La Tierra de Todos. Висенте Бласко-Ибаньес

La Tierra de Todos - Висенте Бласко-Ибаньес


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estas, considerablemente alejadas, era donde vivía Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase á ser una ciudad de cierta importancia. En América no eran raros prodigios de esta clase.

      Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro ó en el cinematógrafo, sentía despertada su curiosidad por una fábula interesante.

      —Eso es vivir—decía—. Eso es llevar una existencia digna de un hombre.

      Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseración á su esposo, como si viese en él una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrecía en aquellos momentos.

      —Además, así es como se gana una gran fortuna. Yo sólo creo que son hombres los que alcanzan victorias en las guerras ó los capitanes del dinero que conquistan millones… Aunque mujer, me gustaría vivir esa existencia enérgica y abundante en peligros.

      Robledo, para evitar á su amigo las recriminaciones de un entusiasmo expresado por ella con cierta agresividad, habló de las miserias que se sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareció sentir menos admiración por la vida de aventuras, confesando al fin que prefería su existencia en París.

      —Pero me hubiera gustado—añadió con voz melancólica—que el hombre que fuese mi esposo viviera así, conquistando una riqueza enorme. Vendría á verme todos los años, yo pensaría en él á todas horas, é iría también alguna vez á compartir durante unos meses su vida salvaje. En fin, sería una existencia más interesante que la que llevamos en París; y al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca, como rara vez se ve en el viejo mundo.

      Se detuvo un instante, para añadir con gravedad, mirando á Robledo:

      —Usted parece que da poca importancia á la riqueza, y si la busca es por satisfacer su deseo de acción, por dar empleo á sus energías. Pero no sabe lo que es ni lo que representa. Un hombre de su temple tiene pocas necesidades. Para conocer lo que vale el dinero y lo que puede dar de sí, se necesita vivir al lado de una mujer.

      Volvió á mirar á Torrebianca, y terminó diciendo:

      —Por desgracia, los que llevan con ellos á una mujer carecen casi siempre de esa fuerza que ayuda á realizar sus grandes empresas á los hombres solitarios.

      Después de este almuerzo, durante el cual sólo se habló del poder del dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuentó la casa, como si perteneciese á la familia de sus dueños.

      —Le has sido muy simpático á Elena—decía Torrebianca—. ¡Pero muy simpático!

      Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese á un triunfo, no ocultando el disgusto que le habría producido verse obligado á escoger entre su esposa y su compañero de juventud, en el caso de mutua antipatía.

      Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible resistirse al poder de seducción que parecía emanar de su persona. Ella le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de su marido. Quería ser su iniciadora y maestra en la vida de París, dándole consejos para que no abusasen de su credulidad de recién llegado. Le acompañaba para que conociese los lugares más elegantes, á la hora del té ó por la noche, después de la comida.

      La expresión maligna y pueril á un mismo tiempo de sus ojos imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba á veces sus palabras hacían gran efecto en el colonizador.

      —Es una niña—se dijo muchas veces—; su marido no se equivoca. Tiene todas las malicias de las muñecas creadas por la vida moderna, y debe resultar terriblemente cara… Pero debajo de eso, que no es mas que una costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.

      Cuando no la veía y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se mostraba menos optimista, sonriendo con una admiración irónica de la credulidad de su amigo. ¿Quién era verdaderamente esta mujer, y dónde había ido Torrebianca á encontrarla?…

      Su historia la conocía únicamente por las palabras del esposo. Era viuda de un alto funcionario de la corte de los Zares; pero la personalidad del primer marido, con ser tan brillante, resultaba algo indecisa. Unas veces había sido, según ella, Gran Mariscal de la corte; otras, simple general, y el que verdaderamente podía ostentar una historia de heroicos antepasados era su propio padre.

      Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba amor y orgullo al mismo tiempo, hacía memoria de un sinnúmero de personajes de la corte rusa ó de grandes damas amantes de los emperadores, todos parientes de Elena; pero él no los había visto nunca, por estar muertos desde muchos años antes ó vivir en sus lejanas tierras, enormes como Estados.

      Las palabras de ella también alarmaban á Robledo. Nunca había estado en América, y sin embargo, una tarde, en un té del Ritz, le habló de su paso por San Francisco de California, cuando era niña. Otras veces dejaba rodar aturdidamente en el curso de su conversación nombres de ciudades remotas ó de personajes de fama universal, como si los conociese mucho. Nunca pudo saber con certeza cuántos idiomas poseía.

      —Los hablo todos—contestó Elena en español un día que Robledo le hizo esta pregunta.

      Contaba anécdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado á otras personas; pero lo hacía de tal modo, que el colonizador llegó algunas veces á sospechar si sería ella la verdadera protagonista.

      «¿Dónde no ha estado esta mujer?…—pensaba—. Parece haber vivido mil existencias en pocos años. Es imposible que todo eso haya podido ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.»

      Si intentaba explorar á su amigo para adquirir noticias, la fe de éste en el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura é inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguación. Pero llegó á adquirir la certeza de que su amigo sólo conocía la historia de Elena á partir del momento que la encontró por primera vez en Londres. Toda su existencia anterior la sabía por lo que ella había querido contarle.

      Pensó que Federico, al contraer matrimonio, habría tenido indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los documentos que exige la preparación de la ceremonia nupcial. Luego se vió obligado á desechar esta hipótesis. El casamiento había sido en Londres, uno de esos matrimonios rápidos como se ven en las cintas cinematográficas, y para el cual sólo son necesarios un sacerdote que lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados á la ligera.

      Acabó el español por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y él no tenía derecho á intervenir en la vida doméstica de los otros. Además, sus sospechas bien podían ser el resultado de su falta de adaptación—natural en un salvaje—al verse en plena vida de París.

      Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que él no había tratado nunca. Sólo al matrimonio de su amigo debía esta amistad extraordinaria, que forzosamente había de chocar con sus costumbres anteriores. A veces hasta encontraba lógico lo que momentos antes le había producido inmensa extrañeza. Era su ignorancia, su falta de educación, la que le hacía incurrir en tantas sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una confianza y una admiración iguales á las de Federico.

      Vivía en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradisíacas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en París; pero las más de sus comidas las hacía con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran éstos los que le invitaban á su mesa; otras los invitaba él á los restoranes más célebres.

      Además, Elena le hizo asistir á algunos tés en su casa, presentándolo á sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del «oso patagónico», como ella apodaba á Robledo, á pesar de las protestas de


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