El poder de la derrota. Miguel Ángel Martínez López

El poder de la derrota - Miguel Ángel Martínez López


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su nueva morada.

      No conocía a nadie del pueblo, la casa era la de su antecesora, que le había dado la referencia y le había conseguido el alquiler. La tía Carmela era la vecina, una vieja enjuta y briosa que le haría gustosa de ama de llaves a cambio de un poco de conversación. Fue fácil encontrarla. La tía Carmela estaba sentada a la puerta de su casa. No fue necesario preguntar, la esperaban.

      El pueblo, siendo bastante vulgar, no carecía de sus peculiaridades. Pequeño pero con Instituto de Enseñanza Secundaria, por su escasez de habitantes importaba de los alrededores tanto a los profesores como a la mayoría de los alumnos. De hecho ella era la única profesora que residía en la localidad, seguramente porque era la única que no tenía carné de conducir.

      La casa no estaba ni bien ni mal, nueva pero fea. Con entrada directa a la calle a través de un minúsculo porche que permitía albergar un par de tiestos. El interior le recordó inicialmente el apartamento en la playa, esa especie de bodegón inmobiliario que parece estar amueblado intencionadamente para no cogerle cariño.

      Estaba resignada a su destino. Nada podía hacer contra él. Al menos conservaba la esperanza de poder desarrollar una labor profesional digna, pensando, como cualquier profesor novato, que si la España rural seguía sumida en cierto subdesarrollo era porque nadie se había propuesto lo contrario.

      La hospitalidad de la tía Carmela le solucionó el problema logístico de la cena, lo que le permitió dedicar la tarde a tomar posesión de sus nuevos dominios. La anterior inquilina, que duró poco allí, dejó la casa como la encontró. Una casa nueva, construida porque algo había que hacer con una inesperada herencia, que encontró en el alquiler a profesores una buena forma de mantenerse. Ya se sabe que las casas vacías se deterioran rápido.

      Llevaba consigo pocas cosas que no tardó en colocar en los fríos estantes. Se dio cuenta de la tarea que se le presentaba de convertir su nueva casa en su hogar, hacerla suya, habitarla. Dedicó la tarde en buscar las pocas tiendas del pueblo y comprar una primera tanda de imprescindibles. Limpió el baño y la cocina. Preparó la cama. Comprobó el funcionamiento del televisor que sólo sintonizaba dos canales que repetían continuamente las imágenes del fatal accidente de Diana de Gales (“Pobre mujer”, pensó). Probó el escaso confort de un sillón de orejas de cuero tan frío como el resto del inmueble. Guardó los ceniceros, inútiles para ella, en un cajón, limpió el polvo de los escasos estantes y colocó la foto de sus padres en el principal como gesto definitivo de toma de posesión de su nuevo hogar.

      Antes de que la soledad rodeara su pensamiento le alcanzó la hora de la cena y fue a buscar a su vecina, cuya invitación le pareció muy desconsiderado despreciar.

      La tía Carmela era una señora vieja, pequeña, delgada, de negro casi riguroso. Reunía en sí una diligencia impropia de su edad y un trato sobrio a la vez que delicado. Sabía escuchar sin preguntar inconvenientes. Esto sorprendió a la invitada que en su excursión comercial había podido experimentar cómo se trata en un pueblo pequeño a un forastero recién llegado. La sensación de ser examinada de arriba abajo, de afuera a adentro, las preguntas impertinentes: ¿y está casada? ¿Y tiene novio?... eso ya lo había podido comprobar. Acudía a la cita con cierta precaución. Sin embargo Carmela era distinta. Era una especie de psicoanalista rural que alimentaba la conversación con frases cortas o simples apoyos verbales para que su interlocutor se sintiera cómodamente en su discurso. De tarde en tarde dejaba caer alguna frase más larga que sonaba a versículo del libro de la Sabiduría. Al volver a casa, la recién llegada concluyó que había conocido a una buena persona.

      Se durmió pensando cómo había pasado la velada contando todas sus ideas para decorar la casa y darle un toque mejor. Como en los diálogos de Platón ella expuso todo su pensamiento en una conversación asimétrica donde su interlocutora no aportaba más que “claro”, “y ¿cómo?”, “buena idea”, “no está mal”, “eso está bien”... y recordaba una de las frases sapienciales que se le grabaron: “La gente necesita vestir su casa como vestir su cuerpo, porque es parte de sí misma”. Se arropó enrollándose en la sábana pensando que enrollaba su casa con ella, respiró profundamente y se durmió.

