El día que murió Kapuscinski. Ramón Lobo

El día que murió Kapuscinski - Ramón Lobo


Скачать книгу
entró en Vukovar. Parte del camino estaba minado. Se arrastró por unos maizales. Aguzó el oído en busca del sonido de los morteros. La artillería serbia martilleaba la zona sin aparente orden ni cadencia. Las tropas croatas utilizaban el mismo camino para avituallar la primera línea. Cruzaron una carretera en zigzag. Vukovar era una ratonera. Estuvo una semana. Allí conoció a Hubert van Hecke. Era francés, y estaba tan mal de la cabeza como él. Hay un tipo de fotógrafos de guerra que necesitan acción, porque es lo que demanda «el mercado del horror». Arriesgan más de lo que deberían a la hora de lograr la mejor imagen que les asegure seguir en la élite.

      Las tropas serbias empleaban carros de combate como si fueran piezas de artillería, como haría años más tarde el Ejército sirio en Hama, Alepo y Homs. Había cuerpos tirados en las calles o alineados en el exterior de una morgue desbordada de trabajo, en espera de que los familiares se los llevaran para enterrarlos. Las explosiones eran constantes. No parecía existir un refugio seguro. Hope y Van Hecke se escondieron en una casa intacta.

      —Si ha tenido suerte hasta ahora, no tiene por qué dejar de tenerla esta noche —dijo Hope.

      Los civiles bajaron al sótano. Ellos se quedaron en un salón sin muebles, acompañados de una botella de rakija. Se acordó de Delphine. Un joven les apremió a bajar al sótano:

      —Muy peligroso, vengan.

      Hubert dijo que él no se movía.

      —Si te quedas, me quedo —dijo Puta Esperanza—. Pero como me maten por tu puta culpa no te lo perdonaré jamás.

      A la mañana siguiente, cuando se disponían a iniciar el camino de regreso, una explosión los lanzó por los aires. Hubert sufrió heridas en las piernas, Tobias en un brazo. Se hicieron fotos el uno al otro. El viaje de regreso a Zagreb resultó una tortura. Van Hecke iba en una camilla sostenida por soldados croatas. En el maizal se les cayó al suelo dos veces. Solo dijo, Malo je briga, «un poco de cuidado».

      Tobias regresó a París. Necesitaba curarse el brazo. Preparó un discurso sobre la conveniencia de vivir separados y mejorar desde esa distancia la parte de la pareja que no funcionaba, que era todo menos el sexo.

      Pasadas las Navidades, Delphine decidió dar por terminada la relación. Estaba cansada de esperar a Godot. La mejor forma de conseguirlo fue lanzarle un órdago. Sentados en el interior del café Delmas, le espetó:

      —Tengo casi treinta años, y me gustaría tener un hijo.

      Tobias se quedó lívido. Acababa de activar su temor a la paternidad. Significaba igualarse a su padre, enfrentarse a la posibilidad de ser un maltratador. Su almacén educacional estaba lleno de insultos, castigos y golpes. Un hijo condicionaría su trabajo, le obligaría a sobrevivir. Quiso decir algo, pero en lugar de voz le salió un rumor.

      —Quizá he sido demasiado directa —dijo ella.

      —No creas. —Carraspeó mientras buscaba una palabra que rompiera el hechizo.

      —Parece que te ha afectado —dijo ella riéndose—. No sabía que el gran Puta Esperanza fuese tan cagueta.

      Y el ruido recorrió la escala musical, del do al si.

      —Que yo sienta la llamada de la maternidad no te obliga a nada. Puedo acudir a un banco de semen, o, ahora que estoy curada, entrar en un bar y gritar ¡quiero follar!

      —Mejor el banco de semen que el bar.

      Esa noche, Tobias Hope durmió en el sofá. Cuando despertó, Delphine no estaba. Era enero de 1992. Amenazaba nieve. Recogió sus cosas y tomó un taxi al aeropuerto. Destino Londres, donde se acababa de instalar Roberto Mayo. «Toda mi vida cabe en un puto maletero», dijo. Se colocó las gafas de sol para protegerse de la curiosidad del conductor, acarició el cuerpo de su Leica, la cámara fetiche, y pegó la frente al cristal. Le pareció que las mujeres de París se volvían a su paso. «Mirad, ahí va un gilipollas», decían.

