Dublineses. Джеймс Джойс
era en cierto modo similar al de movimientos de época victoriana como el de la hermandad prerrafaelita o el Arts & Crafts de William Morris, con un fuerte contenido nostálgico y utópico, contrario a la industrialización y al desarrollo de las ciudades. Inicialmente el movimiento no tenía contenido político alguno –sus fundadores afirmaban ingenuamente que la lengua no era un asunto político–, pero su fin implícito no podía ser otro que la recuperación de la Irlanda galaica, y como tal formaba inevitablemente parte del movimiento nacionalista.
De cualquier manera, y aunque es innegable que el movimiento de recuperación cultural fue una especie de refugio del nacionalismo en una época en la que la actividad política, tras el desastre de la caída de Parnell, estaba paralizada, el énfasis en la cultura autóctona no debe verse sólo como una estrategia política. En el campo de la literatura especialmente, surge a finales del siglo XIX un grupo de notables escritores, que si bien comparten el interés por la tradición, despliegan un talento que les hace dignos de atención más allá de consideraciones políticas. Su consagración como «escuela» se produjo en 1867 con la publicación de Study of Celtic Literature (1867) del influyente crítico inglés Matthew Arnold.
La figura central del movimiento es sin duda William Butler Yeats, cuya obra poética está considerada como una de las más importantes de la literatura europea contemporánea. James Joyce renunció a la poesía tras leer The Wind among the Reeds, una de sus colecciones de poemas, admitiendo que nunca llegaría a componer nada que estuviera a su altura. Otro de sus libros de poemas, Celtic Twilight –La aurora celta– fue tomado como una especie de guía del movimiento, que originalmente incluso llegó a conocerse por ese nombre. Su interés por el misticismo, el espiritualismo y el ocultismo le llevó a acercarse a los escritos herméticos, a Emanuel Swedenborg y a la teosofía, enseñanzas que combinó con las leyendas y la mitología irlandesa. Su participación en el Renacimiento literario irlandés se produce sobre todo a partir de su relación con Augusta Persee, conocida bajo su título nobiliario de lady Gregory, auténtica organizadora del movimiento. Con ella, y con Edward Martyn, otro de los principales autores del grupo, fundó el Teatro Literario Irlandés en el Teatro Abbey de Dublín. Su objetivo era crear un teatro nacional siguiendo el modelo de Francia, en cuyo proyecto primaban los autores por encima de los actores y los intereses de los empresarios, como ocurría en Inglaterra. La programación se centraría en la promoción del teatro autóctono, aunque sin olvidar novedades de la escena internacional que eran sistemáticamente ignoradas en Irlanda:
Esperamos encontrar en Irlanda un público imaginativo y no corrompido, habituado a escuchar, gracias a su pasión por la oratoria [...] nuestro deseo es poner en escena [...] esa libertad de palabra que no se da en los teatros de Inglaterra y sin la cual ningún nuevo movimiento en arte o literatura puede triunfar.
Aunque ese proyecto duró apenas cinco años, los organizadores no desistieron y en 1904, incluyendo nuevos participantes como John Millington Synge y George William Russell, fundaron la Irish National Theatre Society, que continuó con la misma política de programación hasta convertirse en el Teatro Nacional Irlandés tras la emancipación.
Las obras programadas, casi todas escritas por miembros del movimiento –el propósito de incorporar novedades internacionales se olvidó pronto, provocando la ira de un joven James Joyce–, tratan fundamentalmente del problema nacionalista. Muchas de ellas resultan enormemente ingenuas hoy en día y de una cierta mediocridad. Sin ir más lejos, las de la propia lady Gregory –escribió diecinueve obras para su estreno en el Teatro Abbey, entre ellas varias adaptaciones de Molière– ya suscitaron el sarcasmo de Oliver St. John Gogarty, que decía de ellas que con su estreno casi arruinaba al teatro. De cualquier manera, el proyecto dramático sin duda tuvo al menos la virtud de revitalizar la cultura teatral de la ciudad. Algunas de las obras, como Kathleen ni Houlihan de Yeats, que es una abierta llamada a la rebelión contra el dominio inglés, o The Playboy of the Western World de Synge, una sórdida historia de la Irlanda profunda, pretendidamente realista y de ambiguo simbolismo, provocaron grandes controversias e incluso tumultuosas protestas. Synge, junto con George Moore, otro escritor irlandés muy influido por el realismo francés, y que también participó activamente en el Renacimiento literario –fue miembro fundador de la Irish National Theatre Society–, representaban una tendencia distinta dentro del grupo, que apenas compartía el interés en las leyendas y la mitología celta, ni tampoco en el misticismo y los saberes esotéricos.
