Demonios privados. Byron Mural

Demonios privados - Byron Mural


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problemas con tus padres ―argumentó Aldo intentando salir de la piscina.

      ―Eres tan guapo como cobarde. Vete ―dijo ella dibujando en su rostro tristeza, impotencia y rabia mientras su cuñado se alejaba caminando entre el agua rumbo a la orilla de la enorme piscina de la mansión.

      Rania tocó la puerta y, después de que Sidi Farid, su padre, autorizara a que entrara, lo hizo. Estaba frente a su escritorio revisando papeles importantes.

      ―Entra, hija ―invitó.

      Rania entró y se sentó frente a él. Aún llevaba un poco mojado el diminuto traje de baño que hubiera sido impensable exhibir por una mujer en un país como del que Sidi Farid procedía, pero vivir en América había hecho que el viejo musulmán dejara pasar muchas cosas que parecían haram (pecado) para su cultura tradicional.

      ―Veo que estabas en la piscina ―indicó sonriendo con amor paternal.

      ―Sí, papi, estábamos con Aldo refrescándonos un poco.

      ―Ya veo. Hija, cuando Aldo, tu marido, asumió la presidencia de la Procesadora, lo hizo sabiendo que cuando tu hermano volviera, él cedería su puesto a mi hijo y, como sabes, Omar está a punto de regresar a esta casa y tal como le prometí, quiero que él sea el presidente. Te llamé porque quiero que vayas preparando el terreno con Aldo, quiero que entienda que su tiempo como presidente de Procesadora de Mariscos “Cairo” llegó prácticamente a su final. Omar se encargará de todo, y cuando digo todo… es todo. Yo hablaré con tu marido, porque necesito que él le enseñe todo lo relacionado con la procesadora, cómo manejarla y cómo presidirla de una manera adecuada. Es su deber y así lo hará; por lo pronto, en vuestras charlas debajo de las sábanas, cuéntale lo que te he dicho y hazle saber que es hora de que mi hijo Omar se encargue de la fortuna familiar.

      Rania suspiró. Aunque sabía que ese momento llegaría, no quería tener un enfrentamiento tan pronto con su marido, pero confiaba en que Aldo entendiera lo que su padre quería.

      ―Está bien, papá, yo me encargo de que mi marido se prepare mentalmente para dejar la presidencia. Papá, ¿crees que mi hermano me guarda algún rencor?

      ―Mi habiba (mi amor), ¿cómo se te ocurre?, Omar es tu hermano, y no fue culpa tuya que él fuera a ese internado, fue mi decisión. En todo caso al que debería odiar es a mí, no a ti. Relájate, cuando llegue tu hermano te darás cuenta de que Omar maduró en la escuela. Alá hará que la armonía reine en esta casa.

      ―Solo espero que no te equivoques, papá. Si ya no me necesitas para nada, me retiro.

      Rania entró en su cuarto y vio a su marido secándose la cabeza con una toalla, aún sentía su corazón latir al verlo y por un instante sintió miedo de perderlo.

      ―Pensé que seguías en la piscina.

      ―No, amor, vine a dormir un poquito, el viaje fue agotador.

      ―Está bien, toma tu siesta, luego te cuento para qué quería verme papá.

      ―Apuesto a que quiere que yo deje la presidencia ―dijo acertando por completo, tiró la toalla sobre la cama y se acercó a su esposa.

      ―Exacto, pero toma tu siestecita que luego te cuento bien lo que me dijo.

      Maité estaba en su habitación aplicándose crema en las piernas mientras hablaba por teléfono con su novio.

      ―Sí, amor, quiero que vengas a cenar esta noche con nosotros. Rania volvió de Egipto con mi cuñado y papá insiste en celebrar el regreso, y ya que tú y yo quedamos que esta noche íbamos a salir, pues se me ocurre que puedes venir a casa y sirve para que por fin formalicemos, al menos con la bendición de nuestros padres… ¿sí?

