Job. Juan Olivera Monteagudo

Job - Juan Olivera Monteagudo


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      De un momento a otro interrumpieron su plática, cogieron sus abrigos y se dirigieron a la salida. Una intempestiva rabia me nació en la boca del estómago, me subió al pecho y se adueñó de mí por completo. «¿Adónde irán?», me pregunté pre­so de celos y ardores, mientras un sinfín de imáge­nes de escenas sexuales en la cama de un piso vulgar discurrían por mi mente. «¿Acaso no me pertenece esa mujer por derecho de pernada? ¿Acaso no es mi dinero el que paga sus ropas, sus deudas, su comida? ¿Acaso no compartimos la misma casa, los mismos problemas, las mismas preocupaciones domésticas?».

      Salí preso de rabia y decidido a pedirle expli­caciones; pero cuando la ubiqué con la mirada, ya partía el taxi que los llevaba en dirección desco­nocida. Solo por esa vez me arrepentí de no tener un coche para seguirlos.

      Aquella noche me la pasé imaginando y envi­diando aquella carne joven siendo tomada por el repugnante negro.

      Acabo de enterarme de que el Juan Francisco ha matado a su mujer. Al parecer, el muy estúpido llevaba tiempo sabiendo que lo corneaba y ayer sábado por fin ha decidido poner final a eso, dán­dole a ella de balazos.

      ¡Con razón paraba siempre embriagado! ¡Con razón andaba achispado, imbecilizado, como inten­tando remediar con el licor aquel ultraje! ¡Qué rabia siento por dentro! ¡Pensar que lo tuve un par de veces tan cerca como para poder entresacarle algo! ¡Solamente me hubiera bastado captar un pequeño quiebre tras su mirada, un leve cambio de expresión, una diminuta alteración en su voz para que se delatara! Hubiera sido muy placentero ex­traerle las minucias más sórdidas y los detalles más morbosos de aquella triple relación. ¿Habrá algo más deleitable que el detectar las desgracias del otro?

      El Juan Francisco era un tío acobardado y sin carácter, un perdedor nato que ocultaba su com­plejo de inferioridad tras una careta de hombre moral.

      Según cuentan, al principio, cuando vieron que su convivencia empezaba a flaquear, asistieron a una terapia grupal de problemas conyugales. Con el tiempo esta se convirtió en una improvisación teatral, un estúpido sketch de comedia familiar en que la víctima (si así se la podría llamar), que era su mujer, vivía aguardando el momento oportuno para huir con el otro. Desde entonces sus ataques de impotencia los ahogaba en licor. Al parecer, el Juan Francisco regresaba borracho a su casa para evadir el enfrentarse con el descontento de ella.

      De nada sirvieron sus lloriqueos, disculpas y promesas de cambio; estas solo lograron apaciguar su brutalidad emocional hasta que se desató la tor­menta.

      Así que ayer el Juan Francisco ha espabilado las orejas, ha salido de la anestesia que le causaban la embriaguez y los tontos consejos (esos que te obligan a vivir en una realidad ficticia, engañosa y sometido a la «moral» de los demás), ha tomado su rifle de doble cañón y acribillado a su mujer: «Le disparé porque la amaba —dicen que alegó a la Policía–. No me arrepiento».

      Ahora surge la pregunta: ¿tuvo razón el Juan Francisco al cometer ese asesinato? Yo creo que sí; después de todo, la realidad no resulta tan ingenua como queremos que sea: el engaño es el engaño, la traición es la traición y no hay remedio legal para eso… Es más, le aplaudo, pues contaba con motivo suficiente (todo asesino esconde alguno) y estaba en juego su honorabilidad. Porque así como las mujeres adoran convertirse en madres para cuidar de sus hijos y ocuparse de las cuestiones de la casa, los hombres debemos ser egoístas y amorales para custodiar mejor nuestros intereses familiares.

