Pepita Jiménez. Juan Valera

Pepita Jiménez - Juan Valera


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Es muy cómodo amar de este modo suave, sin atormentarse con el amor; no tener pasión que combatir; hacer del amor y del afecto a los demás un aditamento y como un complemento del amor propio.

      A veces me pregunto a mí mismo, si al censurar en mi interior esta condición de Pepita, no soy yo quien me censuro. ¿Qué sé yo lo que pasa en el alma de esa mujer, para censurarla? ¿Acaso, al creer que veo su alma, no es la mía la que veo? Yo no he tenido ni tengo pasión alguna que vencer: todas mis inclinaciones bien dirigidas, todos mis instintos buenos y malos, merced a la sabia enseñanza de usted, van sin obstáculos ni tropiezos encaminados al mismo propósito; cumpliéndolo se satisfarían no sólo mis nobles y desinteresados deseos, sino también mis deseos egoístas, mi amor a la gloria, mi afán de saber, mi curiosidad de ver tierras distantes, mi anhelo de ganar nombre y fama. Todo esto se cifra en llegar al término de la carrera que he emprendido. Por este lado, se me antoja a veces que soy más censurable que Pepita, aun suponiéndola merecedora de censura.

      Yo he recibido ya las órdenes menores; he desechado de mi alma las vanidades del mundo; estoy tonsurado; me he consagrado al altar, y sin embargo, un porvenir de ambición se presenta a mis ojos y veo con gusto que puedo alcanzarle y me complazco en dar por ciertas y valederas las condiciones que tengo para ello, por más que a veces llame a la modestia en mi auxilio a fin de no confiar demasiado. En cambio esta mujer ¿a qué aspira ni qué quiere? Yo la censuro de que se cuida las manos; de que mira tal vez con complacencia su belleza; casi la censuro de su pulcritud, del esmero que pone en vestirse, de yo no sé qué coquetería que hay en la misma modestia y sencillez con que se viste. ¡Pues qué! ¿La virtud ha de ser desaliñada? ¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma pura y limpia, ¿no puede complacerse en que el cuerpo también lo sea? Es extraña esta malevolencia con que miro el primor y el aseo de Pepita. ¿Será tal vez porque va a ser mi madrastra? ¡Pero si no quiere ser mi madrastra! ¡Si no quiere a mi padre! Verdad es que las mujeres son raras: quién sabe si en el fondo de su alma no se siente inclinada ya a querer a mi padre y a casarse con él, si bien, atendiendo a aquello de que lo que mucho vale mucho cuesta, se propone, páseme Vd. la palabra, molerle antes con sus desdenes, tenerle sujeto a su servidumbre, poner a prueba la constancia de su afecto y acabar por darle el plácido sí. ¡Allá veremos!

      Ello es que la fiesta en la huerta fue apaciblemente divertida: se habló de flores, de frutos, de injertos, de plantaciones y de otras mil cosas relativas a la labranza, luciendo Pepita sus conocimientos agrónomos en competencia con mi padre, conmigo y con el señor vicario, que se queda con la boca abierta cada vez que habla Pepita, y jura que en los setenta y pico de años que tiene de edad, y en sus largas peregrinaciones, que le han hecho recorrer casi toda la Andalucía, no ha conocido mujer más discreta ni más atinada en cuanto piensa y dice.

      Cuando volvemos a casa de cualquiera de estas expediciones, vuelvo a insistir con mi padre en mi ida con Vd. a fin de que llegue el suspirado momento de que yo me vea elevado al sacerdocio; pero mi padre está tan contento de tenerme a su lado y se siente tan a gusto en el lugar, cuidando de sus fincas, ejerciendo mero y mixto imperio como cacique, y adorando a Pepita y consultándoselo todo como a su ninfa Egeria, que halla siempre y hallará aún, tal vez durante algunos meses, fundado pretexto para retenerme aquí. Ya tiene que clarificar el vino de yo no sé cuántas pipas de la candiotera; ya tiene que trasegar otro; ya es menester binar los majuelos; ya es preciso arar los olivares, y cavar los pies a los olivos: en suma, me retiene aquí contra mi gusto; aunque no debiera yo decir «contra mi gusto», porque le tengo muy grande en vivir con un padre que es para mí tan bueno.