      Aquella noche fue quizá la más incómoda para Gabriel y la más apropiada para Maité para por fin amarrarlo; cuando aquel estacionó el auto en las afueras de la mansión de la familia Tafur, vio a su novia al pie de las escaleras de la entrada. Bajó de su auto y cruzó el jardín frontal. Se veía hermosa la chica, con un vestido gris corto, escandaloso para la visión musulmana de Sidi Farid, pero muy a la moda para el mundo occidental. Ella bajó las escaleras hasta llegar a donde estaba su querido Gabriel. El muchacho iba vestido elegante, pero sin llegar tanto a lo formal: una camisa azul con un saco gris, pantalones del mismo color y unos adecuados zapatos formales negros. A pesar de su vestimenta, se notaba que hacía ejercicio, pues su complexión atlética era parte de lo que tanto amaba la millonaria jovencita.

      ―Hola, amor ―dijo ella sonriéndole mientras se acercaba y abría sus brazos para recibir un saludo afectuoso de su pareja.

      ―Te ves hermosa, mi vida ―dijo él perdiéndose entre los cálidos brazos de la rica heredera de los musulmanes como les llamaban en Costa Asunción.

      ―¿Entramos? ―preguntó Maité enredando sus brazos en los de Gabriel. Este dio un suspiro, como preparándose para entrar a un laberinto del cual quizá no saldría jamás.

      ―Entramos ―contestó el muchacho decidido.

      Sidi Farid y su esposa estaban en la sala muy elegantemente vestidos, esperando que bajaran los recién casados. Entraron entonces Maité y Gabriel. El joven enamorado de la hija menor de los Tafur se quedó estupefacto al ver por dentro los lujos con los que vivía su pareja. Un nudo se le hizo en la garganta, ¿Cómo podría él hacer que la princesa que llevaba del brazo pasara a ser una cenicienta? ¿Estaría en realidad Maité tan enamorada de él que cambiaría la vida de lujos y extravagancia que llevaba para vivir como una chica en un barrio lleno de mugre y desorden? Ni siquiera tuvo tiempo de contestarse esas preguntas.

      ―Papá, mamá, les presento a Gabriel, mi novio.

      Este se acercó a doña Magali y besando su mano saludó:

      ―Mucho gusto, señora.

      ―Bienvenido, muchacho.

      ―Él es mi padre. Sidi Farid.

      Gabriel se volteó y vio al viejo Farid sentado en una silla de ruedas, no importaba su estado, lucía muy elegante.

      ―¿Sidi Farid? ―preguntó el joven sin tener claro su significado.

      ―Sidi, significa “don” en árabe ―dijo él muy serio.

      ―Sí, perdón, Sidi, por un instante lo olvidé. Un placer conocerlo ―saludó extendiendo la mano.

      Sidi Farid también extendió su mano y la estrechó con el joven que muy probablemente se convertiría en su otro yerno.

      ―Bienvenido. ¿De qué familia eres muchacho? ―preguntó interesado por saber con quién se emparentarían.

      ―De la familia Izaguirre, señor ―contestó sonriendo el muchacho.

      ―¿Los dueños de los cruceros?

      ―Así es, señor.

      ―Siéntate, por favor―dijo el viejo soltándolo e indicándole que se sentara en el sofá junto a su hija―. Cuéntame más de ti.

      Gabriel se colocó junto a su prometida y, después de una mirada fugaz a su suegra y a su novia, inició su falso argumento:

      ―Soy el hijo mayor de la familia, administro todo lo relacionado con los cruceros y tengo a mi cargo prácticamente toda la empresa. Mi padre se retiró hace unos meses.

      El viejo Farid miró a su hija y con tono dulce le dijo:

      ―Maité, ordena un té para todos.

      ―Permiso, ahora lo traerán ―dijo la joven levantándose del sofá y dejando solo al muchacho con sus futuros suegros. El temor se apoderó de Gabriel. Sabía que los Tafur eran una familia rica y poderosa, pero cualquier chisme exagerado de barrio era poco para lo que sus ojos veían.

      Luego de que su hija saliera de la sala, el viejo Farid miró al joven intimidado por su presencia.


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