La Regenta. Leopoldo Alas
como en esta las dimensiones, terminando la lectura con el desconsuelo de no tener por delante otra derivación de los mismos sucesos y nueva salida o reencarnación de los propios personajes.
Desarróllase la acción de La Regenta en la ciudad que bien podríamos llamar patria de su autor, aunque no nació en ella, pues en Vetusta tiene Clarín sus raíces atávicas y en Vetusta moran todos sus afectos, así los que están sepultados como los que risueños y alegres viven, brindando esperanzas; en Vetusta ha transcurrido la mayor parte de su existencia; allí se inició su vocación literaria; en aquella soledad melancólica y apacible aprendió lo mucho que sabe en cosas literarias y filosóficas: allí estuvieron sus maestros, allí están sus discípulos. Más que ciudad, es para él Vetusta una casa con calles, y el vecindario de la capital asturiana una grande y pintoresca familia de clases diferentes, de varios tipos sociales compuesta. ¡Si conocerá bien el pueblo! No pintaría mejor su prisión un artista encarcelado durante los años en que las impresiones son más vivas, ni un sedentario la estancia en que ha encerrado su persona y sus ideas en los años maduros. Calles y personas, rincones de la Catedral y del Casino, ambiente de pasiones o chismes, figures graves o ridículas pasan de la realidad a las manos del arte, y con exactitud pasmosa se reproducen en la mente del lector, que acaba por creerse vetustense, y ve proyectada su sombra sobre las piedras musgosas, entre las sombras de los transeúntes que andan por la Encimada, o al pie de la gallardísima torre de la Iglesia Mayor.
Comienza Clarín su obra con un cuadro de vida clerical, prodigio de verdad y gracia, sólo comparable a otro cuadro de vida de casino provinciano que más adelante se encuentra. Olor eclesiástico de viejos recintos sahumados por el incienso, cuchicheos de beatas, visos negros de sotanas raídas o elegantes, que de todo hay allí, llenan estas admirables páginas, en las cuales el narrador hace gala de una observación profunda y de los atrevimientos más felices. En medio del grupo presenta Clarín la figura culminante de su obra: el Magistral don Fermín de Pas, personalidad grande y compleja, tan humana por el lado de sus méritos físicos, como por el de sus flaquezas morales, que no son flojas, bloque arrancado de la realidad. De la misma cantera proceden el derrengado y malicioso Arcediano, a quien por mal nombre llaman Glocester, el Arcipreste don Cayetano Ripamilán, el beneficiado D. Custodio, y el propio Obispo de la diócesis, orador ardiente y asceta. Pronto vemos aparecer la donosa figura de D. Saturnino Bermúdez, al modo de transición zoológica (con perdón) entre el reino clerical y el laico, ser híbrido, cuya levita parece sotana, y cuya timidez embarazosa parece inocencia: tras él vienen las mundanas, descollando entre ellas la estampa primorosa de Obdulia Fandiño, tipo feliz de la beatería bullanguera, que acude a las iglesias con chillonas elegancias, descotada hasta en sus devociones, perturbadora del personal religioso. La vida de provincias, ofreciendo al coquetismo un campo muy restringido, permite que estas diablesas entretengan su liviandad y desplieguen sus dotes de seducción en el terreno eclesiástico, toleradas por el clero, que a toda costa quiere atraer gente, venga de donde viniere, y congregarla y nutrir bien los batallones, aunque sea forzoso admitir en ellos para hacer bulto lo peor de cada casa.
Por fin vemos a doña Ana Ozores, que da nombre a la novela, como esposa del ex-regente de la Audiencia D. Víctor Quintanar. Es dama de alto linaje, hermosa, de estas que llamamos distinguidas, nerviosilla, soñadora, con aspiraciones a un vago ideal afectivo, que no ha realizado en los años críticos. Su esposo le dobla la edad: no tienen hijos, y con esto se completa la pintura, en la cual pone Clarín todo su arte, su observación más perspicaz y su conocimiento de los escondrijos y revueltas del alma humana. Doña Ana Ozores tiene horror al vacío, cosa muy lógica, pues en cada ser se cumplen las eternas leyes de Naturaleza, y este vacío que siente crecer en su alma la lleva a un estado espiritual de inmenso peligro, manifestándose en ella una lucha tenebrosa con los obstáculos que le ofrecen los hechos sociales, consumados ya, abrumadores como una ley fatal. Engañada por la idealidad mística que no acierta a encerrar en sus verdaderos términos, es víctima al fin de su propia imaginación, de su sensibilidad no contenida, y se ve envuelta en horrorosa catástrofe.... Pero no intentaré describir en pocas palabras la sutil psicología de esta señora, tan interesante como desgraciada. En ella se personifican los desvaríos a que conduce el aburrimiento de la vida en una sociedad que no ha sabido vigorizar el espíritu de la mujer por medio de una educación fuerte, y la deja entregada a la ensoñación pietista, tan diferente de la verdadera piedad, y a los riesgos del frívolo trato elegante, en el cual los hombres, llenos de vicios, e incapaces de la vida seria y eficaz, estiman en las mujeres el formulismo religioso como un medio seguro de reblandecer sus voluntades.... Los que leyeron La Regenta cuando se publicó, léanla de nuevo ahora; los que la desconocen, hagan con ella conocimiento, y unos y otros verán que nunca ha tenido este libro atmósfera de oportunidad como la que al presente le da nuestro estado social, repetición de las luchas de antaño, traídas del campo de las creencias vigorosas al de las conciencias desmayadas y de las intenciones escondidas.