      Me alegra que la haya matado. Me repugna escu­char cómo lo compadecen los tontos de mis com­pañeros, divulgando una compasión que, aunque parezca auténtica, para mí es hipócrita, dañina y apesta.

      Mientras las gentes llenan sus bocas con empa­lagosas condolencias, me causa placer imaginar al Juan Francisco comiendo solo frente al cadáver recién quemado de su mujer, como dicen que la encontraron, con la vista puesta en algún punto in­finito e irrecuperable. Las manchas de sangre esparcidas por el suelo, la cocina revuelta, los restos de la comida en los platos aún sin recoger y, por fin, su rabia apagada por dentro.

      Hoy pasan la noticia por la tele. Espero im­paciente.

      Mirándome al espejo, me he puesto a pensar en que, a pesar de mi rostro provinciano y marchito, he metido a muchas mujeres en mi cama. Me he acostado con cuanta puta, niña o adolescente he querido. Esta inclinación perversa hacia lo prohi­bido, esta inclinación ardorosa por penetrar y hacer daño, constituye una soberanía que pocos poseen.

      Aunque se supone que mi gran amor ha sido mi mujer, la Antonia, con el tiempo nuestra rela­ción se ha ido convirtiendo en una convivencia cansina, pasiva y tormentosa. Al principio ella significó para mí ese complemento que todo hom­bre busca para orientar mejor sus intereses. Ad­mito que alguna vez la quise, pero nunca con esa pasión loca por la que se es capaz de mandar todo al diablo e ir tras un culo; lo mío fue un amor acomedido, un amorcillo leal hacia una relación etérea que nunca pasó de eso, un amorcillo.

      Me jode admitirlo, pero en Madrid me rom­pieron el corazón por primera vez. Una putita mucho menor que yo me hechizó desde el primer momento que la vi. Era pequeña, con carita de ángel y cuerpo exuberante que se me ofreció en una callecita de Lavapiés. ¿Quién no ha sentido debilidad por la carita inocente y pura de una pu­tita de quince años? ¿Por un cuerpecito firme y terso? ¿Por una mirada penetrante, pero ingenua?

      La conocí en uno de mis viajes que tuve que realizar por razones de trabajo; por aquel entonces yo contaba treinta años y ella era una cría que apenas llegaba a los quince. ¿Qué tonto, no? El Job, violento y sanguinario, se enamoró perdida­mente de una niñata que apenas sabía atarse los zapatos.

      Me sentí cual un adolescente que espera, lamiendo su helado de fresa, a que su noviecita salga de la escuela. Por primera vez en mi vida disfruté de esas caminatas de discoteca en disco­teca, de esos inviernos madrileños jugando al par­chís y dándole caladitas a los porros, del cachis de vino, de las uñitas de ron, del alterne entre pinchos y cañas… ¡Era feliz! ¡Quién lo creyera! ¡Job, el silencioso, era feliz!

      Una noche en que andábamos de juerga, apa­reció un chaval de la nada. Era guapo, valgan verdades; compartió un par de palabras con ella y todo terminó. Se la llevó. Desapareció de mi vida por una de esas angostas callecitas que tanto amé. Borró su número telefónico, cambió su domicilio y dejó de frecuentar los sitios que alguna vez fueron nuestros.

      Cuando la recordaba, cual niñato enamorado que se enternece con la canción más cursi, me daba por llorar y perder el sentido. Me sentía truncado por mi adultez, por esa diferencia de edad que me sometió a su indiferencia. «¡Tenía tantas cosas que enseñarte!», me decía a mí mismo en una suerte de enmienda: «¡Tenía tanto que darte! ¡Tantas posi­bilidades por hacer realidad!». Hasta ya había or­ganizado planes… Pediría mi traslado a Madrid, dejaría de a pocos a la Antonia y, una vez supe­rados los convencionalismos, nos iríamos a vivir juntos a un condominio de una residencia honesta. ¡Un consentimiento suyo y yo era capaz de…!

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