Cuando la tierra era niña. Nathaniel Hawthorne
uno ahora mismito.
—¡Gracias, Capuchina!—dijo Eustaquio—. Tendrás el mejor de los cuentos que yo sea capaz de inventar, aunque sólo sea por haberme defendido tan bien contra esta perversa Primavera. Pero, niños, os he contado ya tantos cuentos de hadas, que me parece que no queda ninguno que no me hayáis oído por lo menos dos veces. Y temo que si vuelvo a repetir alguno de ellos, os vais a quedar dormidos de veras.
—¡No, no, no!—exclamaron Ojos azules, Bellorita, Girasol y otra media docena—. Los cuentos que más nos gustan son los que hemos oído dos o tres veces.
Y es verdad que los cuentos parecen aumentar de interés para los niños, no con una o dos, sino con innumerables repeticiones. Pero Eustaquio Bright, en la exuberancia de sus recursos, desdeñaba el aprovecharse de una ventaja que hubiese agradecido un narrador más viejo.
—Sería lástima—dijo—que un hombre de mis conocimientos (pasando por alto mi fantasía original) no pudiese encontrar cada día del año un cuento nuevo para chiquillos como vosotros. Os contaré uno de los que se inventaron para distracción de nuestra vieja abuela la Tierra, cuando era una chiquilla con refajito y delantal. Hay lo menos ciento, y me maravilla que hace mucho tiempo no se hayan puesto en libros de estampas para niñas y niños. En cambio, muchos sabios viejos, con largas barbas grises, se queman las pestañas leyéndolos en librotes llenos de polvo, escritos en griego, y se rompen los cascos queriendo adivinar cuándo y cómo y para qué se inventaron.
—Bueno, bueno, bueno, bueno, primo Eustaquio—exclamaron a una todos los chiquillos—: no hables más de tus cuentos, y empieza a contar.
—Sentaos todos—dijo Eustaquio—, y callad, porque a la primera interrupción, sea de la malvada Primavera, del infeliz Romero o de cualquier otro, daré un mordisco al cuento, y me tragaré el pedazo que falte por contar. Pero, en primer lugar, ¿alguno de vosotros sabe lo que es una Gorgona?
—Yo, sí—dijo Primavera.
—¡Pues, cállatelo!—replicó Eustaquio, que hubiese preferido que no hubiese sabido la chiquilla nada sobre el asunto—. Callad todos, y os contaré un cuento preciosísimo de la cabeza de una Gorgona.
Y así lo hizo, como podéis empezar a leer en la página siguiente.
LA CABEZA DE LA GORGONA
Perseo era hijo de Danae, que a su vez era hija de un rey. Y cuando Perseo era muy pequeño, unos malvados le pusieron con su madre en un arca y los lanzaron a las ondas. Sopló el viento fuertemente, y alejó el arca de la costa. Las ondas la sacudieron como si fuera una cáscara de nuez. Danae estrechó a su hijito entre sus brazos, temiendo por momentos que una ola mayor que las demás les sepultara para siempre en el fondo del Océano. El arca siguió, sin embargo, navegando, y no se hundió ni zozobró, hasta que al llegar la noche navegaba tan cerca de una isla, que se enredó entre las redes de un pescador y la sacaron con ellas a la costa. La isla se llamaba Serifo, y reinaba en ella el rey Polidectes, que era hermano del pescador que había recogido por casualidad en sus redes a los pobres náufragos.
Este pescador era hombre justo y compasivo. Trató con gran bondad a Danae y a su hijo, y continuó protegiéndoles hasta que Perseo llegó a ser un hermoso mancebo, fuerte y activo, y habilísimo en el manejo de las armas.
Mucho antes había visto el rey Polidectes a los dos extranjeros, madre e hijo, que en un arca frágil habían llegado a sus playas. No era Polidectes bueno y amable como su hermano el pescador, sino en extremo malvado, y resolvió enviar a Perseo a una empresa peligrosa, en la cual probablemente perdería la vida, y entonces, quedándose la madre sin defensa, podría él causarle algún daño grande. Con este fin, aquel rey de mal corazón pasó tiempo y tiempo pensando cuál sería la hazaña de más peligro que un joven pudiera emprender. Cuando, por fin, dió con una empresa que prometía tener el fatal resultado que deseaba, mandó llamar a Perseo.
