Todo aquello que nunca te dije. Miguel Aguerralde
con viejas fotografías de escenas de jazz, me dirigió hasta una sala redonda que hedía a humo, a alcohol barato y a sudor caro. Me ajusté la americana gris y la corbata roja y me deslicé entre las mesas, tamborileando con mis dedos sobre ellas al ritmo de la música, hasta sentarme en un taburete solitario pegado a la barra. En el escenario, un trompetista negro y un bajista blanco jugueteaban con piezas de Miles y de Baker con el gusto del que sólo ha nacido para ello y disfruta haciéndolo. Pedí una copa al tipo tatuado tras el mostrador y me sorprendí cuando al terminar la interpretación del dúo las luces del club se apagaron de golpe. El silencio absoluto se había adueñado de la sala, parecía un lugar irreal.
Antes de que volvieran a encenderse las luces comenzaron a sonar los toques de un bajo y el repicar rítmico y pausado de un charles de batería. Entonces una voz de mujer, tan sensual como una caricia de seda en la piel, acarició las primeras sílabas del «Blue Velvet» de Bobby Vinton como en aquella vieja película de David Lynch. A ritmo muy lento, como si cada verso no fuera a llegar al final, la voz desmigó a media luz la primera estrofa. Con el segundo verso regresó la claridad, la melodía cobró su viveza habitual y por primera vez pude distinguir a la mujer que cantaba.
Era ella. No podía ser otra. Como si la mano de un ser superior y travieso la hubiera puesto en mi camino. Sus ojos oscuros, profundos, rasgados, se clavaron en los míos y le atisbé una sonrisa. Era la mujer misteriosa que había conocido días atrás entrenando. Era ella, la Dama de Le Chat Noir.
A su hipnótica versión de «Blue Velvet» siguió un medio tiempo de tonos chill de «Georgia On My Mind» de Ray Charles que la dama sin nombre cantó con un derroche de voz y tempo sin igual. Pero para ese entonces mi mente estaba atrapada en su esquiva sonrisa rosa, en su mirada caída que me buscaba entre el humo del local, en su silueta atrapada en la ajustadísima cárcel de un vestido negro palabra de honor y falda rota, su melena rubia oculta en un recogido sobre la coronilla. No podía creer que la tuviera allí mismo, frente a mí, cantándome. Tan lejos pero tan cerca.
En un descanso una la camarera escuálida se acercó a ella para entregarle un vaso largo de algún tipo de licor naranja, y tras su trago comenzaron a sonar las notas del «In my life» de Lennon y McCartney, a cargo de una desgarrada Gibson azul. La interpretación que hicieron de esa canción resultó deliciosa y mágica.
La misteriosa mujer desarrolló dos canciones más y yo perdí la noción del tiempo escuchándola, incapaz de separar mis ojos de los suyos, que parecían querer derretirme desde la distancia. Llegado un momento la luz se apagó de nuevo y una ovación furiosa reventó Le Chat Noir. La diva del local bajó del escenario y se acercó entre las mesas hasta la barra. Alzó la mano y el barman tatuado comenzó a prepararle otro destornillador. Cuando lo tuvo en la mano se sentó a mi lado y me miró con descaro los labios.
—Mi nombre es Diana —me dijo—. Ahora te toca a ti cantarme algo.
CAPÍTULO 23
BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Domingo 7 de octubre. Cerca del alba.
Me alejé del ordenador propinando un empujón a la mesa que terminó lanzando mi silla hacia atrás. Estuve a punto de derramar el vino y caer redondo sobre el sofá. No podía creer lo que me estaba sucediendo, mis dedos temblaban encima del teclado, las palabras brotaban solas como borbotones de sangre, de luz, de vida.
El brillo a través de la ventana me hizo guiñar los ojos. Llevaba tantas horas escribiendo a oscuras, acostumbrado sólo a la luz disminuida de la pantalla del ordenador, que la primera claridad del nuevo día me afectó lo mismo que a un Drácula del medievo.
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