Señales que precederán al fin del mundo. Yuri Herrera
LARGO RECORRIDO, 5
Yuri Herrera
SEÑALES QUE PRECEDERÁN
AL FIN DEL MUNDO
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: enero de 2010
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
MAQUETACIÓN: Grafime
© Yuri Herrera, 2009, 2010
© de esta edición, Editorial Periférica, 2010
Apartado de Correos 293. Cáceres 10001
ISBN: 978-84-18264-41-2
El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Para mi abuela Nina, mi tía Esther y mi tío Miguel, en camino.
1 LA TIERRA
Estoy muerta, se dijo Makina cuando todas las cosas respingaron: un hombre cruzaba la calle a bastón, de súbito un quejido seco atravesó el asfalto, el hombre se quedó como a la espera de que le repitieran la pregunta y el suelo se abrió bajo sus pies: se tragó al hombre, y con él un auto y un perro, todo el oxígeno a su alrededor y hasta los gritos de los transeúntes. Estoy muerta, se dijo Makina, y apenas lo había dicho su cuerpo entero comenzó a resistir la sentencia y batió los pies desesperadamente hacia atrás, cada paso a un pie del deslave, hasta que el precipicio se definió en un círculo de perfección y Makina quedó a salvo.
Pinche ciudad ladina, se dijo, Siempre a punto de reinstalarse en el sótano.
Era la primera vez que le tocaba locura telúrica. La Ciudadcita estaba cosida a tiros y túneles horadados por cinco siglos de voracidad platera y a veces algún infeliz descubría por las malas lo a lo pendejo que habían sido cubiertos. Algunas casas ya se habían mandado a mudar al inframundo, y una cancha de fut, y media escuela vacía. Esas cosas siempre les suceden a los demás, hasta que le suceden a uno, se dijo. Echó una ojeada al precipicio, empatizó con el infeliz camino de la chingada, Buen camino, dijo sin ironía, y luego musitó: Mejor me apuro a cumplir este encargo.
Su madre la Cora la había llamado y le había dicho Vaya, lleve este papel a su hermano, no me gusta mandarla, muchacha, pero a quién se lo voy a confiar ¿a un hombre? Luego la abrazó y la tuvo ahí, en su regazo, sin dramatismo ni lágrimas, nomás porque eso es lo que hacía la Cora: aunque uno estuviera a dos pasos de ella era siempre como estar en su regazo, entre sus tetas morenas, a la sombra de su cuello ancho y gordo, bastaba que a uno le dirigiera la palabra para sentirse guarecido. Y le había dicho Vaya a la Ciudadcita, acérquese a los duros, ofrézcales servirles, yái que le echen la mano con el viaje.
No tenía ninguna razón para ir primero donde el señor Dobleú, pero un apuro de agua la condujo al vapor donde aquél se mantenía. Sentía la tierra hasta debajo de las uñas como si ella se hubiera ido por el hoyo.
El cobrador era un muchacho sanguíneo y orgulloso con quien Makina la había desgranado en una ocasión. Había sucedido de la manera torpe en que esas cosas suelen suceder; pero como los hombres, todos, están convencidos de que son buenísimos para ese brincoteo, y como había sido claro que con ella había brincado chueco, desde entonces el muchacho le bajaba los ojos cada que se la encontraba. Makina caminó despacito frente a él y él asomó de su caseta de cobranza como para decirle No, no se puede, o más bien Usté no, usté no puede: con un ímpetu que le duró tres segundos porque ella no se detuvo y él no atinó a decirle ninguna de esas cosas y sólo pudo levantar los ojos con autoridad cuando ella ya lo había pasado y se dirigía al turco.
El señor Dobleú era un espectáculo feliz de redondeces pálidas surcadas por venitas azules; el señor Dobleú se mantenía en la sala de calor húmedo. Las páginas del diario de la mañana estaban pegadas al azulejo y el señor Dobleú las iba pelando una a una conforme avanzaba en la lectura. Reparó en Makina sin sorpresa. Qué le hubo, dijo, ¿Una chelita? Juega, dijo Makina. El señor Dobleú sacó una cerveza de una cubeta con yelos a sus pies, la destapó con la mano y se la pasó. Se empinaron la botella, ambos, hasta el fondo como si fuera un concurso. Luego disfrutaron en silencio la escaramuza entre el agua de fuera y la de adentro.
