Cameron. Hernán Ronsino
con mi voz tajante. Le gusta que lo siga, ¿verdad? Juan Silverio no contesta, evade mi afirmación mirando los veleros. Es extraño, dice después cuando el viento se vuelve más intenso, es extraño este río, no puedo encontrarle una lógica a su movimiento. Es el río más hermoso que conozco, digo, ofreciéndole tabaco, lo hago por pura amabilidad, sabiendo que no lo va a aceptar. Pero lo acepta. Eso es cierto, larga ahora con la boca ocupada por el cigarro mientras espera que el fuego que le ofrezco lo encienda; es cierto, insiste, la belleza del río está en su lógica misteriosa. Después de un rato sin hablar, incómodo –no puede mirarme a los ojos–, cruza el puente fumando, se pierde por los barrios más grises. Yo me quedo mirando el río, esa boca oscura, ese vacío vibrante.
Por las noches, antes de dormir, deambulo por la casa silenciosa. La ropa que deja Mita cuelga como las reses de las vacas en un frigorífico. No sé por qué pienso eso. Y con esa idea se me figura el barrio Alto, allá donde las luces bailotean formando un círculo perfecto. Esa es la vida. Pero una vida que desprecio. Mita seguro debe estar ahí, en la ronda de los que quieren beberse la alegría en conjunto. Yo, en cambio, deambulo por las habitaciones, busco el sueño. Y en ese deambular –en ese desequilibrio leve, cada vez más leve– me aferro a los detalles. Es una filosofía secreta. Pensar en los detalles, en las pequeñas formas, en los relieves silenciosos. Por ejemplo: si uno se acerca bastante a Juan Silverio va a descubrir una mancha en la comisura de sus labios. Una mancha pálida, café con leche, que parece una península desafortunada. En el centro de esa península emerge un lunar con bordes precisos. De lejos la península no se ve. Apenas resalta el punto negro del lunar. Una cosa, entonces, es ver ese círculo de luces que titilan en el Alto (los trazos gruesos) y otra cosa es percibir el detalle, la vida rancia de los que eligen esa vida, como Mita. Porque Mita elige eso cuando se va con el invierno.
Un martes Juan Silverio no aparece en el Club de Jazz. Es raro no verlo cuando llego a la mesa. Porque siempre está sentado, temprano, viendo cómo los músicos prueban el sonido. Le gusta todo eso: la vida de una banda. Pertenecer a un grupo. Pero no puede. Ahora, además, el recital está empezado. Elda Cook me mira sin dejar de cantar. Quiere tener alguna respuesta ante el vacío que se le abre en la primera mesa –la mesa, según ella, del burócrata melancólico y el viejo rengo–. Pero yo no logro reaccionar. En principio imagino que Silverio fue al baño. Por eso pido mi whisky y espero que vuelva. Es lo que puedo imaginar. De todos modos que haya ido al baño es algo extraño porque Silverio nunca se mueve de esa mesa. Pero a veces dan ganas de ir al baño, irremediablemente. Es natural. Elda Cook canta de otro modo. Se equivoca en la entrada de un tema de Bill Turner. Hace detener a la banda y pide empezar de nuevo. Dice que está un poco distraída. Y cuando dice eso me mira. Yo, en cambio, la percibo vieja y patética. Está claro que Silverio no fue al baño. Antes de que termine el recital bajo por una escalera estrecha. Un negro alto y perfumado mea en uno de los dos mingitorios. Yo busco el inodoro y me encierro ahí. Mientras espero que el negro se vaya, leo algunas frases escritas en la puerta: Dios ha muerto pero dejó una gran herencia o Todo bailarín es puto. Salgo a la calle con una angustia en el pecho. La gente camina por la zona de los bares, despacio, fumando. En el castillo hay una fiesta temática. Un viento cálido se levanta en la ribera. Voy en esa dirección. Porque aunque Silverio no esté yo lo sigo igual.
Trabajé en la reconstrucción del Puente de Hierro. Fui parte de una cuadrilla que el ingeniero húngaro Sigfrido Trasieff seleccionó en el último tramo del montaje de las planchuelas. Los seis elegidos teníamos entre catorce y quince años. Lurmand, Strech, Sosa, Magallanes, Pit y yo. Me hice amigo de Sosa inmediatamente. Nunca había visto a alguien con hambre. Y tampoco nunca antes había tenido un amigo de la zona alta. Los demás, como yo, estábamos ahí por diversión. Sosa tenía bien claro que ese trabajo era una gran oportunidad. Lo tenía claro. Pero eso, además, no le impedía disfrutar de los pequeños momentos. Los sábados, después de la jornada en el puente, tomábamos cervezas en el Volkshaus hasta bien entrada la noche (el tío de Lurmand, que después fue conocido como el poeta Boris Gordon: el que se suicidó en el puente que reconstruíamos, trabajaba en la cervecería y nos dejaba tomar en un salón secreto del fondo: Así se conoce la vida de verdad, decía en voz baja trayéndonos las jarras espumosas). Recuerdo la tarde del montaje final. A Strech lo golpeó una viga en la mano y el colorado Pit, de la impresión y la culpa, cayó al río desde la grúa. La sangre de Strech sigue confundida en la columna del puente.
