Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith


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Ripton estaba desesperado.

      —¿Adónde vas? —inquirió con su último aliento y se detuvo, decidido a no dar un paso más.

      Richard rompió su silencio para responder:

      —A cualquier parte.

      —¡A cualquier parte! —Ripton repitió la mohína expresión de Richard—. Pero ¿no estás muerto de hambre? —resolló con vehemencia, queriendo mostrar el vacío de su estómago.

      —No —fue la breve respuesta de Richard.

      —¡No tienes hambre! —Ripton mostró su incredulidad con ímpetu—. Pero ¡si no has comido nada desde el desayuno! ¡Que no tiene hambre! Pues yo declaro que me estoy muriendo de inanición. ¡Hasta podría comer pan duro y queso!

      Richard se burló con desprecio, pero no por los motivos que habían impulsado una manifestación similar al filósofo.

      —¡Vamos! —exigió Ripton—. Dime cuándo vamos a parar.

      Richard iba a replicar, pero encontró un rostro descompuesto que lo desarmó. La nariz del muchacho, aunque no de la tonalidad que temía, amarilleaba. Regañarle habría sido cruel. Richard alzó la vista, observó el lugar, y exclamó:

      —¡Aquí!

      Se dejó caer sobre un campo marchito, y Richard se quedó atónito ante su movimiento, que le produjo una perplejidad aún mayor.

      Capítulo III

      Entre los jóvenes hay códigos de honor no escritos que no se enseñan formalmente, pero que entienden por instinto, y por ellos se rigen los más leales y francos. Debemos recordar que son una progenie aún no civilizada, así que no seguir al líder allí donde decide marchar, o echarse atrás en una expedición por un final dudoso y las molestias del momento, abandonar a un camarada en el camino, son hechos de los que un joven de buena naturaleza no será culpable, por mucho que advierta sus dolorosas consecuencias. Cualquier dolor es preferible a soportar que la propia conciencia denuncie su cobardía. A algunos osados no les perturba su conciencia, y los ojos y bocas de sus compañeros tienen que suplir la falta. Lo hacen con una persistencia peor que la voz interior, y el resultado, si el período de prueba no es severo, es el mismo. El líder puede confiar en la fidelidad de su hueste: sus camaradas han jurado servirle. El señor Ripton Thompson era leal por naturaleza. La idea de abandonar a su amigo no se le pasó por la cabeza, aunque estaba desesperado, y el comportamiento de Richard era el de un loco. Anunció con impaciencia que llegarían tarde a cenar. Su amigo no se conmovió. Parecía que la cena no le importaba. Seguía tumbado, arrancando briznas de hierba y dando palmaditas al perro en el hocico, como si no concibiera el hambre. Ripton se incorporó y volvió a tenderse media docena de veces, y finalmente se echó junto a su taciturno amigo, aceptando su destino.

      Ahora bien, tuvo la suerte de que empezara a llover y que dos extraños aparecieran por el camino buscando cobijo tras el seto donde los jóvenes descansaban. Uno era hojalatero itinerante; encendió una pipa y abrió un paraguas parduzco. El otro era un joven y fornido campesino, sin pipa y sin paraguas. Se saludaron asintiendo con la cabeza, y los dos enumeraron los beneficios del cambiante clima, que había afectado a su experiencia al cumplirse su profecía. Ambos habían anticipado que llovería antes del anochecer y, por tanto, la habían recibido con satisfacción. Mantenían una cháchara monótona en armonía con el suave zumbido del aire. Después de hablar del tiempo, siguieron con la bendición que representaba el tabaco; que era el mejor amigo del pobre, un compañero, un consuelo, un refugio en la noche, el primer pensamiento de la mañana.

      —¡Mejor que una esposa! —soltó el hojalatero con una risotada—. La pipa no te dice lo que tienes que hacer. No es una arpía.

      —¡Así es! —respondió el otro—. La pipa no se va con la pasta un sábado por la noche.

      —Toma —dijo el hojalatero. Le pasó, entusiasmado, una pieza de arcilla mugrienta. El campesino la llenó con tabaco del bolsillo del hojalatero y siguió con sus elogios.

