La extracción de la piedra picaresca. Joaquín Peón Iñiguez
toda clase de verdades que los no graciosos jamás podrían vociferar, sin recibir a cambio un bofetón decimonónico, un despido o un romance con un ser emocionalmente inestable. Su padre no era de esa clase de privilegiados, pero eso nunca lo detuvo.
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Como los adultos estaban demasiado preocupados por sí mismos, Piter se explicaba la realidad como podía. Esto quiere decir, por ejemplo, que para él las personas llegaban al mundo al igual que cualquier otro de los productos que envían las tiendas departamentales a domicilio, bajo esquemas casi idénticos de producción y comercialización, con un costo distinto según la calidad —y ya sabía que sus padres eran pobres.
A él nadie le dijo que el trabajo enaltecía el espíritu, que el dinero podía ser un sentido de vida, que se debe ahorrar para la vejez. Ni siquiera le dijeron no, niño, no mastiques tu pastelillo de lodo y lombriz, por contrario, lo felicitaron porque se veía exquisito y le dieron un sorbo a su aguardiente. Nunca le prohibieron decir groserías en la mesa ni en espacios públicos. ¿Acaso debió adivinar que no es de buen ver enseñar las nalgas a través de las ventanas? ¿En verdad era necesario? Creció bajo el entendido de que la vida era chiste o baile o discutir a gritos. Por otro lado, a los cuatro años ya sabía prepararse una torta de queso de puerco, lo cual es bastante meritorio y uno de sus grandes logros hasta la fecha.
Cuando cumplió seis, su madre recibió un dinero que no esperaba y compró una televisión. A partir de entonces la vida de Piter comenzó a tornarse confusa porque nada en ella era como aparecía en pantalla: ni las caras ni la familia ni la escuela, ni las casas ni las conversaciones ni él mismo.
Desde pequeño, como nadie le dio explicación alguna, le pareció consecuente que la muerte sea un apagón total, por lo tanto creció bajo el entendido de que esta vida no se trataba de portarse bien para llegar a un lugar mejor en la próxima, sino de disfrutar esta, la única, la muy gozosa y siempre traicionera. Es más o menos parecido a cuando se acaba la última rebanada de pizza —desde la perspectiva de la pizza.
Sus padres, cuando salían de paseo, cuando no discutían como energúmenos, se entretenían burlándose de las familias de anuncio.
—¿Viste al idiota de saco que se acaba de bajar? Uno que tiene el cuerpo rígido y la expresión en piloto automático.
—Ya lo vi. Te apuesto a que compró su peinado en un canal de infomerciales.
—¿Crees que le incluyeran la mirada prepotente en un cupón?
—No, a mí se me hace que ese viene con el auto.
Antes de que su relación distante implotara, gozaban de observar a las personas, de imitar sus voces y parodiar lo que podrían pensar.
—Mira a esa parejita de jóvenes, ¿qué crees que estén diciendo?
—Ay, mi rebanadita de flan —vociferaba él—, creo que no hemos hecho suficientes planes para el futuro últimamente. ¿Crees que cuando compremos nuestra casa en la playa podamos poner mecedoras en la terraza?
—Por supuesto, mi vida. Yo misma estaba pensando que, después de nuestro viaje a Asia, podríamos traer artesanías para decorar la sala.
—¡Qué gran idea, corazoncito de cajeta! Aunque habrá que tener cuidado con los dos perros y los tres gatos que tendremos para entonces.
—Oye, galletita de mantequilla, ¿y no has pensado que podría ser contraproducente hacer tantos planes?
—De ninguna forma, mi gomita roja, si algo me he enseñado la vida a mis diecisiete años es que los planes siempre suceden como uno los planea.
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Ingresar al preescolar, entrar en contacto con otros, con sus muy distintos iguales, fue para Piter como volver a nacer en otra casa. Le parecían todos rarísimos, de una galaxia lejana, con modos y modales que le eran ajenos. Malditos de sí mismos, como él, como cualquiera, pero sobre todo malditos de circunstancias.
