En la tormenta. Флинн Берри

En la tormenta - Флинн Берри


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domingo, Rachel dijo que había quedado con alguien llamado Martin.

      Moretti se gira hacia mí.

      —¿Y adónde fueron?

      —No me lo dijo. Era por la noche, así que supongo que irían a cenar a algún sitio. Le pregunté si era una cita y me dijo que no. Dijo que era un amigo del hospital.

      —¿Sabe su apellido?

      —No me lo dijo.

      —¿Cuándo decidió Rachel que se quería mudar? —pregunta Moretti.

      —No quería mudarse.

      —Visitó a un agente inmobiliario hace dos semanas.

      —¿Adónde se iba?

      —A St. Ives. —La costa norte de Cornualles. Se me acelera el pulso por la emoción. Me encanta St. Ives. Podré ir a visitarla—. Rachel tenía planeado mudarse y no durmió en su casa esta semana. Pensamos que es probable que alguien la estuviera amenazando.

      —¿Dónde se estaba quedando?

      —Con Helen Thompson.

      Moretti se pone en pie y yo lo sigo, demasiado perpleja para protestar.

      —El sargento Lewis va a Marlow. Se ha ofrecido a dejarla en el hotel —dice.

      Un hombre alto con acento del sur de Londres me espera en el pasillo. En el ascensor de bajada dice:

      —Lamento lo de su hermana.

      Cuando las puertas se abren, lo sigo hasta su coche. La lluvia comienza a repiquetear en el parabrisas mientras nos abrimos paso entre el tráfico.

      —¿Dónde va la gente después?

      —Se van a casa —dice.

      Los limpiaparabrisas escurren el agua del cristal.

      —¿Cuánto hace que es policía?

      —Ocho años —dice, y se inclina hacia delante en un cruce para controlar el tráfico en dirección contraria—. Me doy dos más.

      Capítulo 4

      Rachel compró la casa en Marlow hace cinco años. Su pueblo es perfecto. Hay edificios de madera pintada en la calle principal. También está la plaza. Los tejos en el extremo largo de la plaza. El reloj amarillo del ayuntamiento. Los dos pubs. La iglesia y el cementerio de la iglesia. El riachuelo. La gasolinera.

      El Duck and Cover es el pub de los comerciantes. Se llamaba de otra manera, Duck and Clover, hasta que alguien tapó con pintura una de las letras. El Miller’s Arms es el pub de la gente que va y viene todos los días del trabajo. Sirve Pimm’s y solo retransmite deportes durante el Mundial y el campeonato de Wimbledon. Rachel pensaba que, con el tiempo, se produciría una confrontación explosiva entre los bandos. La esperaba con ansias. Apoyaba firmemente al Duck and Cover.

      «No queremos convertirnos en otro Chipping Norton», decía. «Es importante que la gente que trabaja aquí pueda permitirse vivir aquí».

      A excepción del Miller’s Arms, el pueblo no ha cambiado demasiado, al menos por ahora. No hay tiendas de ropa ni de artículos del hogar en la calle principal. Hay una fiesta de primavera y una cena para recaudar fondos para el cuartel de bomberos.

      «¿Por qué antes no había tanta gente que tuviese que hacer un largo trayecto para ir al trabajo?», pregunté.

      «Ahora los trenes son más rápidos».

      Hay otro pueblo, más grande, a la misma distancia de Londres, con un pub famoso, pero Rachel nunca corregía a la gente cuando los confundían, ni cuando le decían que habían estado en el Hand and Flowers.

      Rachel dijo que había algo raro en el pueblo. No recuerdo exactamente cuándo sucedió. Fue hace poco, después de que volviéramos de Cornualles. No la dejé terminar. Estábamos desayunando en su casa. Me acababa de levantar y no quería oírlo. Sabía por su tono de voz que lo que estaba a punto de contarme era horrible. Sabía que tenía que pararla. Me tomé un croissant de frambuesa y un espresso. Tenía su pueblo.

