Señales que precederán al fin del mundo. Yuri Herrera

Señales que precederán al fin del mundo - Yuri Herrera


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y cuando el cantinero asomó tras la cortina dijo Tráele un pulquito a la muchacha.

      La cabeza del cantinero desapareció y aquél dijo Claro que sí muchacha, claro que sí… Me estás pidiendo ayuda ¿verdad? aunque seas orgullosita y no lo digas con todas sus letras me estás pidiendo ayuda y yo, mírame, te digo claro que sí.

      Ahora vendría el sablazo. El señor Hache no podía ver burro sin que se le antojara viaje. El señor Hache sonreía y sonreía, pero no dejaba de ser un reptil en pantalones. Quién sabe cuál era la relación del duro éste con su madre. Sabía que no se hablaban, pero lo atribuía a soberbia de poderoso. Alguien le había chismeado que la Cora y él eran parientes, alguien más que tenían un disgusto atorado, sin embargo ella nunca había preguntado porque si la Cora no le había dicho por algo sería. Pero Makina podía sentir la mala obra flotando en el ámbito. Ahora venía el sablazo.

      Nomás te voy a pedir que lleves algo, una cosita de nada, se lo entregas a un compadre y él mismo te orienta sobre lo de tu carnal.

      El señor Hache se inclinó hacia uno de los esbirros .38 y le dijo algo al oído. El esbirro se levantó y jarchó del privado.

      El cantinero apareció con una catrina rebosante de pulque.

      Démelo curado de nuez, dijo Makina, Y fresquito, llévese esa chingadera babosa.

      Tal vez había sido excesivo, pero alguna insolencia tenía que mostrar. El cantinero miró al señor Hache, que asintió, y fue a cambiar la catrina.

      El esbirro volvió con un bultito envuelto en paño dorado, pequeñín, como si contuviera un par de tamales, se lo dio al señor Hache y éste lo recibió con las dos manos.

      Es una sola cosa, sencillita, la que te estoy pidiendo, no hay por qué apendejarse, ¿verdad?

      Makina afirmó con la cabeza y cogió el bulto pero el señor Hache no lo soltó.

      Chínguese su pulquito, dijo, señalando al cantinero que reaparecía catrina en ristre. Makina extendió lentamente una mano, se bebió el curado hasta el fondo y el dulce sabor terroso le alebrestó las entrañas.

      Salucita, dijo el señor Hache. Sólo entonces dejó ir el paquete.

      Una no hurga bajo las enaguas de los demás.

      Una no se pregunta cosas sobre las encomiendas de los demás.

      Una no escoge cuáles mensajes lleva y cuáles deja pudrir.

      Una es la puerta, no la que cruza la puerta.

      A esas reglas se atenía y por eso la respetaban en el Pueblo. Estaba a cargo de la centralita con el único teléfono en kilómetros y kilómetros a la redonda. Timbraba, ella respondía, le preguntaban por tal o por cual, ella decía Voy vengo, llama de nuevo en un ratito y te contesta tu persona o yo te digo a qué hora la encuentras. A veces era gente de pueblos de por ahí la que llamaba y ella contestaba en lengua o en lengua latina. A veces, cada vez más, llamaban del gabacho; éstos frecuentemente ya se habían olvidado de las hablas de acá y ella les respondía en la suya nueva. Makina hablaba las tres, y en las tres sabía callarse.

      El último de los duros tenía un restorán llamado Casino que sólo abría por las noches y que durante el resto del día era despejado para que su dueño, el señor Q, leyera los diarios sentado a la una única mesa en medio del bodegón de techos altos, altos ventanales cuadriculados y duela relumbrante. Con el señor Q Makina tenía su propia historia: dos años atrás había chambeado como emisaria de urgencias en las negociaciones que él y el señor Hache sostuvieron para repartirse las candidaturas a alcalde cuando la gente de uno y otro ya estaban al filo de los machetazos. Recaditos a media noche a un acelerado que se movía por fuera del enjuague y que, repentinamente, al escuchar las palabras transmitidas por Makina (que ella no entendía, aunque sí entendiera), decidía retirarse. Un sobre entregado a cacique pueblerino que de la reticencia pasó a la diligencia tras ojear las nuevas. Por su vía los duros repartieron resignación o huesos y así todo se resolvió con discreta efectividad.

