La librería ambulante. Christopher Morley
Por regla general no suelo pagar más de cincuenta centavos por un libro. La gente del campo es más bien cautelosa a la hora de gastarse el dinero. Pueden pagar un dineral por un filtro de agua o por una capota, ¡pero nadie les ha enseñado a preocuparse por la literatura! Y, sin embargo, es sorprendente cuánto se emocionan con un libro; si aciertas con el tipo de libro, claro. Un poco más allá de Port Vigor hay un granjero que espera mi regreso. He estado allí tres o cuatro veces. Calculo que me comprará unos cinco dólares en libros. La primera vez que fui a su granja le vendí La isla del tesoro, y todavía sigue hablando de ese libro. Le vendí Robinson Crusoe y Mujercitas para su hija y le vendí también Huckleberry Finn y el libro de Grubb sobre la patata. La última vez que estuve allí me pidió algo de Shakespeare, pero no se lo quise vender. Creo que todavía no estaba preparado.»
Empecé a percibir algo del idealismo con que aquel hombrecillo asumía su trabajo. Era una especie de misionero itinerante, además de un conversador incansable. De pronto se había puesto a parpadear y pude ver cómo empezaba a entusiasmarse.
«¡Dios!», dijo, «cuando le vendes un libro a alguien no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva. Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. En un libro cabe todo, el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir. ¡Repámpanos! Si en lugar de librero fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas la gente correría a su puerta a recibirme, ansiosa por recibir mi mercancía. Y heme aquí, con mi cargamento de salvaciones eternas. Sí, señora, salvación para sus pequeñas y atribuladas almas. Y no vea cómo cuesta que lo entiendan. Sólo por eso vale la pena. Estoy haciendo algo que a nadie se le ha ocurrido hacer desde Nazareth, Maine, hasta Walla Walla, Washington. ¡Es un nuevo campo, pero vaya si vale la pena! Eso es lo que este país necesita: ¡más libros!»
El hombrecillo se burló de su propia vehemencia. «¿Sabe una cosa? Es cómico», dijo. «Incluso los editores, los tipos que imprimen los libros, no se dan cuenta de lo que estoy haciendo por ellos. Algunos se resisten a darme crédito porque vendo los libros por lo que valen y no por los precios que ellos les ponen. Me escriben cartas sobre la política de los precios fijos y yo les respondo hablándoles de mi política del mérito fijo. Que publiquen un buen libro y ya verán cómo lo vendo a buen precio. ¡Eso les digo! A veces creo que nadie sabe tan poco sobre libros como los propios editores. Aunque supongo que es algo natural. La mayoría de maestros de escuela no conoce bien a los niños.»
«Lo mejor de todo», continuó, «lo mejor es que me lo paso bien haciendo esto. A veces Peg, Bock (el perro) y yo vamos por la carretera en un día de verano tibio y pasamos despacio frente a una pensión y vemos a los huéspedes que prefieren almorzar en la baranda. Casi todos muertos de aburrimiento, sin nada bueno que leer, nada que hacer salvo sentarse a ver cómo zumban las moscas bajo el sol mientras las gallinas rascan el suelo de un lado a otro. Sin duda, no tardaré en venderles media docena de libros que les devolverán el amor por la vida; así no olvidarán el Parnaso en una buena temporada. Piense en O. Henry, por ejemplo. No hay nadie tan adormilado que no sea capaz de disfrutar de las historias de ese hombre. Él entendía la vida, cómo no, y podía escribir sobre ella con todo lujo de detalles. He pasado más de una tarde leyendo en voz alta a O. Henry y a Wilkie Collins delante de estas personas, que, además de comprarme todos los libros, siempre pedían más y más.»
«¿Y qué hace usted en invierno?», pregunté. Una duda práctica, como casi todas las mías.