      La bodega. La sociedad de ahorro y préstamo para la vivienda. El gallo dorado del tejado del Hunters. La biblioteca. Los gemelos que trabajan para el pueblo. El toldo amarillo del Miller’s Arms. Los álamos frente al taller mecánico.

      Creía que los gemelos eran una sola persona hasta que los vi a ambos a la vez lavando un camión de la basura. Ambos llevaban gafas de sol de espejo, tenían el pelo largo y tenían rottweilers.

      «¿Tienen perros idénticos?», pregunté.

      «No, es el mismo perro», contestó Rachel.

      El Hunters no va demasiado bien. Hay doce habitaciones y solo otros dos huéspedes. Es noviembre, pero según Rachel tampoco se alojó nadie aquí en verano. Dijo que solo sigue abierto por el bar que hay debajo de las habitaciones. Esto me viene bien, ya que no planeo irme.

      Cuando vuelvo de la comisaría, robo un cuchillo de trinchar de la cocina. Lo coloco bajo la cama, así, si dejo caer el brazo por el borde del colchón, podré agarrarlo. Luego, me hundo en la cama, preguntándome qué quería decirme Rachel, y dejo que la oscuridad me envuelva el rostro.

      Capítulo 5

      Los primeros pasajeros ya están esperando en la oscuridad del andén cuando salgo a comprar los periódicos al quiosco de enfrente la mañana siguiente y los traigo al vacío salón del motel. La habitación está cubierta de papel verde con lirios dorados del valle. Antiguamente, los jinetes desayunaban aquí antes de salir de cacería.

      Rachel no está en el Telegraph. No está en el Independent, el Sun, el Guardian ni el Daily Mail. Si ninguno de los periódicos nacionales ha sacado la noticia, tal vez no ha ocurrido.

      Pero aparece en la portada del Oxford Mail. El periodista debe de tener una copia de la autopsia. Me entero de que murió a causa de una hemorragia arterial. La hora de la muerte fue entre las tres y las cuatro de la tarde. La apuñalaron once veces en el estómago, el pecho y el cuello. Tenía heridas defensivas en las manos y los brazos.

      Estoy sentada en la mesa leyendo el artículo y, de pronto, estoy a cuatro patas sobre la alfombra. Los dibujos del papel pintado comienzan a moverse. Tengo la boca abierta.

      Cuando el dolor más fuerte remite, me repliego contra la esquina de la habitación. Coloco los periódicos en la chimenea vacía. Quiero quemarlos, pero no tengo cerillas.

      Llamo a la paisajista. Le digo que ha habido una muerte en la familia y que no sé cuándo podré volver a Londres. Esta manera de decirlo me agrada, como si no fuera Rachel quien ha muerto, sino algún otro familiar, una tía o nuestro padre. Me dice que me tome todo el tiempo que necesite, pero no me ofrece un permiso retribuido. Lo cierto es que no la culpo. No es ese tipo de trabajo.

      Llamo a mi mejor amiga, Martha. Quiere venir y quedarse conmigo, pero le digo que necesito estar sola de momento.

      —¿Cuándo vas a volver a casa? —pregunta.

      —No lo sé. El inspector me ha pedido que me quedara por la zona.

      —¿Por qué?

      —Necesitan información sobre ella, supongo.

      Le pido a Martha que se lo diga a nuestros amigos y le doy también los números de los amigos de Rachel. Alice vive en Guatemala. No tengo su número y espero que Martha tampoco lo encuentre. Me reconforta que, para ella, Rachel siga viva y esté bien, como si eso lo hiciera, en parte, verdad.

      Después de las llamadas, camino hacia su casa. Es una tarde de domingo de finales de noviembre y algunas personas pasan a mi lado en coche, de camino a hacer sus recados. No me creo que esté planeando sobrevivirla, seguir con mi vida sin ella. La


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