Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ). Allegra Álos
patria, Solí le había ofrecido el puesto y llevaba el despacho y los asuntos del director con la mano férrea de una gobernanta en un internado femenino. De mediana edad, pelo corto, gafas de pasta con cordoncillo y mirada penetrante, Marta parecía lo que era: una mujer directa y eficaz que sabía lo que hacía.
Estaba siendo una mañana particularmente extraña. Primero Molina y ahora el director en persona. Dos hombres que jamás me dirigían la palabra. Caminé hacia mi destino como un cerdo a la matanza. Marta ni se dignó a mirarme cuando me presenté en la secretaría, se limitó a indicarme con la cabeza que pasara. Todavía podía ver el grotesco guiño de los zapatos de tacón acharolado asomando bajo aquella mesa, y apenas pude reprimir un escalofrío de remordimiento. Me mordí la cara interior de la mejilla para conjurar los espectros, sin mucho éxito.
Al entrar en el santuario de Vittorio Solí, me sentí, como siempre, trasportada al siglo XIX. El despacho resultaba inquietante y opresivo, con aquellos muebles oscuros que habían pertenecido a un bisabuelo, gerente de una naviera italiana. Era como si el tiempo se hubiera quedado anclado entre aquellas paredes, con las acuarelas de barcos y las lámparas de pantalla acristalada, donde la única concesión a la modernidad era un ordenador portátil cromado en una esquina de la mesa.
Solí me indicó que me sentara con un gesto de la mano, sin levantar los ojos del ordenador. Marta y él debían de entenderse así, por señas. Me senté intentando controlar el temblor de mis rodillas con un cruce de piernas. Solí era un hombre bajito cuyo torso, razonablemente grueso, quedaba muy por debajo de la altura de la mesa. Tenía la cabeza tan brillante como una bola de billar, manos de cerdito vietnamita y unos ojos perspicaces de color avellana. Cuando separó la mirada del ordenador empezó a hablar con tantos rodeos sobre la importancia de seguir trabajando para mantener el rumbo de la empresa y honrar la memoria de los que, literalmente, se habían dejado allí la vida, que la mente se me nubló con la perorata.
–En fin, que creo que le vendría bien un tiempo libre, Lucía.
Le miré incrédula. Había perdido el hilo de la conversación y aquella invitación a abandonar el trabajo me había pillado por sorpresa. Vittorio Solí permanecía impasible, recostado en el sillón de cuero repujado en el que se balanceaba, ligeramente encantado de haberse conocido. Ante mi silencio, Vittorio se inclinó hacia delante con aire contrito y unió ambas manos sobre la mesa lustrosa.
–¿Estoy despedida? –pregunté titubeante.
Solí se echó a reír.
–¿Despedida? ¿Pero qué dice? ¿Por qué íbamos a despedir a nadie? –Lo dijo de tal forma que quedó patente, flotando entre nosotros, la idea de que ya bastantes pérdidas habíamos sufrido–. Lo que le sugiero –dijo al fin– es que se vaya a algún sitio bonito y descanse. Porque cuando vuelva yo necesitaré una nueva jefa de investigación y tengo intención de que sea usted, pero no quiero que más adelante me salte por los aires como una bomba de relojería. Aunque, por si acaso, ya hemos contratado los servicios de una psicóloga especializada en casos de estrés postraumático que estará a su disposición. Y de toda la empresa, claro.
–Pero yo no sé si estoy preparada… –balbuceé como una niña de cinco años.
Intenté buscar la voz en alguna parte de mi cuerpo pero no la encontré. Vitorrio Solí me miró con sorna.
–Lo estará. No me cabe la menor duda. Y entre nosotros, esto era algo que ya había hablado con la pobre Emma, que en paz descanse. Habrá cambios en la empresa, ahora más que nunca y con más motivos. Lamentablemente.
–¿Y no sería más útil que siguiera con mi trabajo en lugar de irme justo ahora? Dadas las circunstancias, quiero decir. –Me sentía desbordada por momentos.
–Tal vez. De hecho, seguro que lo sería. Pero preferimos tener atados algunos cabos sueltos antes de que se sepa que usted sustituirá a Emma Navea. Es un tema delicado y todos estamos de acuerdo en que sería mejor mantener la confidencialidad durante algún tiempo.
