La Regenta. Leopoldo Alas
—Si se pudiera ver—interrumpió la esposa del señor Infanzón.
Este fulminó terrible mirada de reprensión conyugal y rectificó diciendo:
—Luciría más... si no estuviera un poquito ahumado.... Tal vez la cera... el incienso....
—No señor; ¡qué ahumado!—respondió el sabio, sonriendo de oreja a oreja—. Eso que usted cree obra del humo es la pátina; precisamente el encanto de los cuadros antiguos.
—¡La pátina!—exclamó el del pueblo convencido—. Sí, es lo más probable. Y se juró, en llegando a Palomares, mirar el diccionario para saber qué era pátina.
En aquel momento el Magistral se acercaba a saludar a don Saturno; reconoció a Obdulia y se inclinó sonriente; pero menos sonriente que al saludar a Bermúdez. Después dobló la cabeza y parte del cuerpo ante los de Palomares que le fueron presentados por el sabio.
—El señor don Fermín de Pas, Magistral y provisor de la diócesis....
—¡Oh! ¡oh! ¡ya! ¡ya!—exclamó Infanzón que hacía mucho admiraba de lejos al señor Magistral. La señora del lugareño manifestó deseos de besar la mano del Provisor, pero la mirada del marido la contuvo otra vez, y no hizo más que doblar las rodillas como si fuera a caerse. El Magistral hablaba en voz alta de modo que sus palabras resonaban en las bóvedas y los demás con el ejemplo se arrimaron también a gritar. Pronto las carcajadas de Obdulia Fandiño, frescas, perladas, como las llamaba don Saturno, llenaron el ambiente, profanado ya con el olor mundano de que había infestado la sacristía desde el momento de entrar. Era el olor del billete, el olor del pañuelo, el olor de Obdulia con que el sabio soñaba algunas veces. Mezclado al de la cera y del incienso le sabía a gloria al anticuario, cuyo ideal era juntar así los olores místicos y los eróticos, mediante una armonía o componenda, que creía él debía de ser en otro mundo mejor la recompensa de los que en la tierra habían sabido resistir toda clase de tentaciones.
Obdulia, que disimulaba mal su aburrimiento mientras se hablaba de cuadros, ojivas, arcos peraltados, dovelas y otras tonterías que no había entendido nunca, se animó con la presencia del Magistral de quien era hija de confesión, por más que él había procurado varias veces entregarla a don Custodio, hambriento de esta clase de presas. Aquella mujer le crispaba los nervios a don Fermín; era un escándalo andando. No había más que notar cómo iba vestida a la catedral. «Estas señoras desacreditan la religión». Obdulia ostentaba una capota de terciopelo carmesí, debajo de la cual salían abundantes, como cascada de oro, rizos y más rizos de un rubio sucio, metálico, artificial. ¡Ocho días antes el Magistral había visto aquella cabeza a través de las celosías del confesonario completamente negra! La falda del vestido no tenía nada de particular mientras la dama no se movía; era negra, de raso. Pero lo peor de todo era una coraza de seda escarlata que ponía el grito en el cielo. Aquella coraza estaba apretada contra algún armazón (no podía ser menos) que figuraba formas de una mujer exageradamente dotada por la naturaleza de los atributos de su sexo. ¡Qué brazos! ¡qué pecho! ¡y todo parecía que iba a estallar! Todo esto encantaba a don Saturno mientras irritaba al Magistral, que no quería aquellos escándalos en la iglesia. Aquella señora entendía la devoción de un modo que podría pasar en otras partes, en un gran centro, en Madrid, en París, en Roma; pero en Vetusta no. Confesaba atrocidades en tono confidencial, como podía referírselas en su tocador a alguna amiga de su estofa. Citaba mucho a su amigo el Patriarca y al campechano obispo de Nauplia; proponía rifas católicas, organizaba bailes de caridad, novenas y jubileos a puerta cerrada, para las personas decentes... ¡mil absurdos! El Magistral le iba a la mano siempre que podía, pero no podía siempre. Su autoridad, que era absoluta casi, no conseguía sujetar aquel azogue que se le marchaba por las junturas de los dedos. La doña Obdulita le fatigaba, le mareaba. ¡Y ella que quería seducirle, hacerle suyo como al obispo de Nauplia, aquel prelado tan fino que no se separaba de ella cuando vivieron en el hotel de la Paix, en Madrid, tabique en medio! Las miradas más ardientes, más negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores eran para De Pas; los adoradores de la viuda lo sabían y le envidiaban. Pero él maldecía de aquel bloqueo.
