Cuentos de amor de locura y de muerte / Cuentos de la selva. Horacio Quiroga

Cuentos de amor de locura y de muerte / Cuentos de la selva - Horacio Quiroga


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corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos.

      —¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! ¡Y tú... y tú... ni un miserable vestido que ponerme tengo!

      Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles.

      La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor —cinco mil pesos en dos solitarios—. Buscó en sus cajones de nuevo.

      —¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.

      —Sí, lo he visto.

      —¿Dónde está? —se volvió extrañado.

      —¡Aquí!

      Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.

      —Te queda muy bien —dijo Kassim al rato—. Guardémoslo.

      María se rió.

      —¡Oh, no! es mío.

      —¿Broma?...

      —¡Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío...! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.

      Kassim se demudó.

      —Haces mal... podrían verte. Perderían toda confianza en mí.

      —¡Oh! —cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.

      Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.

      —¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!

      —No mires así... Has sido imprudente, nada más.

      —¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere... me llamas ladrona a mí! ¡Infame!

      Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.

      Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.

      —Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.

      Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.

      —Un agua admirable... —prosiguió él— costará nueve o diez mil pesos.

      —¡Un anillo! —murmuró María al fin.

      —No, es de hombre... Un alfiler.

      A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.

      —Si quieres hacerlo después... —se atrevió Kassim—. Es un trabajo urgente.

      Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.

      —María, te pueden ver!

      —¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!

      El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.

      Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.

      —Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?

      —No —repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.

      Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.

      —¡Dame el brillante! —clamó—. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!

      —María... —tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.

      —¡Ah! —rugió su mujer enloquecida—. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! —y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de un botín.

      —¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!

      Kassim la ayudó a levantarse, lívido.

      —Estás enferma, María. Después hablaremos... acuéstate.

      —¡Mi brillante!

      —Bueno, veremos si es posible... acuéstate.

      —¡Dámelo!

      La bola montó de nuevo a la garganta.

      Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya.

      María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.

      —Es mentira, Kassim —le dijo.

      —¡Oh! —repuso Kassim sonriendo— no es nada.

      —¡Te juro que es mentira! —insistió ella.

      Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.

      —¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.

      Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo siguió con la vista.

      —Y no me dice más que eso... —murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.

      No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después, este oyó un alarido.

      —¡Dámelo!

      —Sí, es para ti; falta poco, María —repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana.

      Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.

      Su mujer no lo sintió.

      No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.

      Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos se arquearon, y nada más.

      La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.

      La gallina degollada

      Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

      El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco,


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