Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
tuve un orgasmo. Me aguanté algunos días, no obstante, cuando lo encontré en el viejo teatro esperándome, ni siquiera intenté decir «no». Por las mañanas había tenido numerosas peleas con mi marido, que si pagábamos mucha renta, que por qué había agarrado la bicicleta si él la había apartado desde la noche anterior, que el ticket de multa por no haber movido el puto coche antes de las 8 am, solo por qué llenos de resentimiento pendejo. En fin, que tenía una grieta muy abierta en mi alma por la que Benedict se coló sin resentimiento. Pronto, estaba en un hueco que ni yo sabía que existía y no parecía querer salirse de ahí.
En medio de un orgasmo mientras me penetraba con mis rodillas sobre una de las butacas y él detrás de mí, jalándome hacia él con una mano y con la otra sosteniéndose de uno de los asientos para no caer, pensé en Erik. Con él jamás había tenido orgasmos así, era como coger con un maniquí que apenas sí se movía, que a veces fruncía el ceño al terminar y era todo. A dormir. Al principio, cuando nos casamos, creí que soportaría eso toda la vida, que el sexo no era tan importante. Por supuesto, me di cuenta enseguida en la luna de miel que no solo era importante, sino que arruinaría mi expectativa de vida feliz. Después de todo, Erik tenía muchas cualidades: era trabajador, culto, simpático, muy alto. Pero es que el sexo… una buena cogida mueve al mundo. Ha estado comprobado a lo largo de la historia. Una buena cogida provoca guerras, pérdida de poder, genocidios, que una marca suba a las nubes o se quede sepultada con tantas otras. Cuando me casé con Erik yo no lo entendía, era muy joven, solo había hecho el amor con él, no creí que un día fuera a estar gimiendo y gritando en un teatro con un casi desconocido, deseando que Erik me viera y sufriera por jamás haberme dado ese jodido placer. ¿Con qué derecho me lo había arrebatado de entre las piernas? Mi dueño, me poseía solo con sus celos, con sus frases irritables, con su machismo mexicano. Tanto que había huido de México para ser libre, tanto para solo quedar postrada con su sexo en mis labios y sus ronquidos a mi lado. Recuerdo bien el día que decidí escapar de mi país. Salí caminando del departamento por Avenida Insurgentes, en pants, iba a clase de yoga, con mi tapete bajo el brazo y unas ganas terribles de un cigarro. Un tipo pasó corriendo y metió su mano en medio de mis nalgas. No supe qué hacer, él se fue antes de que pudiera reaccionar. Fue frente a una construcción donde los albañiles le aplaudieron. Llorando, intenté perseguirlo. Solté por inercia mi tapete al piso. Corrí detrás de él. No se inmutó. Se paró en un puto Starbucks a comprar un café. Los que manosean en las calles, los que acosan, los que gritan, los que secuestran, los que te intimidan, no solo son los que se detienen en las esquinas de las construcciones, en el metro o en las colonias alejadas de Polanco o Nápoles: también son los que toman café en Starbucks, compran en Palacio de Hierro y duermen con sus esposas cada noche. También son los compañeros de escuela, los maestros, los amigos de los hermanos.
Aún con la terrible sensación de los dedos del desconocido que me manoseó, entré al Starbucks, tomé un café de una mesa y se lo aventé en el rostro gritando: «Para que aprendas, hijo de puta», y salí corriendo de ahí.
Dos días después aún no me atrevía a contarle a mi esposo. Me sentía con vergüenza, violada, no me atrevía a limpiarme bien al ir al baño o a dejar que él me tocara ahí. Justo ahí. Y en el baño fue cuando me enteré que estaba embarazada por una prueba de $90 que había comprado en la farmacia. Un bebé en mí. Iba a ser madre. No supe cuándo comencé a llorar, las lágrimas no paraban de salir, por emoción, tristeza, qué sé yo. Iba a ser una pésima madre, lo sabía. ¿Qué haría con mis planes? ¿Mi vida? Porque… ¿abortar? No, no, ni pensarlo. Ya estaba terriblemente enamorada del feto que se alojaba sin permiso en mí. Me miré en el espejo, desnuda. Todo en su lugar: los pechos firmes como veinteañera, la cadera delgada y pálida, el vientre plano. Me miré de perfil. Nada, el pequeño aún no se dignaba a mostrarse, hasta el ultrasonido que agendé de inmediato. Le había pedido a Erik que me acompañara pues tenía una sorpresa para él, pero tenía muchas juntas, demasiado trabajo, llamadas por Skype, si quería seguir viviendo con lujos, él no podría hacerme caso el resto de la vida. Así que fui sola. Me recosté —ya vestida solo con la incómoda bata que se abre del trasero— frente a una pantalla en negro, junto a un doctor muy anciano, parecido al Santa Claus de mi imaginación. «Está frío», me dijo. Tomó el transductor y lo colocó en mi abdomen. Encendió la pantalla. «Ahí está», remarcó. «Tendrá seis semanas». Lo miré. Una pequeña bolita en una esquina. Su corazón rebotó en mi alma cuando se escuchó por todo el consultorio. Pumpumpum. Vaya, al fin y al cabo sí podía enamorarme. Y el amor de mi vida estaba justo dentro de mí. Era tan hermoso. Era tan mágico. Aún ahora pienso en ello y se me acelera el corazón. Él o ella, ahí, viviendo a mi costa.
