E-Pack Deseos Chicos Malos 2 - abril 2020. Varias Autoras
entraba en su calle, un idiota en un coche rojo cambió de carril sin poner el intermitente y luego pisó bruscamente el freno delante del edificio de Danielle.
Flynn pisó el freno a su vez y salió del Mercedes, indignado.
Pero era Danielle quien iba sentada en el asiento del pasajero. Reconocería su perfil en cualquier parte.
Enseguida vio al tipo que iba con ella, el brazo tatuado fuera de la ventanilla. Parecía recién salido de la cárcel y el vehículo debía haber visto muchas borracheras. El maletero tenía un enorme arañazo y sobre la rueda izquierda había una abolladura del tamaño de un campo de fútbol. Y había un cartel de «se vende» en la ventanilla trasera…
¿Qué vería Danielle en aquel hombre? ¿Y por qué querría comprar un coche como aquel? Vivía en un lujoso ático con una fantástica vista del puerto y el mar de Timor…
Entonces lo entendió. Danielle había sabido que iría a verla aquella tarde y lo había preparado todo para darle pena. Seguramente pensaría que así iba a cazarlo. Flynn apretó los dientes. Pues tenía tantas posibilidades de cazarlo como de que nevase allí, en Darwin.
Iba a arrancar de nuevo cuando recordó la promesa que le había hecho a Connie. Si volvía al despacho sin hablar con Danielle, su ayudante se despediría y él tardaría meses en encontrar a alguien tan eficiente. Además, la echaría de menos.
Justo entonces Danielle abrió la puerta del coche. Contra su voluntad, el pulso de Flynn se aceleró al ver unas elegantes sandalias blancas que pegarían más en un Mercedes que en aquel cacharro. Pero fue el tambaleante tipejo que salía del coche lo que llamó su atención.
Allí estaba pasando algo.
Algo no estaba bien.
El instinto le dijo que aquello no era parte del plan de Danielle.
Danielle se llevó una mano al estómago, como para comprobar que seguía allí y no lo había perdido en la autopista. Y, para rematar la faena, el tal Turbo le había dado un susto de muerte cambiando de carril repentinamente para frenar de golpe frente a su edificio.
Por nada del mundo compraría aquel coche, por muy barato que fuera. No iba a gastarse parte de sus preciosos ahorros para llevar a su niño en una bomba de relojería. Prefería tomar el autobús, como había hecho hasta aquel momento, para ayudar a Angie en la boutique. Claro que cuando tuviese el niño tendría que parar antes en la guardería…
–Lo siento, pero esto no es lo que estaba buscando –se disculpó.
–Podría rebajarle doscientos dólares –dijo el chico, sin disimular su desesperación.
Danielle no quería pensar para qué necesitaría el dinero. Había algo en él que le resultaba profundamente desagradable. Desde luego, había hecho una tontería subiendo al coche con aquel desconocido, aunque Angie le hubiera dicho que era amigo de un amigo.
–No es lo que busco, Turbo.
–Pero me dijo…
–La señora no está interesada –oyó entonces una voz masculina. Danielle volvió la cabeza y se encontró de frente con Flynn Donovan, con cara de pocos amigos.
Turbo cerró la boca al ver a Flynn. De repente, el chico parecía más delgado, más bajito.
A Danielle casi le dio pena entonces. Los tatuajes, el piercing y el diente que le faltaba no eran más que un disfraz para que la gente no se fijase en su cara cubierta de acné y en su aspecto enclenque.
Flynn dio un amenazador paso adelante y el chico lo miró, asustado. ¿No se daba cuenta de que no era más que un crío?
–Flynn, no…
–Olvídelo, señora –la interrumpió Turbo, arrancando a toda prisa y dejando atrás una estela de humo negro.
–No hacía falta que hiciera eso –suspiró Danielle.
–Yo creo que sí.
–Yo podría haberlo solucionado. No era peligroso.
–¿Ah, no? Puede que ya no te acuerdes, pero estás embarazada.
–Sé cuáles son las partes más sensibles de un hombre, no se preocupe.
–Evidentemente –murmuró Flynn, deslizando la mirada desde el ajustado top de flores a los pantalones pirata blancos.
–Señor Donovan, que esté embarazada no significa que no pueda defenderme sola.
–Me alegra saberlo.
Ella dejó escapar un suspiro.
–Ah, claro. Es usted uno de esos hombres que siempre interfieren en los asuntos de las mujeres. Pues le agradecería que, en el futuro, se metiera en sus cosas.
–Eso pienso hacer. Después de esto –dijo Flynn, tomándola del brazo.
–¿Qué hace?
–Apartarte de la calle para que no te pille un coche.
Danielle estaba a punto de replicar con alguna ironía, pero de repente empezó a sentirse mal. Se le doblaron las piernas y se le iba la cabeza… y tuvo que agarrarse a Flynn.
–¿Danielle?
–Estoy bien… es que me he mareado un poco…
–Vamos arriba.
Tomándola en brazos, Flynn marcó el código de seguridad que había memorizado en su última visita y entró en el edificio. Una vez en su apartamento, la dejó suavemente sobre el sofá.
–No te muevas –murmuró, sacando el móvil del bolsillo.
–¿Qué hace?
–Llamar al médico.
–¿Por qué? No hace falta, estoy bien –Danielle intentó incorporarse, pero Flynn se lo impidió.
–Necesitas atención médica –insistió, ayudándola a sentarse. No pesaba nada, ni siquiera con el niño creciendo dentro de ella…
–Ha sido el humo del coche, nada más.
¿Cómo podía tomárselo con tanta tranquilidad? No quería ni pensar lo que podría haber pasado de no haber estado él allí. Nadie la habría oído gritar si aquel matón hubiera decidido hacerle daño.
–Has arriesgado tu vida tontamente.
–Un amigo mío me dio su nombre…
–¿Ah, sí? Genial. Así la policía habría sabido a quién buscar cuando encontrasen tu cuerpo. Eso si los cocodrilos no se lo hubieran comido antes.
–¿Ha pensado alguna vez escribir cuentos para niños? –le preguntó Danielle, irónica.
–La gente no va por ahí con un tatuaje en la frente que dice «cuidado: asesino».
–Si me hubiera sentido amenazada no habría ido con él. Tengo que proteger a mi hijo.
Flynn miró la mano que había puesto sobre su estómago y tragó saliva.
–Ese tipo no habría aceptado un no por respuesta.
–Sí, bueno… ¿vas a decirme qué haces aquí, Flynn?
Absorto en sus pensamientos, oír que Danielle pronunciaba su nombre de pila hizo que levantara la cabeza.
–He venido a darte algo.
–¿Ah, sí?
Flynn sacó los documentos del bolsillo de la chaqueta.
–Considera el préstamo pagado. Ya no me debes doscientos mil dólares.
–No lo entiendo.
–Claro que lo entiendes. La carta, los cheques, esa chatarra de coche… estabas intentando buscar mi compasión. ¿Por qué no lo admites?
–¿Qué?