Y cómo está la señora, preguntó el señor Dobleú.
Hacía mucho tiempo la Cora había auxiliado al señor Dobleú, Makina no sabía exactamente qué había sucedido, nomás que el señor Dobleú andaba huyendo en ese entonces y la Cora lo escondió mientras pasaba la tormenta. Desde aquello para él
lo que dijera la Cora iba a misa.
Está, nomás, ya sabe cómo dice ella.
El señor Dobleú asintió y luego añadió Makina: Me manda a hacerle un mandado, y señaló un punto cardinal.
¿Vas a cruzar?, preguntó el señor Dobleú. Makina hizo sí con la cabeza.
Está bueno, vete y yo mando un mensaje, ya que estés allá mi gente se encarga de pasarte.
¿Quién?
Él te reconoce.
Se quedaron en silencio otra vez. A Makina le pareció que podía escuchar toda el agua del cuerpo trepándole la piel de adentro hacia la superficie. Era agradable, y siempre disfrutaba los silencios con el señor Dobleú, desde que lo había conocido como un animal reseco y asustado al que le llevaba pulque y cecina en sus épocas de fuga. Pero tenía que irse, no sólo para ir a hacer lo que debía hacer, sino porque por más conchabados que estuvieran ella sabía que no podía meterse ahí; una cosa eran las excepciones y otra cambiar las reglas. Dio las gracias, el señor Dobleú dio el de qué mi niña, y jarchó.
Sabía dónde hallar al señor Hache pero no estaba segura de poder entrar aunque también conociera al que guardaba la entrada, un malora al que no le había aceptado sus flores, pero a quien conocía de piel para adentro. Se decía que, entre otras chambas, había entambado al lado de una carretera a una mujer por órdenes del señor Hache. Makina le preguntó si era verdad, en la época en que la cortejaba, y él respondió Qué más da si lo hice o no, lo que importa es que a ninguna le niego el placer. Lo dijo como una gracia.
Llegó al lugar. Pulquería Raskolnikova, decía el letrero. Debajo, el guardián. A éste no podía contonearlo de largo, así es que se le paró enfrente y le dijo Pregúntale si puede recibirme. El guardia la observó con un odio helado y asintió, pero no se movió de la entrada; se metió un chicle a la boca, lo masticó un rato, lo escupió. Miró un poco más a Makina. Luego se dio media vuelta con desgana, como si se metiera a orinar nomás por distraerse; entró a la pulquería, regresó y se recargó en la pared. Seguía sin decir nada. Makina resopló, sólo entonces el guardia dijo ¿Vas a pasar o qué?
Dentro habría no más de cinco borrachos. Era difícil precisarlo porque frecuentemente había alguno perdido en el aserrín. El sitio, cual debe ser, olía a meados y a fruta fermentada. Al fondo, una cortina separaba a los mugrositos de la gente importante: aunque fuera nomás un pedazo de tela, nadie entraba al privado sin permiso. Apúrate, oyó Makina decir al señor Hache.
Hizo a un lado la cortina y tras ella encontró al relumbrón de oro y camisa estampada de pájaros que era el señor Hache resolviendo un dominó con tres de sus esbirros. Todos los esbirros se parecían, ninguno tenía nombre que ella supiera, mas nadie extrañaba fusca. El esbirro .45 hacía pareja con el señor Hache contra los esbirros .38. El señor Hache tenía tres fichas en la mano y miró de reojo a Makina sin soltarlas. No iba a invitarla a sentarse.
Usted le indicó a mi hermano a dónde tenía que ir para resolver su asunto, dijo Makina, Ora voy yo para allá, a buscarlo.
El señor Hache encerró las fichas en un puño y la miró de lleno.
¿Vas a cruzar?, dijo con ansia, aunque la respuesta fuera obvia. Makina