La zona metropolitana de Chicago se vio afectada por nuevas nevadas combinadas con vientos gélidos. Y mi esposo, Erik, tirado como un iceberg, en medio de la nieve sobre lo que sería la arena después de que lo sacaron varios expertos, rodeado por cintas amarillas de «no pasar», párpados abiertos y sin fondo en un sueño de odio, mirando al horizonte con el resto de pupilas blancas que alguna vez fueron café oscuro. Gesto de muerto, de cadáver. Alargando una mano como si hubiese querido alcanzarme en un último momento. Para estrangularme o abrazarme. Nunca lo sabré. Al final, dos días antes de que los forenses calculaban que murió, tuvimos una pelea muy fuerte. Él había descubierto lo de Benedict porque había dejado mi celular sin contraseña olvidado un jodido minuto sobre el buró y me había levantado al baño. Con una facilidad asombrosa, hurgó en mis correos, mensajes, Facebook, twitter, etc. Cuando volví, Erik estaba de pie, desnudo, mirándome. Me aventó el celular y en sus ojos vi que lo sabía todo.
—Lo rompiste —fue lo único que atiné a decir.
—Me largo. No puedo acostarme más con una puta. Me casé con una mujer decente. No contigo. No contigo.
—Okay. Soy una puta. Lárgate de una vez.
Tomé una maleta y comencé a guardar sus cosas a lo estúpido, aventándolas adentro, escuchando sus gritos de odio. «¡Eres una maldita! ¡Desde cuándo me engañas! ¡Dime! ¡Te estoy hablando! ¡Te estoy hablando! ¿Sabes qué? ¡Lárgate tú! ¡Esta es mi casa! ¡La fabriqué con mi trabajo!».
—Bien. —Aventé sus cosas de la maleta y guardé las mías. Estaba a punto de irme, mas cometí el error que nadie debería cometer: miré hacia atrás. Ahí estaba. Mi esposo. Mi Erik. El que alguna vez amé. Ese que me inspiró a pintar mis mejores cuadros. Ese que me consoló cuando murió mi padre, con el que —en efecto— había construido esta casa, y había dejado todo por mí. Ese Erik. Desnudo, con los defectos en su piel, pasado de peso, sus rodillas muy separadas y sus ojos llenos de lágrimas. Esos defectos que yo adoraba. Maldita sea. Me volví de sal. Y él de arena. Desmoronándose. Alargó, tal y como encontraron su cadáver en la nieve, su brazo hacia mí. Dejé la maleta. No amaba a Benedict. Tampoco a Erik, pero era mío. Me acerqué, tomé la mano y la besé. «Perdóname, Erik». Comenzó a llorar. «Sí, soy una puta. No pude evitarlo. No me dejes ir. Por favor. Por favor».
Intenté abrazarlo, me soltó. «Lárgate».
El odio se volvió una sombra tétrica y sin fin. Ni siquiera él supo de dónde provenía tanto rencor. Me hería y se hería él mismo. El odio es muy peligroso, lo sembró en su alma con la intención de jamás extirparlo.
Alrededor de 12 millones de personas viven a lo largo de la costa del lago Míchigan. Muchas pequeñas ciudades del norte se centran en un turismo que se aprovecha de la belleza y las oportunidades recreativas.
Cerca de 10 millones lloraron por la muerte de Erik Olivares, el reconocido actor mexicano que había labrado fortuna en Hollywood, comenzando por películas de terror serie B hasta protagonizar un par internacionales y estar nominado al Oscar por mejor actor.
El caso era algo especial. No sería tratado como cualquier muerte: había sido asesinado con diez cuchilladas en el cuello, cortado los genitales y hallado desnudo congelado en el lago en la parte más pública de «La Segunda Ciudad». No tenía muchos amigos en el medio, no fumaba, no tomaba, no se drogaba. Siempre andaba de la mano con su esposa en un perfecto matrimonio a pesar de que Erik tenía millones de fans y lo acosaban en los boulevard, aeropuertos, etc. Los paparazzi siempre lo veían bien vestido, bañado, sonriente y amable. ¿Quién