Curiosamente, la mayoría de los miembros del movimiento eran de confesión protestante y ascendencia angloirlandesa. La familia de Yeats tenía propiedades y fortuna, y aún más significativo, había emigrado a Inglaterra cuando el autor era un niño. Yeats de hecho vivió prácticamente toda su vida en Londres, y cuando iba a Dublín se alojaba en un hotel. Su conocimiento de la cultura tradicional irlandesa lo obtuvo principalmente en las temporadas que pasaba como invitado de lady Gregory en la suntuosa propiedad familiar de esta, en el condado de Galway, del que su marido, un noble angloirlandés, fue representante parlamentario en repetidas ocasiones. Las simpatías nacionalistas de la mayoría de los miembros del grupo chocaban por tanto con su educación y sus propios intereses. De ellos se ha dicho que eran una «vanguardia ilustrada protestante» que trató de encontrar un lugar en la nueva Irlanda independiente que se estaba gestando en esos años.
De cualquier manera, no debe confundirse enteramente el movimiento de recuperación cultural con el nacionalismo político, en esta época ya dominado por el independentismo feniano. El proyecto de los literatos revivalistas era una especie de utópica unión de aristócratas angloirlandeses y campesinos autóctonos bastante alejada de la realidad. Los nacionalistas, no obstante, procuraron utilizarlo para sus fines políticos. Al hacerlo fomentaron un cierto tradicionalismo que a su vez alejaba del nacionalismo a la nueva clase media católica, una burguesía utilitaria que, como el personaje de la obra de Bernard Shaw, o como el propio Joyce, veía más el futuro en Europa que en la Irlanda tradicional. Las tradiciones y el lenguaje que Yeats y Russell y lady Gregory, y Moore y Synge habían estudiado con celo de entomólogos, no representaban para esta joven clase media un romántico pasado utópico, sino un mal recuerdo, la rémora de un pasado miserable que únicamente querían dejar atrás.
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A finales del siglo XIX la Europa continental había superado en muchos aspectos el dominio que Inglaterra había ejercido en el mundo occidental desde finales del siglo XVIII. Las últimas décadas del siglo XIX, junto con los primeros catorce años del siglo XX, son probablemente el periodo de crecimiento más imponente jamás existido en la historia de la humanidad, y en ellas ya no es Inglaterra la nación que lleva la iniciativa. Al depender de infraestructuras que ya empiezan a quedarse obsoletas, cede el liderazgo de la innovación a naciones como Bélgica o Alemania, que generan por entonces las condiciones que transforman la industria y el comercio en lo que se ha llamado segunda Revolución industrial.
Poco antes de la Primera Guerra Mundial se decía que Europa había cambiado más en las cuatro décadas anteriores de lo que lo había hecho en todos los siglos transcurridos desde tiempos de Jesucristo. En 1871, a partir del final de la Guerra Franco-Prusiana, se había iniciado en Europa el hasta entonces periodo más largo de paz disfrutado desde que existía memoria. En las últimas décadas del siglo XIX la población europea, tras siglo y medio en constante expansión, alcanzó tasas de crecimiento de hasta el 30 por 100, y llegó a constituir la cuarta parte de la población mundial. La producción industrial superaba con mucho a la del resto del mundo, y Europa concentraba y controlaba la mayor parte del comercio mundial.
La unificación de Alemania ese mismo año de 1871 y la conclusión de la de Italia con la conquista del Vaticano un año antes, completaban un mapa político europeo de una estabilidad hasta entonces desconocida. A partir de ese momento las potencias parecieron olvidar o al menos dejar de lado sus diferencias. De hecho, la ausencia de conflictos bélicos en Europa llegó a provocar una especie de nostalgia bélica. Gran parte de la población llegó a declararse partidaria de la guerra y se creó una verdadera ideología belicista en cuyo contexto había quien sin el menor pudor justificaba las matanzas bélicas como una sana purga para los pueblos.
Las rivalidades territoriales en realidad no desaparecieron, sino que se trasladaron a escenarios lejanos, y tan extensos, hostiles e inexplotados, que su dominio resultaba