      7. Mostar / Sarajevo / Roma, 1993

      Tras varios Sarajevos en los que apenas coincidieron, en la primavera de 1993 Roberto Mayo y Amanda Bris volaron juntos a Roma, ciudad de la que él se declaraba experto. No era su breve etapa de delegado la que le otorgaba un conocimiento exhaustivo de sus mundos paralelos, sino el hecho de que la capital italiana era su centro de recarga emocional. Le gustaba dejarse estar, pasear sin rumbo, escuchar la babel de lenguas y observar la vida acelerada. Las distintas Romas eternas se superponen en un mismo escenario. Miles de personas se mueven escondidas detrás de una cámara de fotos. Apenas se detienen a oler, ver y sentir. ¿Qué cantidad de belleza invisibiliza la belleza? ¿Genera el contacto cotidiano con la monumentalidad un desgaste similar al de las relaciones o al seguimiento noticioso de las catástrofes? ¿Cuál es la tara que empuja a quejarse de las imperfecciones del pavimento de Piazza Navona en lugar de admirar el genio de Bernini?

      Todo había comenzado unas semanas antes, en el santuario croata de Medjugorje, donde la Virgen se aparece todos los días a la misma hora desde el 24 de junio de 1981 a los videntes Vicka Ivanković, Marija Pavlović e Ivan Dragičević, a quienes revela secretos y entrega recados. En uno de los mensajes de 1993, la Virgen bendijo la guerra contra los musulmanes en traducción libre del franciscano Slavko Barbarić, que estaba en el epicentro de unas apariciones hasta ahora no reconocidas por el Vaticano. Esta orden religiosa, ejemplar en otros lugares, tuvo un comportamiento incendiario e irresponsable en la guerra de Mostar, alentando una cruzada contra el islam local.

      Había estallado en la capital herzegovina una guerra dentro de la guerra contra los serbios, la librada entre croatas y bosniacos. El nuevo conflicto se extendió por el valle del Lašva, en Bosnia central. Había demanda de imágenes y textos. La lucha en Mostar, célebre por su Stari Most, el puente viejo otomano sobre el Neretva, fue su primer scoop debido a una serie de extraordinarias casualidades.

      Mayo jamás entró en Sarajevo en un coche de alquiler. Prefería los aviones de la ONU, o ir de sablista en los blindados de los grandes medios internacionales. Los automóviles de Avis y Hertz eran cómodos en las vacaciones, pero poco útiles en una guerra. Aparcados lejos de los campos de batalla, en las retaguardias de Split o en Zagreb, servían para entrar y salir de los Balcanes. Eran la garantía de una descompresión lenta, sin sobresaltos, al pasar de la miseria a la opulencia. Disponer de un vehículo inmovilizado durante semanas era un dispendio del que nadie se quejaba. Ni siquiera Cabeza Rapada.

      El temor al coche alquilado se lo había inculcado Julian Fox, que había entrado en Sarajevo en junio de 1992 a bordo de un Golf rojo arrendado en el aeropuerto de Viena. Después de varias semanas de callejeo, su estado era lamentable: abolladuras, manchas de sangre en el asiento del copiloto, ausencia de luna trasera...

      La intensidad de los combates le obligó a dejarlo en una esquina del aparcamiento subterráneo del Holiday Inn y abandonar la ciudad en un Land Rover blindado de la cadena de televisión ITN. Fue un viaje duro. Llevaban en la baca el féretro de Jimmy Dixon. Sentada en el asiento de atrás iba Amanda Bris, protegida por unas gafas oscuras enormes. El dolor por la muerte de su novio le había devorado el grosor de los labios. Antes de abandonar el hotel, Fox le advirtió al director, un hombre vinculado al crimen organizado: «Le dejo el Golf a su cuidado. No sé cuándo regresaré, pero vendré más pronto que tarde. Como demuestra su estado, se trata de un coche maldito. Solo yo puedo tocarlo sin que los dioses, no importa el nombre, arrojen su cólera sobre el ladrón y sus cómplices. No sé si me he explicado». El director preguntó si la sangre era del periodista muerto. Fox señaló la baca del Land Rover, donde estaba el ataúd de Dixon sujeto con cuerdas. «Recuerde, coche maldito.»

      Después de comprobar en agosto que el vehículo seguía en su plaza, y de renovar la advertencia al director, Fox no volvió a acercarse al hotel. No lo necesitaba: Bris se había instalado en la casa de Džidžikovac y la operación salida seguía siendo imposible para un coche sin protección blindada. La primera oportunidad llegó en un alto el fuego a finales de febrero de 1993. El personal del Holiday Inn lo recibió con una inusitada deferencia. Los hombres armados de la entrada realizaron el saludo militar. Le pareció extraño. Hacía meses que había dejado de ser cliente. En la recepción, una


Скачать книгу