuaba viviendo en la del Alcalde; que, de no ser así, lo hubiera pasado muy mal. Sin embargo, como en el mundo no hay nada más valiente que un usurero apoyado en la Ley (de donde todos los judíos son tan amantes y conocedores de ella), y como, por otro lado, nuestro buen Caifás no era cobarde de nacimiento, sino prudente conservador de sus millones y del infinito placer de aumentarlos, resolvió mudarse inmediatamente al caseron solariego de los Venegas, que ya le pertenecia; y, para ello, dispuso hacer en él una poca obra, reducida á fortificarlo bien y á proveerlo de muchos cerrojos, llaves y trancas.

      Algo se habló tambien con este motivo sobre juntas y conciertos de los operarios para no trabajar en los reparos de aquella venerable mansion; pero D. Elías, que lo supo, anunció que pagaria los jornales con algun aumento, en atencion á la carestía del pan; por cuyo sencillo medio halló de sobra quien le sirviera, y pudo trasladarse muy pronto á su nueva casa, con su mujer y con su hija, aprovechando al efecto cierta noche que llovia á cántaros y en que no andaba por la ciudad persona humana...

      Una vez dentro del antiguo palacio, y atrancado que hubo las puertas, respiró con satisfaccion, como quien no pensaba volver á salir á la calle en otros cuatro ó cinco años, y dijo á su mujer:

      —Mañana mismo escribiré á mi banquero de la Capital para que le envie á la niña cinco mil duros de ropas, alhajas y juguetes.—Tú y yo nos arreglaremos de cualquier modo.

      Y dió una docena de besos á su hija, y se acostó en la cama que habia sido de D. Rodrigo y cuyos aplastados colchones conservaban todavía la huella del peso de su cadáver.

      La mujer del avaro no quiso ocupar en aquel lecho dos veces fúnebre el sitio de la que fué años ántes felicísima esposa del pundonoroso caballero, y, pretextando tener que trabajar mucho, se pasó la noche dando cabezadas en una silla.

      En fin..., Soledad, la niña mimada, la hija querida de Caifás, durmió en la cama que habia pertenecido al desahuciado hijo de Venegas.

      ¿Qué habia sido entretanto del pobre huérfano, del desheredado de diez años, del niño en cuyo lujoso catre soñaba con los prometidos juguetes la millonaria de ocho abriles?

      Aquí es donde verdaderamente principia nuestra historia.

      III.

       Índice

      DE CÓMO UN NIÑO DEJÓ DE SERLO.

      Manuel, que así se llamaba el huérfano, era, la funesta mañana en que su padre lo dejó dormido para ir á lanzarse al fuego que devoraba la casa de D. Elías, un gentilísimo muchacho, blanco y sonrosado como el más vistoso amanecer, y alegre y retozon como una fierecilla descuidada.—Criábalo D. Rodrigo con el mayor esmero, no cifrado todavía en enseñarle nada literario, ni tan siquiera á leer y á escribir, de lo cual decia que siempre habria tiempo, sino en fortalecer y avalorar su ya robusta naturaleza física, sujetándolo á rudos ejercicios de agilidad y fuerza, aleccionándolo en la equitacion y en la natacion, obligándolo á andar largas jornadas en interminables cacerías y explicándole de paso los misterios de la Sierra, la botánica de los montesinos, la medicina de los cortijeros, la astronomía de los pastores, las costumbres de todos los animales, la manera de luchar con ellos y matarlos, ó de cogerlos vivos y reducirlos á su obediencia, y otros muchos secretos de la vida agreste y montaraz; de donde resultaba que siempre estaban juntos padre é hijo, y que se querian y trataban, más que como lo que eran, como dos hermanos, como dos camaradas, como dos compadres.

      Nada sabía el halagado pequeñuelo de la total ruina de su casa ni de las consiguientes zozobras de D. Rodrigo (quien, como se ve, lo criaba para pobre, presintiendo que llegaria á serlo); y, por lo tanto, su niñez se deslizaba tranquila, dichosa, placentera, hasta donde es posible en quien no ha conocido madre, cuando vinieron en monton y de golpe sobre su frente todos los infortunios humanos...—En un mismo dia... ¡en el espacio de pocas horas!..., vió que traian de la calle, abrasado y sin conocimiento, al ídolo, al señor, al compañero y único amigo de su vida; presenció su espantosa muerte, sin recibir ni una mirada de sus inmóviles ojos ni un consejo ni un ósculo de sus convulsos labios; se enteró de que existia Caifás y de la terrible tragedia del incendio, así como de su espantoso orígen; supo que era tan pobre como los mendigos descalzos que piden limosna de puerta en puerta; comprendió que tenía que despedirse para siempre de aquellas paredes y de cuanto encerraban, inclusos los objetos que más le hubieran recordado al autor de sus dias; contempló, cual si soñase, á todos los vecinos de la Ciudad, constituidos en su casa, alrededor del cadáver de don Rodrigo, guardándolo como si fuera suyo, hasta que finalmente lo alzaron en hombros y se lo llevaron..., no sin darle ántes á él muchos besos y decirle muchas cosas, que no le supieron á nada..., y quedóse allí abandonado, silencioso, estúpido, sentado en un rincon de la cámara mortuoria, en la actitud de quien no espera ni tiene para qué esperar á nadie...

      Llegada, en fin, la noche..., la primera noche de orfandad; cuando dejaron de tañer las campanas y de sonar las remotas músicas del entierro; cuando hasta las tinieblas


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