No sé por qué ahora recuerdo estas cosas. Será la fiebre que me atraviesa desde hace unos días. Hoy amanecí necesitando a Mita. Usted debe cuidarse del río, señor, me recomienda siempre con esa voz estrecha. Y cuando Mita dice eso quiere decir que me cuide del tabaco y la humedad. Sus pulmones son un estropicio, agrega desde lejos. ¿Será por eso que Mita me cuida en el invierno? La fiebre va y viene como los veleros que contempla Silverio desde el puente. La fiebre va y viene y me despierta ciertos recuerdos. ¿O es el río? El olor del río que me trae a mi madre: maciza y católica, con su rodete estirado y rígido, tan burócrata. En esa confusión, en el pegoteo de las sábanas calientes veo parte del cielo despejado y recuerdo cuando le pedíamos a Sosa que nos hiciera oír el chillido de sus tripas. Lurmand y Pit se sacudían de la risa en los andamios del puente con el gorgoteo de aire que venía de esa panza negra y flaca. Nunca habíamos visto a alguien con hambre. Y Sosa hacía su juego. Tal vez pensaba que esa era una forma de acceder, de aproximarse a donde nunca iba a poder entrar.
La fiebre me tiene derrumbado varios días. Eso quiere decir que un martes no puedo ir al Club de Jazz a escuchar a Elda Cook. O a compartir la mesa con Juan Silverio. O a seguirlo. Ese martes que no voy, reconstruyo desde la cama cada momento, cada secuencia de lo que, se supone, está sucediendo en el Club de Jazz. Tomo una sopa y mientras miro por la ventana la zona alta, las luces titilantes de los barrios humildes, descubro, también, los movimientos en la casa de la señora de Burstein. Un camión de mudanzas está estacionado de culata en la entrada del garaje. No puedo ver con claridad lo que sucede. La señora de Burstein quedó viuda hace un año. Cuando fui a darle el pésame dijo que ella no iba a soportar tanta tristeza. Dos veces apareció en casa en plena madrugada. Una vez fue en invierno, por eso Mita me despertó –porque cuando Mita está en casa, yo duermo profundamente– y entonces bajé con la bata que el señor Burstein me había regalado en uno de mis cumpleaños; bajé también con el puro que acompañaba el regalo y descalzo. Cuando me vio, así, tan cercano al muerto, la señora de Burstein salió de casa, ofendida. La otra vez fue en una madrugada de verano. Yo tomaba un whisky mirando por la ventana las luces titilantes del barrio Alto, desvelado. La señora de Burstein abrió la puerta sin llamar. Me vio sentado en el sillón y me dijo: Muéstreme la pierna. Entonces yo le mostré mi pierna derecha. Y ella tuvo un arrebato. Se podría decir así: tuvo un arrebato. Se desnudó y me pidió que la tocara porque si no la tristeza la iba a matar. Le hundí los dedos en la entrepierna mientras la señora de Burstein no dejaba de acariciar, con cierta cautela, la rudeza de mi pierna.
La señora de Burstein deja su casa para alejarse de la sombra de su marido muerto. Los recuerdos, Cameron, me dice en confianza la tarde en que pasa a despedirse, son una jaula pesada. Ahora en la casa vacía de los Burstein veo, por las ventanas sin cortinas, el deambular frenético de un muchacho joven; tendrá cuarenta años y el pelo largo. Pero usa una colita que lo mantiene ordenado. Instala equipos y computadoras. Al principio pensé que era un empleado de la casa de mudanzas, pero cuando el camión se fue el muchacho seguía ahí: abriendo la heladera, cambiándose de ropa. De modo que se trata del nuevo vecino. Se llama Orsini y trabaja de noche. Durante el día duerme o juega con un gato gris que, poco a poco, va acomodando sus límites. A veces recibe la visita de una chica. En algún momento de la noche salen a fumar al balcón, a veces discuten fuerte o a veces se aproximan con modos torpes. Esa aproximación, casi siempre, los lleva al cuarto que la señora de Burstein usaba como estudio. En esa habitación Orsini es desvestido por la chica y es también ella la que lo monta sobre una cama estrecha. Lo que se ve entonces son movimientos bruscos. Ella hace presión contra Orsini. Una presión constante que Orsini no puede contener. Apenas estira los pies y pide, con los brazos flacos, simulando una caricia, que se retire. Entonces ella se enoja, discuten y sale a la noche, vistiéndose. Orsini se queda mirando la computadora, abrazado a su gato gris. Las luces intermitentes de la pantalla le explotan en la cara.
Un jueves a