Ennui. Maria Edgeworth
esto ya es óptimo —dijo Paddy.
—Pero este coche se romperá en la primera milla de viaje —dije.
—¿A esta calesa se refiere su señoría? Pues yo creo que aguantará hasta el fin del mundo. Ni el universo entero podría romperla, bien lo sé, que ayer mismo la reparamos.
Entonces, tomando su látigo y las riendas con una mano, se levantó las medias con la otra y de un solo salto subió a su puesto y se sentó, como todo un cochero, en la gastada balda de madera que servía de pescante.
—Dejadme un atlas gordo de esos de caminos para que me sirva de cojín —dijo.
Le lanzaron una manta por encima de la cabeza de los caballos, que Paddy cazó al vuelo.
—¿Dónde estás, Hosey? —gritó.
—Voy, deja que me ponga un poco de paja en la pierna —contestó Hosey—. ¡Subidme! —añadió este postillón modelo, volviéndose hacia uno de la multitud de espectadores sin nada mejor que hacer que se habían congregado a nuestro alrededor.
—¡Venga! ¡Subidme, empujad fuerte! ¿Es que no podéis?
Un hombre lo agarró por la rodilla y lo subió al caballo: estuvo sobre la silla en un santiamén y luego, agarrándose a la crin del animal, se inclinó a por la brida, que estaba bajo los pies del otro caballo, la agarró y, muy satisfecho consigo mismo, se volvió a mirar a Paddy, que a su vez miró hacia la puerta de la calesa donde estaban mis enfadados sirvientes, «seguros hasta que llegue en último día». En vano el inglés, con su monótona cólera, y el francés, utilizando todas las notas de la escala, increparon a Paddy: la necesidad y la astucia estaban del lado del irlandés, que rebatió cuanto se dijo contra su calesa, sus caballos, él mismo y su país con invencible destreza cómica, hasta que al final, sus dos adversarios subieron perplejos al vehículo donde quedaron encerrados inmediatamente entre la paja y la oscuridad. Paddy, en tono triunfal, llamó a mis postillones y les ordenó «que se apuraran y no retrasaran más la partida».
Sin pronunciar una sílaba, empezaron a conducir, pero no pudieron evitar, ni yo tampoco, mirar atrás para ver cómo les iba a los del otro coche. Vimos a los caballos de delante desviarse a la derecha y luego hacia la izquierda, y correr en todas direcciones menos recto, mientras Paddy se desgañitaba con Hosey:
—¡Pero, hombre, mantenlos en el centro del camino! ¿Es que estás tonto? Que no te estoy pidiendo la luna, ¡vamos, vamos!
Al fin, a fuer de utilizar el látigo, persuadieron a los cuatro caballos de que iniciasen un galope irregular, pero no tomaron bastante impulso ni tuvieron fuerzas subir una colina que había justo al terminar el pueblo, y para ayudarlos a superarla se reunió toda una tropa de muchachos desharrapados, que empujaron el coche hasta la cima. Media hora después, cuando nosotros apurábamos el freno para descender una colina bastante empinada, me quedé demudado al ver a Paddy que, con los caballos a galope tendido, pasó traqueteando y dando botes junto a nosotros. Mi gente le hacía señas de que echara el freno, pero por toda respuesta él gritó:
—¡No pasa nada!
Y agitando las largas riendas, y dando golpes en su banqueta con el pie, pasó junto a nosotros, bajando la colina como un trueno. Mis ingleses estaban espantados.
—La curva que hay justo al final de la cuesta, al pie de la colina, es la más cerrada y traicionera que he visto en mi vida —dijo mi postillón, tras unos instantes de estupefacto silencio—. Como que me llamo John que se van a partir la crisma.
Pero no fue así: después de frenar y más frenar, nos encontramos con Paddy sano y salvo al pie de la cuesta, arreglando tranquilamente algo del atelaje.
—Si eso se te hubiera roto cuando estabas bajando la colina a toda velocidad —le dije—, no lo habrías contado, Paddy.
—Eso es cierto, dice bien su señoría: pero no me pasó, ni me pasará nunca bajando la colina con la ayuda de Dios y un poco de suerte.