«Depende de dónde me encuentre y cuán malo sea el clima en ese lugar», dijo el señor Mifflin. «Dos inviernos los pasé en el Sur y me las arreglé para que el Parnaso siguiera en la carretera toda la temporada. Si no tengo suerte me quedo donde esté. Nunca he tenido dificultades para hallar alojamiento para Peg y un trabajo para mí, si es que llego a necesitarlo. El invierno pasado trabajé en una librería en Boston. Y el invierno anterior a ése estuve en una farmacia, en un pueblo cerca de Pensilvania. Y el anterior trabajé como tutor de literatura inglesa con dos niños. Y el anterior fui camarero en un barco de pasajeros. Ya ve cómo funciona el negocio. Tengo una variopinta colección de experiencias. A mi entender, un hombre que ama los libros no tiene por qué morirse de hambre. Pero este invierno planeo irme a vivir con mi hermano a Brooklyn y trabajar como una hormiga en mi libro. ¡Dios, cuántos años llevo cavilando este asunto! Durante muchas y largas tardes de verano, viajando por caminos polvorientos, rumiándolo tanto que sentía mi cabeza a punto de estallar. Verá usted, creo que la gente común y corriente, la del campo, quiero decir, nunca ha tenido la oportunidad de comprar libros y mucho menos de que alguien les hable de lo que significan. Está bien que los decanos de las universidades exhiban sus estanterías de dos metros llenas de la mejor literatura y que los editores publiciten su colección de Clásicos del Linóleo, pero lo que la gente necesita es algo bueno, familiar, honesto. Algo que les llegue a las entrañas, que los haga reír y temblar y marearse y pensar en la pequeñez de esta bola de palomitas de maíz que gira en el espacio sin obtener nada a cambio. Algo que los estimule a mantener limpio el hogar y la leña bien partida para hacer el fuego y los platos bien lavados y secados y ordenados. Cualquiera que haga leer a la gente del campo cosas que valgan la pena le estará prestando un gran servicio a la nación. Y eso es lo que esta caravana de la cultura pretende hacer… ¡Supongo que la estaré hartando con mi arenga! ¿Y el Sabio de Redfield? ¿También se pone a salmodiar así?»
«No conmigo», dije. «Nos conocemos hace tanto tiempo que él me ve como una especie de máquina de hacer pan y colar café. Supongo que no valora demasiado mi juicio en lo que a literatura se refiere. Aunque pone su digestión en mis manos sin ninguna reserva. La granja Mason queda por aquí. Creo que podríamos venderles algunos libros, ¿no cree? Sólo para empezar.»
Nos desviamos por el camino que conduce a la granja Mason. Bock se adelantó unos pasos, muy rígido sobre sus patas y meneando la cola amistosamente, para saludar al mastín. Entonces, la señora Mason, que estaba en el porche pelando patatas, dejó el cazo sobre la mesa. Es una mujer alta con el busto grande y los ojos oscuros y joviales de una vaca.
«Por todos los cielos, señorita McGill», gritó con voz alegre. «Me alegra verla. Consiguió que alguien la trajera hasta aquí, ¿verdad?»
No se había fijado en el letrero del Parnaso y pensaría que se trataba de la caravana de cualquier mercachifle.
«Verá, señora Mason», dije, «he entrado en el negocio de los libros. Éste es el señor Mifflin. Le he comprado su mercancía. Hemos venido a venderle algunos libros.»
Ella se rió. «Vamos, Helen», dijo, «no intentes tomarme el pelo. El año pasado le compré un montón de libros a un agente, Las mejores oraciones fúnebres en veinte volúmenes. Y Sam y yo apenas hemos pasado del primero. Una lectura tediosa, incómoda.»
Mifflin bajó de un salto y levantó la tapa del costado del vagón. La señora Mason se acercó. Me hizo gracia ver cómo el hombrecillo se ponía tenso en presencia de un cliente. Era evidente que la venta de libros era para él más que una fuente de sustento.
«Señora», dijo, «las oraciones fúnebres, forradas en arpillera, supongo, tienen su lugar, sin duda; pero la señorita McGill y yo traemos libros de verdad, y que seguramente merecerán su atención. El invierno llegará pronto y le harán falta lecturas más amenas con las que entretener sus tardes. Seguramente tendrá niños a los que no les vendría mal leer algún libro. ¿Quizás un libro de cuentos de hadas para la pequeña que está en el porche? ¿O historias de invenciones para el chico que está a punto de romperse el cuello saltando desde el tejado del granero? ¿O un libro sobre el arte de construir caminos para su esposo? Estoy seguro de que necesita algo de lo que tenemos. La señorita McGill quizás conozca mejor sus gustos.»
Aquel hombrecillo de barba roja era sin duda un vendedor nato. Cómo adivinó que el señor Mason era el comisionado local de caminos, sólo Dios lo sabe. Tal vez fuera un golpe de suerte. Para entonces casi toda la familia se había reunido alrededor de la caravana. Vi que el señor Mason salía del granero con su hijo de doce años, Billy.
«Sam», gritó la señora Mason, «¡aquí está la señorita McGill, que se ha vuelto marchante de libros y