El ojo de la casa. Carolina Sanín
metidos entre las cobijas, sin otra luz que la de ella. La cama y el televisor se encendían en la oscuridad y se abrían a jardines prohibidos.
Durante las vacaciones escolares, mi hermano y yo pasábamos todas las tardes en la casa de los abuelos. Antes de que el abuelo llegara del trabajo, veíamos televisión acostados en la cama de él y de la abuela, como otra pareja de esposos (pero sin destender el edredón, sin meternos dentro). Después de que él llegaba, teníamos que verla sentados en la alfombra, a los pies de la cama, a los pies de los abuelos acostados. Mirábamos la pantalla desde abajo y de lado. Si volvíamos la cabeza, podíamos ver, atrás, a la pareja de cuyo amor proveníamos. Allá arriba, dentro de la cama, ¿los abuelos se tomaban de la mano, se daban besos en la boca? Éramos como Dunyazada, la hermana menor de Sherezada, que en las Mil y una noches aguarda al pie del lecho nupcial de su hermana mayor y el rey Shahrayar, y cuando el sexo termina —cuando ha dejado de oír los jadeos y los gemidos y los besos— dice: “Hermana, ahora cuéntanos, por Dios, una de las historias que te sabes, para distraer el insomnio de esta noche”, y se educa simultáneamente en el amor, la ficción y la supervivencia.
A veces, en la pantalla, un hombre y una mujer se besaban. Entonces yo sentía calor. Sabía que mi hermano estaba también tenso. Me atrevía a mirarlo por el rabillo del ojo. Los nervios estallaban en risas que teníamos que ahogar, no porque los adultos fueran a regañarnos por reírnos, sino porque nos daba vergüenza dejar ver que el sexo nos alteraba; que sentíamos y presentíamos el sexo. Tapar la risa con la mano sobre la boca, cerrar los ojos y concentrarse en que se extinguiera: ese era el clímax de la televisión.
En las largas tardes de las vacaciones en la casa de los abuelos, cuando no estábamos delante del televisor ni de nadie más, mi hermano y yo volvíamos a taparnos la boca, no ya para ahogar la risa sino para actuar los besos de la televisión. Cada uno se ponía la palma sobre los labios. Acercábamos muy lentamente las cabezas, juntábamos el dorso de las manos sobre las bocas, y nos besábamos de mentiras con un remedo de pasión que se hacía sacudiendo la cabeza. Cada uno terminaba con su propia mano baboseada.
En el apartamento donde vivíamos con nuestra madre, no había una cama matrimonial. No había ninguna pareja de adultos. Había dos camas “gemelas”, separadas por un abismo de medio metro. En una dormía, sola, mamá. Esa era la cama prohibida, una tierra inaccesible, deliciosa, del pasado remoto, de cuando éramos bebés y dormíamos en el abrazo materno, de cuando no habíamos nacido, de cuando fuéramos grandes y durmiéramos en el abrazo de alguien a quien aún no conocíamos: el extraño ilimitado. La otra era “la cama de al lado”. Mi hermano y yo no dormíamos allí, pues cada uno tenía su cuarto y en él su propia cama, pero aquella era la cama de ambos: de nuestra reunión y nuestra riña. Allí nos acostábamos, separados de la madre por un abismo, cerca de la madre, delante del televisor, esa otra mamá que habíamos traído de Miami.
Por las noches sucedía de este modo: la mamá se bañaba. Salía del baño envuelta en una toalla y pasaba por el estrecho espacio que separaba el televisor del pie de las dos camas. Se paraba en un extremo de la habitación, junto a la puerta del clóset. Nosotros seguíamos mirando al frente, a la pantalla. Ella se quitaba la toalla y quedaba desnuda un momento, mientras acababa de secarse, antes de empezar a ponerse la piyama. Yo desviaba la mirada hacia ella, furtivamente. No sabía si mi hermano miraba también. Ella se ponía la piyama y se metía entre las cobijas, y a mí se me quedaba detrás de los ojos la imagen de su sexo peludo, musgo animal. Esa selva en lo doméstico, ese misterio, era quizás el contrario de la domesticación del mundo que ofrecía la televisión frente a la cama.
De mi cuarto yo traía una almohada y la ponía en la cama de al lado, entre mi hermano y yo, para que los cuerpos no se tocaran. Y así veíamos televisión durante una hora: media el noticiero, media la telenovela que seguía. Luego la mamá nos mandaba a dormir. Cada uno para su cuarto.
Entonces, yo, desde mi cama, gritaba: “Hasta mañana”. Y mi mamá, desde la suya, a través del corredor: “Hasta mañana”. Y yo: “Que duermas”, y ella: “Lo mismo”. Y yo: “Que sueñes con los angelitos”. Ella se quedaba en silencio, y yo nuevamente le deseaba el sueño a gritos, buscando que me respondiera una vez más. Si no lo hacía y yo era la última en hablar, la noche podía traerme alguna maldición. Finalmente, mi mamá respondía: “Bueno, hasta mañana”. Yo contaba hasta doscientos. Atravesaba sigilosamente el corredor y me volvía a meter en la cama de al lado, de la que ya estaba excluido mi hermano. Mi madre y yo fingíamos que los dos hijos estábamos obligados a ir a dormir a la misma hora, para que él no protestara, pero la verdad era que a mí, por ser mayor y no ser perezosa para madrugar, me estaba permitido ver el programa que seguía después de la telenovela: Esta noche sí, con Gloria Valencia, que se parecía a mi abuela.
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