      Lo malo es que con esta vida temo materializarme demasiado: me parece sentir alguna sequedad de espíritu durante la oración; mi fervor religioso disminuye; la vida vulgar va penetrando y se va infiltrando en mi naturaleza. Cuando rezo, padezco distracciones; no pongo en lo que digo a mis solas, cuando el alma debe elevarse a Dios, aquella atención profunda que antes ponía. En cambio, la ternura de mi corazón, que no se fija en objeto condigno, que no se emplea y consume en lo que debiera, brota y como que rebosa en ocasiones por objetos y circunstancias que tienen mucho de pueriles, que me parecen ridículos, y de los cuales me avergüenzo. Si me despierto en el silencio de la alta noche y oigo que algún campesino enamorado canta, al son de su guitarra mal rasgueada, una copla de fandango o de rondeñas, ni muy discreta, ni muy poética, ni muy delicada, suelo enternecerme como si oyera la más celestial melodía. Una compasión loca, insana, me aqueja a veces. El otro día cogieron los hijos del aperador de mi padre un nido de gorriones, y al ver yo los pajarillos sin plumas aún y violentamente separados de la madre cariñosa, sentí suma angustia, y, lo confieso, se me saltaron las lágrimas. Pocos días antes, trajo del campo un rústico una ternerita que se había perniquebrado; iba a llevarla al matadero y venía a decir a mi padre qué quería de ella para su mesa: mi padre pidió unas cuantas libras de carne, la cabeza y las patas; yo me conmoví al ver la ternerita y estuve a punto, aunque la vergüenza lo impidió, de comprársela al hombre, a ver si yo la curaba y conservaba viva. En fin, querido tío, menester es tener la gran confianza que tengo yo con Vd. para contarle estas muestras de sentimiento extraviado y vago, y hacerle ver con ellas que necesito volver a mi antigua vida, a mis estudios, a mis altas especulaciones, y acabar por ser sacerdote para dar al fuego que devora mi alma el alimento sano y bueno que debe tener.

      14 de Abril.

      Sigo haciendo la misma vida de siempre y detenido aquí a ruegos de mi padre.

      El mayor placer de que disfruto, después del de vivir con él, es el trato y conversación del señor vicario, con quien suelo dar a solas largos paseos. Imposible parece que un hombre de su edad, que debe de tener cerca de los ochenta años, sea tan fuerte, ágil y andador. Antes me canso yo que él, y no queda vericueto, ni lugar agreste, ni cima de cerro escarpado en estas cercanías, a donde no lleguemos.

      El señor vicario me va reconciliando mucho con el clero español, a quien algunas veces he tildado yo, hablando con Vd., de poco ilustrado. ¡Cuánto más vale, me digo a menudo, este hombre, lleno de candor y de buen deseo, tan afectuoso e inocente, que cualquiera que haya leído muchos libros y en cuya alma no arda con tal viveza como en la suya el fuego de la caridad unido a la fe más sincera y más pura! No crea Vd. que es vulgar el entendimiento del señor vicario: es un espíritu inculto; pero despejado y claro. A veces imagino que pueda provenir la buena opinión que de él tengo, de la atención con que me escucha; pero, si no es así, me parece que todo lo entiende con notable perspicacia y que sabe unir al amor entrañable de nuestra santa religión el aprecio de todas las cosas buenas que la civilización moderna nos ha traído. Me encantan, sobre todo, la sencillez, la sobriedad en hiperbólicas manifestaciones de sentimentalismo, la naturalidad, en suma, con que el señor vicario ejerce las más penosas obras de caridad. No hay desgracia que no remedie, ni infortunio que no consuele, ni humillación que no procure restaurar, ni pobreza a que no acuda solícito con un socorro.

      Para todo esto, fuerza es confesarlo, tiene un poderoso auxiliar en Pepita Jiménez, cuya devoción y natural compasivo siempre está él poniendo por las nubes.

      El carácter de esta especie de culto que el vicario rinde a Pepita, va sellado, casi se confunde con el ejercicio de mil buenas obras; con las limosnas, el rezo, el culto público y el cuidado de los menesterosos. Pepita no da sólo para los pobres, sino también para novenas, sermones y otras fiestas de iglesia. Si los altares de la parroquia brillan a veces adornados de bellísimas flores, estas flores se deben a la munificencia de Pepita, que las ha hecho traer de sus huertas. Si en lugar del antiguo manto, viejo y raído que tenía la Virgen de los Dolores, luce hoy un flamante y magnífico manto de terciopelo negro, bordado de plata, Pepita es quien lo ha costeado. Estos y otros tales beneficios el vicario está siempre decantándolos y ensalzándolos. Así es que cuando no hablo yo de mis miras, de mi vocación, de mis estudios, lo cual embelesa en extremo al señor vicario y le trae suspenso de mis labios, cuando es él quien habla y yo quien escucho, la conversación, después de mil vueltas y rodeos, viene a parar siempre en hablar de Pepita Jiménez. Y al cabo, ¿de quién me ha de hablar el señor vicario? Su trato con el médico, con el boticario, con los ricos labradores de aquí, apenas da motivo para tres palabras de conversación. Como el señor vicario posee la rarísima cualidad en un lugareño, de no ser amigo de contar vidas ajenas ni lances escandalosos, de nadie tiene que hablar sino de la


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