—«Necia, ¿si creerá que a mí se me conquista como a don Saturno?».
A pesar de esta cordial antipatía, siempre estaba afable y cortés con la viuda, porque en este punto no distinguía entre amigos y enemigos. Era menester que una persona estuviese debajo de sus pies, aplastada, para que don Fermín no usase con ella de formas irreprochables. La urbanidad era un dogma para el Magistral lo mismo que para Bermúdez, pero sacaban de ella muy diferente partido.
Mientras se hablaba de lo mucho bueno que había en la catedral y el lugareño se pasmaba y su señora repetía aquellas admiraciones, Obdulia se miraba como podía, en las altas cornucopias.
El Magistral se despidió. No podía acompañar a aquellas señoras, lo sentía mucho... pero le esperaba la obligación... el coro. Todos se inclinaron.
—Lo primero es lo primero—dijo el de Palomares, aludiendo a la Divinidad y haciendo una genuflexión (no se sabe si ante la Divinidad o ante el Provisor.)
Afortunadamente, según don Fermín, nada les serviría su inutilidad, mientras que Bermúdez era una crónica viva de las antigüedades vetustenses.
Don Saturno estiró las cejas y dio señales de querer besar el suelo; después miró a Obdulia con mirada seria, penetrante, como con una sonda, como diciéndole:
—Ya lo oyes; soy yo, el primer anticuario de Vetusta, según la opinión del mejor teólogo, quien se declara esclavo tuyo. Todo esto quiso decir con los ojos; pero ella no debió de entenderlo, porque se despidió del Magistral dejándole el alma, por conducto de las pupilas, entre los pliegues amplios y rítmicos del manteo. De este se despojó don Fermín, después de acercarse a un armario y muy gravemente vistió el ajustado roquete, la señoril muceta y la capa de coro.
—¡Qué guapo está!—dijo desde lejos Obdulia, mientras los lugareños admiraban con la fe del carbonero otro cuadro que alababa don Saturnino.
Dieron vuelta a toda la sacristía. Cerca de la puerta había algunos cuadros nuevos que eran copias no mal entendidas de pintores célebres. A la Infanzón debieron de agradarle más que las maravillas de Cenceño, sin duda porque se veían mejor. Pero su prudente esposo, considerando que Bermúdez pasaba con afectado desdén delante de aquellos vivos y flamantes colores, dio un codazo a su mujer para que entendiera que por allí se pasaba sin hacer aspavientos. Entre aquellos cuadros había una copia bastante fiel y muy discretamente comprendida del célebre cuadro de Murillo San Juan de Dios, del Hospital de incurables de Sevilla. A la señora de pueblo le llamó la atención la cabeza del santo, que desde que se ve una vez no se olvida.
—¡Oh, qué hermoso!—exclamó sin poder contenerse.
Miró don Saturno con sonrisa de lástima y dijo:
—Sí, es bonito; pero muy conocido.
Y volvió la espalda a San Juan, que llevaba sobre sus hombros al pordiosero enfermo, entre las tinieblas.
El señor Infanzón dio un pellizco a su mujer; se puso muy colorado y en voz baja la reprendió de esta suerte:
—Siempre has de avergonzarme. ¿No ves que eso no tiene... pátina?
Salieron de la sacristía.—Por aquí—dijo Bermúdez señalando a la derecha; y atravesaron el crucero no sin escándalo de algunas beatas que interrumpieron sus oraciones para descoser y recortar la coraza de fuego de Obdulia. La falda de raso, que no tenía nada de particular mientras no la movían, era lo más subversivo del traje en cuanto la viuda echaba a andar. Ajustábase de tal modo al cuerpo, que lo que era falda parecía apretado calzón ciñendo esculturales formas, que así mostradas, no convenían a la santidad del lugar.
—Señores, vamos a ver el Panteón de los Reyes—murmuró muy quedo el arqueólogo, que iba ya preparando sendos trocitos de su Vetusta Goda y de su Vetusta Cristiana. Y en honor de la verdad se ha de decir que un rey se le iba y otro se le