La extracción de la piedra picaresca. Joaquín Peón Iñiguez

La extracción de la piedra picaresca - Joaquín Peón Iñiguez


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      Para el pícaro Santi, por su alegría de niño.

      La llevo siempre conmigo.

      No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que te la trocarán al despabilar de una vela. Guarda el naipe de tocamientos, raspados o bruñidos, cosa con que se conocen los azares. Y por si fueres pícaro, letor, advierte que, en cocinas y caballerizas, pican con un alfiler u doblan los azares, para conocerlos por lo hendido. Si tratares con gente honrada, guárdate del naipe, que desde la estampa fue concebido en pecado, y que, con traer atravesado el papel, dice lo que viene. No te fíes de naipe limpio, que, al que da vista y retén, lo más jabonado es sucio.

      QUEVEDO

       1. EVIDENCIA CIRCUNSTANCIAL

      Señoras y señores del jurado, su máxima señoría, imberbe mecanógrafo y añoso policía que resguarda la puerta al juzgado: mi cliente jamás afanó la susodicha alhaja de Leningrado. Si van a imputar crímenes en su contra, que no son sino calumnias desfachatadas, quisiera someter como evidencia circunstancial el relato de su propia vida.

      Esta es la historia de un pícaro que nació en cuna robada y nunca tuvo más talento que la travesura. Hizo su rutina bajo la carpa oscura, recorrió la cuerda floja con dos zapatos izquierdos.

      Esta es la historia del payaso que hace cucurucú. No es el primer payaso en una isla desierta.

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      Mi cliente no es de los que fueron asentados con delicadeza en el arenero del tiempo, él fue arrojado con fuerza, hasta las profundidades, y remó como pudo, como se le fue ocurriendo, en una dirección que todavía desconoce.

      No nació en casa de tres pisos, producto de un matrimonio amoroso, atento; ni siquiera participó en la rifa. Creció sin libros ni madre que leyera en la mecedora, lo obligara a hacer tarea o lo despertara en días de escuela. Su único y mejor pastel de cumpleaños fue una dona con una colilla enterrada. A ustedes, acompañantes en este viaje en burro por su vida, ¿les advirtieron que no es pertinente faltarle el respeto a las autoridad? A él no. Su padre decía que las monjas parecen pingüinos frígidos y su madre opinaba que el maestro de Matemáticas tenía todos los dígitos de Pi atorados en el culo. En lugar de adiestrarlo en religión, su papá le dijo que todos los puentes deben ser quemados si ese es el precio de la libertad.

      Piter Pérez, que se llama así porque el señor quería que de grande fuera como el hombre araña, desconoce las matinés familiares de domingo, la hora de dormir. Su padre no salía los sábados a lavar su carro, en primera instancia porque nunca tuvo disciplina, en segunda porque nunca tuvo carro aunque a veces se veía en la necesidad de pretender que sí.

      No había chimeneas ni ventanales ni objetos decorativos. Su madre y él compraban ropa vieja en los tianguis y a veces jugaban a ser las personas que las usaron antes. Lo dormían con chistes crueles, en lugar de canciones de cuna, y le gustaba. Nunca tuvo el perro idiota que siempre quiso. Su familia, si acaso caótica, irresponsable, incluso criminal, siempre se supo defender de las imposiciones modernas con alegría. A él lo amamantaron con bromas y fiesta, y jamás se les ocurrió castigarlo.

      Una sola vez se sentó su padre a hacer la tarea con él y al día siguiente lo suspendieron porque, según el director, la estafa como una de las bellas artes no era un tema pertinente para la clase de Biología. Su madre nunca preparó limonada para sus amigos, pero una vez la encontraron en el acto de bailar cumbias en calzones, sobre el sofá, mientrás sorbía directo de una jarra de ron y refresco de uva. De niño se bañaba una vez a la semana y a nadie le importaba. No llegó a terminar la secundaria, es un ser sin certificaciones.

      Desde que tiene memoria discute a la menor provocación, nada más por el gusto del desacuerdo. A él le enseñaron que solo existe un camino, el más fácil. Es disciplinado como el viento primigenio.