      Carta del cura

      30 de septiembre de 1997

      Querido Iñaki:

      En primer lugar felicitarte por tu deslumbrante nombramiento: Delegado de Pastoral. Eso si que se llama llegar y besar el santo. ¡Vaya carrerón! Recién licenciado, vuelves de Roma y te encumbran en la cúspide de la organización diocesana. ¡Enhorabuena! ¡Disfruta tu suerte, que otros no tenemos tanta!

      Mi obispo ha decidido que yo saque adelante la tesis. Eso puede sonarte bien pero, y aquí viene el problema, me ha dado un año para terminarla: hasta el próximo septiembre. Puedes ver que ha perdido un poco la cabeza, una tesis doctoral no se hace en un año. Sólo es posible elegir entre dos alternativas, o convertirme en un monstruo de la teología, un Sto. Tomás redivivo, o hacer una chapuza de tesis. Lo primero es imposible, lo segundo me repugna. Pensé en optar por una tercera vía, hacer una cosa sencillita, algo pulcro y a la vez útil. Le propuse hacer un estudio comparativo de los planes pastorales de la archidiócesis, eso me permitirá cerrar el foco de la investigación y se podrán sacar conclusiones útiles para aplicar en esta diócesis; pero ya sabes la habilidad de los superiores para complicarte la vida y me ‘sugirió’ ampliar el espectro geográfico y tomar una diócesis de cada archidiócesis, y para restringir un poco el trabajo (que yo manifesté como inabarcable) eligiera cinco archidiócesis significativas. Cuento con tu ayuda para esto, ahora que estás encumbrado en lo alto de la maquinaria pastoral. Apunto tu diócesis la primera de mi lista. ¿Alguna sugerencia para completarla? Yo estoy moviendo algunos hilos de amigos, no sólo del Colegio Español, también de algunos cursos de verano y compañeros de seminario que marcharon a otras diócesis. De aquí a un mes tendré la lista completada y empezaré a acumular material. Tengo que tenerlo todo recopilado, analizado y estructurado para Navidad, y a partir de enero empezar a construir. Para principio de Pascua debería tener un primer borrador para presentarlo al director. Respecto al director no tengo ningún problema, es profesor del seminario y doctor en Teología Pastoral. Un tipo amable. No me ha puesto ningún problema en cuanto ha sabido que era orden del obispo.

      Estos eran mis planes y ya tenía todos mis sentidos dispuestos a avanzar sin distracciones por este camino cuando me llamó el vicario para hablar conmigo. Supuse que le había llegado noticia de mi tesis y tenía algún material o alguna sugerencia, pero no. Resulta que con todo el lío del año 2000 el Papa ha pedido a los obispos que busquen testimonios de santidad en sus diócesis y aquí están preparando una lista de posibles ‘candidatos’. El vicario quiere una especie de dictamen preliminar antes de poner en marcha toda la maquinaria del proceso diocesano y me ha encargado redactar el informe de uno de los casos. Me ha dicho que es un caso fácil, quiero entender que fácilmente saldrá negativo, pero que el obispo se ha empeñado en meterle en la lista por no sé qué deuda de conciencia, no sé si suya o del obispo anterior, no me he enterado muy bien, parece un asunto un poco oscuro. Intentaré liquidar ese tema cuanto antes, si es posible antes de que me llegue el material de los planes pastorales.

      Por lo demás, echo de menos nuestras tertulias en el Colegio Español. Si puedo, en Navidad, me escapo y te hago una visita.

      Un abrazo,

      Arturo.

      El trabajo

      El trabajo me ofrece su rutina. Ocupo mi puesto. Se acercan mis compañeros indecisos a cumplir la cortesía incómoda del pésame. Les agradezco el gesto en lo que tiene de humano. “Te acompaño en el sentimiento”, “Lo siento”. Sin embargo, es todo tan ridículo; ni pueden, ni quieren acompañar mi dolor hasta el infierno en que me encuentro. ¿Lo sienten? ¡Faltaría más! Pero ¿qué sienten? ¿Cuánto lo sienten?

      Trato de espantar estos negros pensamientos hacia aquellos que, más o menos torpemente, vienen a manifestarme su cariño.

      Los papeles se escurren en mis manos, los asuntos patinan en mi mente, las palabras sólo mojan mi epidermis, pero en nada me


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