Los asquerosos. Santiago Lorenzo

Los asquerosos - Santiago Lorenzo


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uno de esos críos a los que ahora llaman «niños de la llave». Sus padres, por trabajo o relaciones, nunca estaban en casa. Manuel llevaba la llave de su domicilio colgada al cuello porque no tenía a nadie que se ocupara de él a la salida del colegio. Se supone que esta es situación carencial y penosa. Muchos, en su tesitura de desasistencia, se tirarían con los años por la autolesión, el juego de rol insano, el hostión en moto, la anorexia o el romanticismo salido de rosca.

      No fue el caso de Manuel. Él alineó los pros y los contras de la incuria de la que era objeto y luego reflexionó. Para él, la falta de atenciones era una clara tajada de suerte. Agradecía con fuerza la incomparecencia paterna, porque así no tenía que aguantar bobadas. Encontraba en la casa vacía un espacio de control, un rancho con él de mayoral, y a edad bien temprana.

      Le daban pena los niños «sin» llave, a quienes a cambio de una merienda puesta en la mesa les escamoteaban la ocasión de estar solos dándole vueltas a sus asuntos y a los que negaban la oportunidad de ensayar mañas por cuenta propia. Él, en su independencia sobrevenida, aprendió pronto a hacer tortilla francesa, a forrarse los libros con papel de regalo y a atajar una mancha de grasa en la ropa con una pizca de harina.

      Un día arregló el empalme del enchufe de una lámpara. Mantuvo en secreto la reparación porque sabía que papá y mamá le iban a reprender por haber andado metiendo los dedos en trastos de corriente. En casa, la lámpara se había arreglado sola, que a veces estos chismes no hay quien los entienda. Empezó a callarse las cosas que le salían bien. Se aficionó a los aparatos. Adoptó el destornillador que utilizó para el remiendo como amuleto no mágico, sino útil, pero que también le daba suerte. Era una herramienta de tamaño mediano, con un mango amarillo semitransparente de una luminosidad irresistible. Manuel era un pequeño manitas que luego fue creciendo.

      Cuando sí se cruzaba con los padres condescendía con ellos, intentaba entender sus meteduras de pata, pasaba por alto sus pequeñas ridiculeces. Si los veía desanimados los alentaba, procuraba confortarlos cuando volvían a casa, se quitaba de en medio cuando los veía del todo decaídos. Resumiendo, y hablando en plata: sus padres le daban pena. A los demás, no nos andemos con dengues, pues también bastante.

      Quedó chico de tamaño, como yo. A los 157 centímetros se le detuvo el ascensor.

      Era listo. Un psiquiatra que lo hubiera examinado con sus test habría dictaminado un cociente intelectual hermoso. No hubo caso. Cuando Manuel demostró una inteligencia superior fue cuando se negó a realizar las pruebas de medición, que para qué quería él tasar algo que iba a usar igual de todas todas. Si alguna vez habló de su cociente fue inventándoselo y amputándolo aposta para hacerse el bobo, uso de lo que alguna vez extrajo buen partido.

      Estaba dotado para aprender sin herramientas sofisticadas, sólo con instrumentos corrientes y fijándose mucho. Estudiaba inglés oyendo la radio, sin cursos ni academias. Avanzó en la autoescuela mirando al conductor del autobús. Se adiestraba con las máquinas destripando las que rescataba de los contenedores.

      Ansioso por saber cosas y por hacerlas, a ojo abierto y mano alerta, se metía no sé si a examinar mecanismos, a hojear libros, a mirar por la ventana, labores así. La cosa era tener cabeza y dedos en órbita. Me acuerdo del día en el que estábamos con eso típico de que qué pedirías al genio de la lámpara si se te apareciera. Yo, que nunca he sido de mucha originalidad, me pedí poder volar o ser invisible.

      Él salió con que no le interesaba ninguno de estos dos deseos. Que volar ya se podía, con el Google Maps. Y que invisible ya se sentía, porque no se notaba notado. Me contestó que él pediría no tener que dormir. Que le jodía y le rejodía estar a sus cosas y que se le empezaran a cerrar los ojos en lo mejor, sin que pudiera hacer nada contra el sueño. Que él elegiría librarse de esa esclavitud, y pasar la vida despierto, de pie y dado a sus solitarias fascinaciones.