Como evidencia del contraste, presento al primer amigo que hizo en la vida, un pelirrojo con lentes de botella que se aparecía en la escuela con casco, coderas y rodilleras. Al principio Piter lo observaba a la distancia, como un insecto, pero luego se percató de que el resto del salón le dedicaba las mismas miradas y deliberó que lo más sensato sería unir fuerzas.
Para su sorpresa, Rojo no resultó el niño tímido e inseguro que sospechaba, por contrario; siempre estaba presto a la aventura, pero sufría la condena sobreprotectora de sus progenitores. Al igual que Piter, tenía cara de blanco, de tiro al blanco, porque los otros niños de aquel preescolar, hijos de padres violentos de aquella colonia atómica, lanzaban puños y objetos voladores contra sus rostros.
Lo que ellos no sabían es que Piter y Rojo no eran la clase de piñata que se queda quieta. No, señor, ellos eran la clase de piñata que pasa semanas en el escondite que ha ideado entre los arbustos, fraguando lo que ahora simplificarían como una revancha, pero entonces vislumbraban como una aventura de proporciones épicas. Si acaso no tenían la fuerza ni la técnica ni la velocidad, tenían al padre de Piter, quien acababa de ilustrarlo con sus sabias palabras.
—Mira, hijo, no te puedo ayudar, no puedo pelear tus batallas por ti, ni ir a hablar con la directora por ti, ni enseñarte a pelear por mí. Lo que sí puedo es… no… francamente, no hay nada que pueda hacer. Estás por tu cuenta.
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El padre pasaba meses sin asomarse, a veces hablaba para contarle a su hijo de sus viajes por el mundo, de los mercados negros en Medio Oriente y las peleas clandestinas de box en Inglaterra. Para entonces Piter intuía que casi todo lo que le había dicho desde que nació era mentira. Lo sospechó en aquel entonces porque él mismo empezaba a descubrir las prestaciones de mentir.
Apenas ahora comprende lo que quiso decirle su papá aquella mañana que lo invitó a desayunar al centro, señal inequívoca de que tenía algo importante de qué hablar.
—Mira, hijo, quiero que sepas algo muy importante: debes confiar en el consejo de los ancianos, el tiempo no pasa en vano, siempre enseña o castiga.
—¿Eso era lo que querías decirme?
—Sí. Y quiero que lo recuerdes por el resto de tus días.
—Está bien, papá, gracias, así le voy a hacer.
—¡¿Ves?! ¡No debes confiar en nadie! ¡No le creas a nadie! Los viejos sabemos más que cualquiera pero también sabemos menos. ¿Captaste la moraleja?
—Sí. Los viejos, por su edad, son gente que…
—¡No creas en las moralejas!
—Entonces, si veo un anciano, ¿le hago preguntas o mejor lo pateo y corro?
—Sí y no. Ambas. Lo que quiero decir es que, para ser tú mismo, tendrás que inventarte. Si te descuidas, otro culero te inventa y ya valió.
—Ya te entendí, papá.
—¡Te dije que no me creyeras! La autorrealización solo aplica a algunos alimentos congelados.
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Desde temprana edad fue sometido al escrutinio de guarderías, escuelas, empleadores, cortes públicas y señores que juzgan a través de sus autos. Por ejemplo, a los siete años tenía una respuesta cognitiva mecanizada que preocupó sobremanera a maestros y directores de su segunda primaria, tanto así que reunieron a otras autoridades escolares externas, psicólogos y pedagogos, para entender cómo fue que se descompuso tan pronto. Sucedía que, cada vez que un maestro daba una orden, respondía: no, no tiene que hacerlo.
Y para mí, es obvio, está la opción de aprenderse la tabla periódica, pero también cabe la posibilidad de llenar con huesos de pescado la mochila del niño que atormenta a los demás. Los doctores no lo veían así, querían modular sus emociones, dirigirlas como si las travesuras no fueran descubrimientos sino desviaciones.
Cada lunes formalizaban reuniones para especular si el chamaco tenía déficit de atención, autismo o Asperger. Barrieron con el libro