      —¡Un penique al día y listo! ¿Mejor que una mujer? —rio.

      —Y puedes deshacerte de ella cuando quieras —añadió el hojalatero.

      —¡Así es! —intervino el campesino—. Y no queremos. Al menos, en este caso. O sea, en el de la pipa.

      —Y sin arrepentimientos —continuó el hojalatero, entendiéndole perfectamente.

      —Desde luego que no —el campesino entrecerró un ojo—, y la pipa no se come la mitad de los víveres.

      El honesto agricultor gesticuló para expresar que ese era el factor decisivo, a lo que el hojalatero le dio la razón, y habiendo, por así decirlo, zanjado el asunto con las cosas buenas que podían ser dichas, los dos fumaron en silencio bajo la lluvia.

      Ripton se consolaba observándolos a través de la zarza. Vio que el hojalatero acariciaba una gata blanca, llamándola como si fuera su parienta, pidiéndole opinión o confirmación, y pensó que era muy curioso. El campesino estaba tumbado a lo largo, con las botas mojándose con la lluvia y la cabeza entre los cacharros del hojalatero, fumando con profunda contemplación. Los minutos parecían ocupados en las alternancias de las nubes de humo de sus bocas.

      El hojalatero reanudó el coloquio.

      —¡Son malos tiempos! —dijo.

      —¡Desde luego! —confirmó su compañero.

      —Pero luego las cosas salen bien —siguió el hojalatero—. ¿Para qué desanimarse? He visto que todo acaba bien. Ahora viajo. Sigo mi ritmo. La suerte quiso que fuera el otro día a Newcastle.

      —¿Para qué? —dijo el campesino.

      —¿Para qué? —repitió el hojalatero—. ¿Me preguntas por qué fui? Se ve bastante mundo en mi oficio. No fui en vano. En cualquier caso, estoy de vuelta. Londres es mi sitio, me dije, y así veo un poco el mar, y me subí a un barco minero. Acabé tan destrozado como san Pablo.

      —¿Y ese quién es? —preguntó el otro.

      —Léete la Biblia —dijo el hojalatero—. Nos sacudieron y nos zarandearon. ¡No es igual jugar en tierra que en el mar, ya te digo! ¡Creí que nos íbamos a hundir esa misma noche! Me puse a rezar como un condenado; Dios está por encima del diablo, y aquí estoy, ya ves.

      El campesino apoyó la cabeza sobre el codo y le miró con indiferencia.

      —¡Menuda religión! Ese no siempre gana, o no estaría aquí dejándome el pellejo sin tener nada que hacer y, lo que es peor, nada que comer. Mira, la suerte es la suerte, y la mala suerte su contrario. A Rick se le quemó el pajar el otro día. La siguiente noche se le quemó el granero. ¿Qué había hecho para merecerlo? Ahora se ha quedado sin trabajo. Creo que Dios no ganó al diablo en esa ocasión; si no, no entiendo lo que pasó.

      El hojalatero carraspeó y dijo que había sido una desgracia.

      —¡Una maldita desgracia, ya te digo! —gritó el campesino—. Pues mira, aquí tienes otra desgracia. Yo trabajaba para el granjero Blaize de Belthorpe antes de irme con el granjero Bollop. El granjero Blaize echó en falta parte del grano. Dice que nosotros se lo robamos. Yo no se lo robaba. ¿Y qué hace? Nos echa a patadas, a mí y a otro, para que nos muramos de hambre en la calle. Le da todo igual. Dios no ganó al diablo en esa ocasión, creo yo. ¡No hubo manera, por lo que veo!

      El granjero sacudió la cabeza y dijo que también eso había sido una desgracia.

      —Y no tiene remedio —añadió el campesino—. Las cosas están mal y ya está. Pero te digo una cosa, amigo. El mal necesita ser vengado —asintió y guiñó el ojo con misterio—. Creo que el mal tiene un precio, como lo tiene el trabajo honrado. Al granjero Bollop no le guardo rencor; al granjero Blaize, sí. Y me gustaría quemarle el pajar una noche seca de viento —el campesino entrecerró un ojo, con maldad—. Se merece que el viento se lo lleve todo, amigo; el granjero


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