Asentí comprensiva, aunque no sabía a quién se refería con aquel todos y me sentía ligeramente mareada. Tenía el estómago igual de comprimido que la primera vez que me monté en una montaña rusa.
–Por supuesto que puede usted pensarse lo del puesto, pero supongo que le gustará saber que Emma iba a pedir un traslado a nuestra central de Zúrich y estaba interesada en que usted la sustituyera. Le digo esto porque no quiero que se sienta obligada a renunciar al cargo por una lealtad o una culpabilidad mal entendidas.
Apenas pude abrir la boca para hacer más preguntas. Solí ya se había levantado y me instaba a hacer lo mismo dando por concluida nuestra reunión. Un gesto universal en todo jefe que se precie.
–Emma la tenía en gran estima, señorita Íscar –concluyó pensativo antes de abrir la puerta–, y yo creo que hará usted un buen trabajo. De hecho, ya hace un buen trabajo.
–No sé qué decir…
–Pues yo espero que diga que sí. Nos veremos en quince días. Para entonces ya tendré todo el papeleo listo y tendremos seleccionados algunos candidatos para cubrir varios puestos de investigadores. Emma consideraba oportuno ampliar el departamento y usted se encargará de la selección, junto con el responsable de Recursos Humanos, claro está. Coja ahora las vacaciones. –Vittorio me guiñó un ojo, cómplice–. Créame si le digo que si acepta el cargo no disfrutará de mucho tiempo libre en los próximos años. Tengo grandes planes.
Vittorio Solí me franqueó cortésmente el paso antes de cerrar la puerta a mis espaldas y yo me quedé allí plantada sin saber qué hacer. A mi espalda Marta tecleaba con furia en el ordenador, aunque creí advertir, por el rabillo del ojo, una media sonrisa de complicidad. No había nada lo suficientemente confidencial en aquella empresa que escapara a la fiscalización de aquella mujer.
Fue entonces cuando vi a Jon Nielfa parado ante mi mesa.
Capítulo III
Huida
Parpadeé confusa mientras trataba de zafarme de la opresión que sentía a lo largo del cuerpo, debatiéndome torpemente para emerger a la realidad. Me llegaba a vaharadas el olor a naftalina y a aire estancado, y me picaban las partes del cuerpo que no estaban cubiertas de ropa. Conseguí incorporarme a medias en aquella familiar cama con cabecero de latón y aparté de un empujón las pesadas mantas de lana. Sentada en el borde del colchón, contemplé la ropa arrugada que ni siquiera me había quitado antes de desplomarme. Había dormido lo que me parecía un siglo después de un largo viaje con un tiempo inclemente que me hacía cuestionarme mi cordura a cada kilómetro.
Cuando por fin alcancé mi destino estaba aterida y entumecida, y las pocas fuerzas que me quedaban las gasté forcejeando con la puerta en la oscuridad de la calle y buscando luego el maldito cuadro de luces de la casa. Me acerqué a la ventana del salón y contemplé, atónita, el patio de la casa, idéntico al de mis recuerdos infantiles solo que ahora cubierto de nieve. Faltaba solo el columpio de madera improvisado en el árbol. Mis amigas y yo solíamos pasar las largas tardes de verano turnándonos para columpiarnos como cafres, boca arriba, boca abajo, boca suelo. Del árbol ahora quedaba solo su fantasma y la añoranza del verano. Apoyé la cabeza sobre el cristal helado.
Mi mente fue recomponiendo los retazos de un camino que había recorrido como si flotara en un escenario de brumosa pesadilla. De adelante atrás. Había conducido durante horas por carreteras secundarias que cruzaban páramos desiertos, oprimidas por un cielo denso y oscuro que amenazaba nieves como las que se amontonaban en los arcenes. A veces me cruzaba con algún coche, un todoterreno me secundó guardando una distancia prudente durante un buen rato y luego desapareció por una salida de la autopista. Más allá de esporádicas señales de vida el mundo parecía empañado por una capa de ceniza que hubiera subsumido la luz del sol para siempre; a ambos lados de la carretera árboles esqueléticos elevaban al cielo sus ramas desnudas, suplicantes en vano, y solo el sonido del motor y el zumbido intermitente de los coches que se cruzaban en mi camino o me adelantaban, rompían el silencio en el que me sentía inmersa,