      El señor Q nunca recurría a la violencia —por lo menos no había nadie que pudiera decirlo—, y sin duda jamás se le había escuchado levantar la voz. En todo caso, Makina ni se hacía ilusiones ni perdía el sueño culpándose por haber inventado la política; llevar mensajes era su manera de terciar en el mundo.

      El Casino estaba en un segundo piso, y la puerta en la planta baja no la guardaba nadie, para qué; de quién que se atreviera. Pero Makina no tenía tiempo para pedir cita y quien la conociera sabía que ella no era de incomodar nomás porque sí. Ya había arreglado lo del cruce y cómo hallaría a su hermano, ahora quería asegurarse de que habría quién la ayudara a volver; no quería ni quedarse por allá ni que le sucediera como a un amigo suyo que se mantuvo lejos demasiado tiempo, tal vez un día de más o una hora de más, en todo caso bastante de más como para que le pasara que cuando volvió todo seguía igual pero ya todo era otra cosa, o todo era semejante pero no era igual: su madre ya no era su madre, sus hermanos ya no eran sus hermanos, eran gente de nombres difíciles y gestos improbables, como si los hubieran copiado de un original que ya no existía; hasta el aire, dijo, le entibiaba el pecho de otro modo.

      Subió las escaleras, atravesó el pasillo de espejos y entró a la bóveda. El señor Q estaba, como de costumbre, vestido de negro de pies a cuello; había dos ventiladores a su espalda y en la mesa un periódico de circulación nacional abierto en la sección de política. Al lado, una perfecta taza blanca de café negro. El señor Q la miró a los ojos desde que Makina jarchó del pasillo de espejos, como si la hubiera estado esperando, y cuando estuvo frente a él inclinó la cabeza un par de milímetros a manera de Siéntese. Unos segundos después, sin que mediara orden, se acercó un mesero en filipina con una taza de café para ella.

      Voy al Gran Chilango, dijo Makina; no tenía caso dilatarse en preámbulos o reverencias con el señor Q: aunque pareciera que repasar las noticias era ocio, ahí estaba el mundo en sus trabajos; y añadió A tomar un camión, tengo que arreglar un asunto de familia.

      Vas a cruzar, dijo el señor Q. No estaba preguntando. Claro, ni caso había en averiguar cómo podía saberlo tan temprano.

      Vas a cruzar, repitió el señor Q, y ahora sonaba a orden, Vas a cruzar y vas a mojarte y vas a rifártela contra gente cabrona; te desesperarás, cómo no, verás maravillas y al final encontrarás a tu hermano, y aunque estés triste llegarás a donde debes llegar. Una vez que estés ahí, habrá gente que se encargará de lo que necesites.

      Dijo todo con gran claridad, sin mayor énfasis, sin mover un músculo de más. Terminó de hablar y le cogió una mano a Makina, se la encerró en un puño y dijo Éste es su corazón, ¿ya lo vio?

      El señor Q no parpadeaba. La luz barría transversalmente el vapor de sus tazas de café, que saturaba la bóveda de un aroma amargo. Makina dio las gracias y jarchó de ahí.

      Se detuvo en el pasillo de espejos a pensar por un momento en lo que le había dicho el señor Q; a veces prefería las palabras brutas del señor Hache y sin duda el fiesterismo lento con que hablaba el señor Dobleú; pero con el señor Q no había desperdicio, era siempre como si brotaran piedras de su boca, aunque no supiera exactamente qué significaba cada una.

      Miró los espejos: al frente estaba su espalda: miró detrás y sólo halló el interminable frente curvándose, como invitándola a perseguir sus umbrales. Si los cruzaba todos eventualmente llegaría, trascurvita, al mismo lugar; pero de ese lugar desconfiaba.

      2 EL PASADERO DE AGUA

      No podía perderse. Cada vez que volvía al Gran Chilango plantaba el pie suavecito porque no era ése el sitio donde quería dejar huella, y se repetía que no podía perderse, y con perderse se refería no a un desvío ni a un rodeo sino a perderse de veras, perderse para siempre en las lomas de lomas que encementaban el horizonte; o perderse en el asombro de tanta carne viva levantando palacios. Por eso prefirió viajar bajo tierra para llegar a la otra central camionera. Los trenes recorrían todo el sistema circulatorio pero nunca dejaban el cuerpo; ahí abajo ni la hería el aire


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