      Y todo, al principio, le parecía normal, como si el resto de los niños tuvieran que esconderse o salir corriendo cada vez que paseaban con sus padres por la ciudad. Pero pudo ser peor, pudo nacer en la cuna de una familia como de la televisión. Y sería una persona horrible, pero legítima, como las de televisión.

      Sin embargo, a cambio de esas carencias, de las condiciones del tablero de juego, le fue concedido el don de la travesura y con eso le bastó para darle sentido a sus días.

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      Fue un niño no deseado, lo supo antes de enterarse que la Tierra es redonda. Es lo que a voces se conoce como «una bendición» y a cuchicheos como «un error». Gracias a que sus padres desentendían cualquier pudor, no escatimaron a la hora de relatarle una y otra vez la historia de su concepción.

      Sucedió una noche cálida y despejada, con fragancia embotellada a jazmín, presta a todas las posibilidades, en el inmundo baño de una estación de camiones en las afueras de la ciudad. Contaba su madre que en el viaje de ida le tocó sentarse junto a un hombre mayor que se sabía todos los chistes del mundo, pero no tenía idea de cómo contarlos. Mientras que él creía seducirla con su humor y su seguridad, ella se veía atraída por su torpeza. Fue un viaje largo, bordeando los precipicios de la sierra.

      Al filo del amanecer, cuando se quedaron en silencio unos minutos, mientras el padre contemplaba melancólico el ganado de la carretera, como si tuviese ganas de volverse vaca, ella, que durante un par de años quiso compensar con sexo los placeres privados desde siempre por su economía, se avalentonó a tomar su mano.

      Al llegar a la estación jodida, no a la jodida y bonita sino a la jodida y fea, se encerraron en el séptimo cubículo del baño de mujeres. Envueltos en un jazz libre de fétidas trompetas, flautines de orín y anuncios de salidas de camiones llenos de gente sola, rumbo a estar solos en otra parte, con su madre de espaldas y su padre azotando la puerta con el culo hasta abrirla, en cuestión de dos minutos, fue que un pícaro espermatozoide se infiltró hasta el óvulo.

      —Güey, no mames, te viniste en chinga y además adentro. Te juro por Dios, si viene con premio, te voy a meter al feto por el oído y tú lo vas a parir.

      —Ah, menos mal, lo que tú no sabes es que soy especialista en parir por la boca.

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      La noche en que llegó al mundo, en vez de emitir llanto como acostumbran los recién nacidos, Piter comenzó a reír compulso, poseído, en plenitud de su oscuridad neonata. Según contaba su madre, el doctor no daba crédito a lo que veía, entonces pidió de préstamo una docena de ojos de enfermeras y pasantes de la clínica para comprobar que en verdad se trataba de una criatura que se carcajeaba como si la realidad se le hubiese figurado ridícula de nacimiento.

      Su madre contaba que el día del parto, el feto se aferró a sus adentros como si hubiese querido destriparla. Eso se lo dijo una tarde de domingo en que llegó de buenas porque había recuperado algunos pesos perdidos. Él pensó que quizá no quería emerger al mundo porque intuía que no era su tiempo o no era su planeta, pero el doctor introdujo unas pinzas intrauterinas y lo sacó prensado de la cabeza, en lo que consideramos la primera de innumerables perpetuaciones de su voluntad, y por la cual presentaremos cargos más tarde.

      Lo cierto, lo sabe porque a su padre le encantaba contarlo, es que manifestó sus primeras impresiones del mundo al mear la calva del doctor. Según decían, tomó más años de lo habitual enseñarle cuál era un espacio propio para orinar y cuál no. Autos ajenos, inflables de fiestas infantiles y resbaladillas, no son bien vistas por la sociedad como urinarios. Lo normal. Ese es el tema. Los urinarios, por lo tanto, también.

      La mayoría de las personas que viven en el mundo civilizado tienen una idea de lo que es una familia normal; sin embargo, no hay nada menos normal que una familia —salvo dos o tres familias juntas en un día de campo—. Así se les llama siempre, tengo entendido, sin importar cómo cumplan con sus funciones. Igual que los urinarios, que no cambian de nombre cuando están descompuestos.

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      A su padre lo veía cada viernes o quincena o mes, siempre en fines de semana. De lunes a viernes trabajaba en una planta de energía nuclear en la costa. A Piter nunca lo llevó porque, según él, la radiación era más


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