      Era de curiosidad excitable. En la tesitura imaginaria de que un tribunal avieso le hubiera sentenciado a morir fusilado, Manuel se habría llevado el consiguiente disgusto, no diré que no. Pero un vertebrado como este, por otro lado, sí se habría sentido positivamente estimulado ante la expectativa de comparecer ante una experiencia incontrovertiblemente novedosa, y cuyas ocasiones de probar no son abundantes.

      Puntilloso para todo, era el único pavo que he conocido que cuando citaba una película en un mail se tomaba la molestia de escribir el título en cursiva. De ahí en adelante, y en materia de rigores, todo para arriba.

      Vivía ávido de tratar con gente. Aseguraba que no podría establecerse en una ciudad en la que no fuera capaz de comprender a la perfección todas y cada una de las palabras que leyera u oyera, para no perderse nada. Por lo mismo, no podría habitar en una capital más pequeña que Madrid, la repleta de masas. Decía que si un día quisiera mudarse, no le quedaría más opción que avecindar en Buenos Aires o en el D.F.

      Le ocurría, sin embargo, algo muy dramático y muy lamentable. Era muy duro que un tío con su predisposición a asomarse a la calle y a sus pobladores con las mejores intenciones tuviera tanta dificultad para echarse amigos. Por esa vertiente de sintonización con el prójimo, Manuel era zote perdido.

      Él tenía muchas ganas de ir por ahí, de salir en compañía y de andar por Madrid haciendo un poco el gamba, engarzadito en un grupo de amigachos majos, con mañanas de conversación, tardes de callejeo y noches de vasos. Pero no se le lograba, para tortura suya. Así como hay personas que se desviven por acopiar dinero y en cambio tropiezan, y marran, o pillan sólo a medias, o fracasan a enteras, así Manuel se quedaba a dos velas en lo del amiguerío.

      No acoplaba bien, acaso por el chorro excesivo de ansias que tenía de acoplar. Le daba vergüenza que se le notaran los deseos de compincheo, y se los frustraban las angustias derivadas del que si me arrimo o que si me despego. La gente le detectaba la sobreabundancia de anhelo, famoso antídoto, y mucho candidato a compadre fugaba discretamente. Para el que no le conociera, Manuel era un pesado. Y ninguno de los recién conocidos le conocía, como la propia expresión indica, implícita ella, no hay más que explicar. Yo salí con él varios viernes (con mis treinta años rebasando los suyos, vaya dos) y se quedaba mirando con admiración y envidia a los corros, a los pelotones y a las congas. Nunca pescó demasiado. Iba con mal anzuelo.

      Huelga decir que los tientos de aproximación arrojaban aún peores resúmenes cuando tenían a las chicas por objeto. En esta página trabucaba con mayor frecuencia y peor ridículo, cómo no. A veces parecía imbécil. Tuvo alguna novia, no obstante, en romances sin recorrido que habitualmente no liquidaba él, y cuyos adioses le dejaban postrado en la dolencia durante semanas. Un desastre.

      2

      Apegado a los cables, a las ruedecitas y a los botones, estudió una FP y una Ingeniería. Se licenció en 2013. Para entonces, Manuel ya llevaba tres años buscando trabajo. Esta vez, en serio y como adulto. Sentía la urgente necesidad de abandonar la casa paterna y a sus habitantes naturales.

      Pero desde el mismo momento en el que empezó a mirar, con títulos oficiales o sin ellos, Manuel se encontró puesto de pie en una paramera de desempleo sobrecogedora. Operaba a su contra una situación económica de crisis dilatada y pringosa, con los niveles de paro disparados hasta el cielo. Una tesitura incuestionablemente adversa que parecía una broma de cámara oculta en la que todo el equipo de realización se hubiera muerto al tiempo, y en la que no hubiera quedado nadie para cortar y decir que todo era de coña, y que ya podía seguir cada quien con su vida normal. Y la guasa, marchando sola, embrollándose en malentendidos cada vez menos sostenibles.

      De hecho, el primer curro (vigilante de bultos en un vivero) no le salió hasta que hubo acabado de estudiar. Le duró lo que el verano. Luego se metió en otro (dependiente en una hiperpapelería) que le duró lo que la Navidad. Hubo más, donde el menos breve fue el de mozo de refuerzo suplente (el titular jamás compareció) en un almacén de áridos en Leganés.

      Así, a trompicones, pasó dos años. Haciendo lo que fuera con tal de no dejar espacios vacíos entre períodos de ocupación, desempeñando tareas siempre de tísico rendimiento en pasta y nunca relacionadas con sus expectativas vocacionales. Y con


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