Con esta confianza doble en la providencia y en su buena suerte que tanto me divirtió, continuó su camino Paddy. Le hacía feliz ir por delante de nosotros, y siguió haciéndolo hasta que llegó a un tramo estrecho del camino en el que estaban reparando un puente. Y allí se detuvo en seco. Paddy fustigó a sus caballos y les llamó de mil maneras horribles, pero uno de los caballos de tronco, Knockecroghery precisamente, estaba inquieto y al punto empezó a dar furiosas coces. Parecía inevitable que la primera coz que diera al riel, que era a donde el caballo apuntaba, lo demoliera al instante. Mi ayuda inglés y mi cocinero francés sacaron la cabeza por la única ventana practicable y exigieron a gritos que les dejaran salir.
—¡No pasa nada! —gritó Paddy.
No tenían ni fuerza ni habilidad para abrir la puerta por sí mismos. A un lado una de las ruedas traseras, que había pertenecido a otro carruaje, era demasiado grande y no permitía que se abriera la puerta, y por el otro lado la contraventana impedía su huida, así que estaban presos dentro. Los obreros que estaban trabajando en el puente se acercaron y, apoyándose en sus palas, se pusieron a contemplar el espectáculo. Como mi carruaje no podía pasar, yo también me vi obligado a ser espectador de este combate entre hombre y caballo.
—¡No pasa nada! —repitió Paddy—. Os digo que ya me tiene hasta la coronilla. ¡Vale ya, Knockecroghery, bestia reconsagrada! ¡Oh, el muy truhán cree que me tiene confundido, pero le voy a enseñar lo que vale un peine!
Después de estos gritos de guerra, Paddy hizo restallar el látigo, Knockecroghery siguió coceando y Paddy, que no parecía consciente del peligro en el que estaba, se quedó sentado en el pescante al alcance de las patas del animal, apartando una pierna, luego la otra, y moviéndose según el animal apuntaba con sus cascos, esquivando las coces siempre de milagro, con una combinación de temeridad y coraje que hizo que lo contempláramos ora como un héroe ora como un loco. Se recreaba en el peligro, seguro del triunfo y de la simpatía de los espectadores.
—¡Ah! ¿Acaso no lo tengo bien calado? ¡Será mala bestia! ¡A mí no me va a tomar el pelo! ¡Para tozudo, yo! Vean, vean, ya ha entrado en razón, y ahora que ya sabe quién manda todo va a ir como la seda. ¡Aaaah! Desde luego, tiene carácter, pero yo no tengo menos que él; mal iríamos si un hombre como yo no pudiera con un caballo, y más una yegua, por muy mala que sea.
Después de esta dura batalla, y de la correspondiente celebración de la victoria, Paddy hizo que su sometido adversario caminara unas pocas yardas para dejarnos pasar pero, para consternación de mis postillones, los obreros cerraron entonces el camino con una cuerda, y como explicación dijeron:
—Disculpe su señoría, pero la carretera está muy seca y mejor esperar un momento a que se moje un poco.
—Pero ¿qué quieren decir estos tipos? —pregunté yo, estupefacto.
—Lo único que quieren es un chelín inglés, para beber algo a la salud de su señoría —dijo Paddy.
—¿Quieren un chelín inglés para beber a mi salud?
—Así es, eso son trece peniques, uno más que un chelín irlandés, si le place a su señoría, que es lo que se junta en un chelín inglés.
Les arrojé un chelín, retiraron la cuerda y por fin pudimos proseguir nuestro viaje. No supimos nada más de Paddy hasta el anochecer. Llegó dos horas después que nosotros y afirmó que esperaba paga doble por haber traído tan bien a todos aquellos caballeros míos.
Debo decir que durante este viaje me enfrenté a numerosos retrasos y desastres: un herrero que había vuelto borracho de un funeral dejó cojo a uno de mis caballos al herrarlo; un choque con una calesa rompió la parte de atrás de mi carruaje; una noche tuve que pasar sin cena en una posada grande y desolada en la que no había otra cosa que whisky, y otra noche dormí en un antro diminuto y lleno de humo en el que el más humilde de mis sirvientes en Inglaterra se habría negado a alojarse. Aunque me quejé amargamente y juré que era imposible para un caballero viajar con dignidad por Irlanda, no recuerdo haber experimentado menos ennui en ninguno de mis viajes. Perdí la paciencia