El muchacho fué a palacio, y encontró al rey sentado en su trono.
—Perseo—dijo el rey Polidectes, sonriendo hipócritamente—, eres todo un buen mozo. Tú y tu excelente madre habéis recibido muchísimos favores, tanto míos como de mi hermano el pescador, y supongo que sentirás no poder pagar algunos de ellos.
—Con permiso de Vuestra Majestad—respondió Perseo—, arriesgaría con gusto mi vida por lograrlo.
—Muy bien; entonces—continuó el rey, siempre con la sonrisa en los labios—, tengo una aventura de poca monta que proponerte; y como eres un joven valiente y emprendedor, estoy seguro de que te alegrarás de tener tan buena ocasión de distinguirte. Debes saber, mi buen Perseo, que estoy en tratos para casarme con la hermosa princesa Hipodamia, y es costumbre, en ocasiones como ésta, regalar a la novia algo elegante y extraño, que haya tenido que irse a buscar muy lejos. Debo confesar que he estado bastante perplejo, sin saber dónde encontrar cosa capaz de agradar a princesa de gusto tan exquisito. Pero esta mañana me parece que he encontrado precisamente lo que necesitaba.
—¿Y puedo yo ayudar a Vuestra Majestad a conseguirlo?—exclamó Perseo con vehemencia.
—Puedes, si eres tan valiente como yo me figuro—repuso el rey Polidectes con la mayor astucia—. El regalo de boda que quiero ofrecer a la hermosa Hipodamia es la cabeza de la Gorgona Medusa, con sus cabellos de serpientes, y de ti depende el traerla, querido Perseo. Así es que como estoy deseando terminar los tratos para mi casamiento con la princesa, cuanto antes vayas en busca de la Gorgona, más me complacerás.
—Saldré mañana, por la mañana—respondió Perseo.
—Te ruego que lo hagas así, valiente joven—aseguró el rey—. Y al cortar la cabeza de la Gorgona, ten cuidado de dar el golpe limpio para no estropearla. La traerás aquí lo mejor acondicionada que sea posible, porque la princesa Hipodamia es muy delicada de gusto.
Perseo salió del palacio, y apenas había pasado la puerta, el rey Polidectes se echó a reir; le divertía mucho, tan malvado era, que el pobre muchacho hubiese caído en la trampa. Pronto corrió la noticia de que Perseo se había decidido a cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Todo el mundo se alegró al saberlo, porque casi todos los habitantes de la isla eran tan malvados como el mismo rey, y se hubiesen alegrado muchísimo de que les sucediese algún mal muy grande a Danae y a su hijo. Parece que el único hombre bueno en aquella desdichada isla de Serifo era el pescador. Cuando Perseo iba por la calle, las gentes le señalaban con el dedo y le hacían muecas de desprecio y le ridiculizaban, levantando la voz cuanto se atrevían.
—¡Ay!, ¡ay!—exclamaban—. Las serpientes de Medusa le van a morder lindamente.
Ahora bien; en aquel tiempo vivían tres Gorgonas, y eran los monstruos más extraños y terribles que hubieran existido desde que el mundo es mundo, y después no se ha visto ni se volverá a ver cosa más terrible que ellas. La verdad es que no sé por qué nombre de monstruo nombrarlas. Eran tres hermanas, y parece que tenían cierta remota semejanza con las mujeres; pero, en realidad, eran una temerosa y dañina especie de dragones. De veras es difícil imaginar qué espantosos seres eran las tres hermanas. Porque en vez de cabellos, tenía cada una en la cabeza cien serpientes enormes, vivas todas, que se retorcían, se enredaban, se enroscaban, sacando sus venenosas lenguas, ahorquilladas por la punta. Los dientes de las Gorgonas eran terriblemente largos. Las manos las tenían de bronce. Y el cuerpo cubierto de escamas, que si no eran de hierro, eran por lo menos tan duras e impenetrables como él. También tenían alas, y hermosísimas, os lo aseguro, porque todas las plumas eran de oro purísimo, brillante, centelleante, bruñido, y figuraos cómo resplandecería cuando las Gorgonas iban volando a la luz del sol.
Pero