No referiré el asunto de la obra capital de Leopoldo Alas: el lector verá cómo se desarrolla el proceso psicológico y por qué caminos corre a su desenlace el problema de doña Ana de Ozores, el cual no es otro que discernir si debe perderse por lo clerical o por lo laico. El modo y estilo de esta perdición constituyen la obra, de un sutil parentesco simbólico con la historia de nuestra raza. Verá también el lector que Clarín, obligado en el asunto a escoger entre dos males, se decide por el mal seglar, que siempre es menos odioso que el mal eclesiástico, pues tratándose de dar la presa a uno de los dos diablos que se la disputan, natural es que sea postergado el que se vistió de sotana para sus audaces tentaciones, ultrajando con su vestimenta el sacro dogma y la dignidad sacerdotal. Dejando, pues, el asunto a la curiosidad y al interés de los lectores, sólo mencionaré los caracteres, que son el principal mérito de la obra, y lo que le da condición de duradera. La de Ozores nos lleva como por la mano a D. Álvaro de Mesía, acabado tipo de la corrupción que llamamos de buen tono, aristócrata de raza, que sabe serlo en la capital de una región histórica, como lo sería en Madrid o en cualquier metrópoli europea; hombre que posee el arte de hacer amable su conducta viciosa y aun su tiranía caciquil. ¡Con que admirable fineza de observación ha fundido Alas en este personaje las dos naturalezas: el cotorrón guapo de buena ropa y el jefe provinciano de uno de estos partidos circunstanciales que representan la vida presente, el poder fácil, sin ningún ideal ni miras elevadas! Ambas naturalezas se compenetran, formando la aleación más eficaz y práctica para grandes masas de distinguidos, que aparentan energía social y sólo son materia inerte que no sirve para nada.
De D. Álvaro, fácil es pasar a la gran figura del Magistral D. Fermín de Pas, de una complexión estética formidable, pues en ella se sintetizan el poder fisiológico de un temperamento nacido para las pasiones y la dura armazón del celibato, que entre planchas de acero comprime cuerpo y alma. D. Fermín es fuerte, y al mismo tiempo meloso; la teología que atesora en su espíritu acaba por resolvérsele en reservas mundanas y en transacciones con la realidad física y social. Si no fuera un abuso el descubrir y revelar simbolismos en toda obra de arte, diría que Fermín de Pas es más que un clérigo, es el estado eclesiástico con sus grandezas y sus desfallecimientos, el oro de la espiritualidad inmaculada cayendo entre las impurezas del barro de nuestro origen. Todas las divinidades formadas de tejas abajo acaban siempre por rendirse a la ley de la flaqueza, y lo único que a todos nos salva es la humildad de aspiraciones, el arte de poner límites discretos al camino de la imposible perfección, contentándonos con ser hombres en el menor grado posible de maldad, y dando por cerrado para siempre el ciclo de los santos. En medio de sus errores, Fermín de Pas despierta simpatía, como todo atleta a quien se ve luchando por sostener sobre sus espaldas un mundo de exorbitante y abrumadora pesadumbre. Hermosa es la pintura que Alas nos presenta de la juventud de su personaje, la tremenda lucha del coloso por la posición social, elegida erradamente en el terreno levítico, y con él hace gallarda pareja la vigorosa figura de su madre, modelada en arcilla grosera, con formas impresas a puñetazos. Las páginas en que esta mujer medio salvaje dirige a su cría por el camino de la posición con un cariño tan rudo como intenso y una voluntad feroz, son de las más bellas de la obra.
Completan el admirable cuadro de la humanidad vetustense el D. Víctor Quintanar, cumplido caballero con vislumbres calderonianas, y su compañero de empresas cinegéticas