Dramas de Guillermo Shakespeare: El Mercader de Venecia, Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo. William Shakespeare
Índice
ESCENA PRIMERA.
Sala en la quinta de Pórcia.
Salen el PRÍNCIPE DE MARRUECOS y su servidumbre: PÓRCIA, NERISSA y sus doncellas.
EL PRÍNCIPE.
No os enoje, bella Pórcia, mi color moreno, hijo del sol ardiente bajo el cual nací. Pero venga el más rubio de los hijos del frio Norte, cuyo hielo no deshace el mismo Apolo: y ábranse juntamente, en presencia vuestra, las venas de uno y otro, á ver cuál de los dos tiene más roja la sangre. Señora, mi rostro ha atemorizado á los más valientes, y juro por el amor que os tengo que han suspirado por él las doncellas más hermosas de mi tierra. Sólo por complaceros, dulce señora mia, consintiera yo en mudar de semblante.
PÓRCIA.
No es sólo capricho femenil quien me aconseja y determina: mi eleccion no depende de mi albedrío. Pero si mi padre no me hubiera impuesto una condicion y un freno, mandándome que tomase por esposo á quien acertara el secreto que os dije, tened por seguro, ilustre príncipe, que os juzgaria tan digno de mi mano como á cualquier otro de los que la pretenden.
EL PRÍNCIPE.
Mucho os lo agradece mi corazon. Mostradme las cajas: probemos el dudoso empeño. ¡Juro, señora, por mi alfanje, matador del gran Sofí y del príncipe de Persia, y vencedor en tres batallas campales de todo el poder del gran Soliman de Turquía, que con el relámpago de mis ojos haré bajar la vista al hombre más esforzado, desafiaré á mortífera lid al de más aliento, arrancaré á la osa ó á la leona sus cachorros, sólo por lograr vuestro amor! Pero ¡ay! si el volver de los dados hubiera de decidir la rivalidad entre Alcides y Licas, quizá el fallo de la voluble diosa seria favorable al de menos valer, y Alcides quedaria siervo del débil garzon. Por eso es fácil que, entregada mi suerte á la fortuna, venga yo á perder el premio, y lo alcance otro rival que lo merezca mucho menos.
PÓRCIA.
Necesario es sujetarse á la decision de la suerte. O renunciad á entrar en la prueba, ó jurad antes que no dareis la mano á otra mujer alguna si no salis airoso del certámen.
EL PRÍNCIPE.
Lo juro. Probemos la ventura.
PÓRCIA.
Ahora á la iglesia, y luego al festin. Despues entrareis en la dudosa cueva. Vamos.
EL PRÍNCIPE.
¿Qué me dará la fortuna: eterna felicidad ó triste muerte?
ESCENA II.
Una calle de Venecia.
Sale LANZAROTE GOBBO.
LANZAROTE.
¿Por qué ha de remorderme la conciencia cuando escapo de casa de mi amo el judío? Viene detras de mí el diablo gritándome: «Gobbo, Lanzarote Gobbo, buen Lanzarote, ó buen Lanzarote Gobbo, huye, corre á toda prisa.» Pero la conciencia me responde: «No, buen Lanzarote, Lanzarote Gobbo, ó buen Lanzarote Gobbo, no huyas, no corras, no te escapes;» y prosigue el demonio con más fuerza: «Huye, corre, aguija, ten ánimo, no te detengas.» Y mi conciencia echa un nudo á mi corazon, y con prudencia me replica: «Buen Lanzarote, amigo mio, eres hijo de un hombre de bien...» ó más bien, de una mujer de bien, porque mi padre fué algo inclinado á lo ajeno. É insiste la conciencia: «Detente, Lanzarote.» Y el demonio me repite: «Escapa.» La conciencia: «No lo hagas.» Y yo respondo: «Conciencia, ¡son buenos tus consejos!... Diablo, tambien los tuyos lo son.» Si yo hiciera caso de la conciencia, me quedaria con mi amo el judío, que es, despues de todo, un demonio. ¿Qué gano en tomar por señor á un diablo en vez de otro? Mala debe de ser mi conciencia, pues me dice que guarde fidelidad al judío. Mejor me parece el consejo del demonio. Ya te obedezco y echo á correr.
(Sale el viejo Gobbo.)
GOBBO.
Decidme, caballero: ¿por dónde voy bien á casa del judío?
LANZAROTE.
Es mi padre en persona; pero como es corto de vista más que un topo, no me distingue. Voy á darle una broma.
GOBBO.
Decidme, jóven, ¿dónde es la casa del judío?
LANZAROTE.
Torced primero á la derecha: luego á la izquierda: tomad la callejuela siguiente, dad la vuelta, y luego torciendo el camino, topareis la casa del judío.
GOBBO.
Á fe mia, que son buenas señas. Difícil ha de ser atinar con el camino. ¿Y sabeis si vive todavía con él un tal Lanzarote?
LANZAROTE.
Ah sí, Lanzarote, ¿un caballero jóven? ¿Hablais de ese?
GOBBO.
Aquel de quien yo hablo no es caballero, sino hijo de humilde padre, pobre aunque muy honrado, y con buena salud á Dios gracias.
LANZAROTE.
Su padre será lo que quiera, pero ahora tratamos del caballero Lanzarote.
GOBBO.
No es caballero, sino muy servidor vuestro, y yo tambien.
LANZAROTE.
Ergo, oidme por Dios, venerable anciano.... ergo hablais del jóven Lanzarote.
GOBBO.
De Lanzarote sin caballero, por más que os empeñeis, señor.
LANZAROTE.
Pues sí, del caballero Lanzarote. Ahora bien, no pregunteis por ese jóven caballero, porque en realidad de verdad, el hado, la fortuna ó las tres inexorables Parcas le han quitado de en medio, ó dicho en términos más vulgares, ha muerto.
GOBBO.
¡Dios mio! ¡Qué horror! Ese niño que era la esperanza y el consuelo de mi vejez.
LANZAROTE.
¿Acaso tendré yo cara de báculo, arrimo ó cayado? ¿No me conoces, padre?
GOBBO.
¡Ay de mí! ¿qué he de conoceros, señor mio? Pero decidme con verdad qué es de mi hijo, si vive ó ha muerto.
LANZAROTE.
Padre, ¿pero no me conoces?
GOBBO.
No, caballero; soy corto de vista: perdonad.
LANZAROTE.
Y aunque tuvieras buena vista, trabajo te habia de costar conocerme, que nada hay más difícil para un padre que conocer á su verdadero hijo. Pero en fin, yo os daré noticias del pobre viejo. (Se pone de rodillas.) Dame tu bendicion: siempre acaba por descubrirse la verdad.
GOBBO.
Levantaos, caballero. ¿Qué teneis que ver con mi hijo Lanzarote?
LANZAROTE.
No más simplezas: dame tu bendicion. Soy Lanzarote, tu hijo, un pedazo de tus entrañas.
GOBBO.
No creo que seas mi hijo.
LANZAROTE.
Eso vos