Taco bajo. Santiago Vizcaíno
Para unos, el colegio era un refugio, un lugar donde esconderse. Para otros, era una cárcel, y la educación, un castigo. Allí se nace con un sentido funcional de la opresión. No se discute que has venido para trabajar, para servir. Los jóvenes lo entienden, por eso tienen rabia. Y esa rabia se transforma en desidia frente al sistema. Dar clases a almas muertas, esa era nuestra tarea.
Sus preocupaciones básicas eran el sexo, el trago y la droga H, que expendían a las afueras del colegio unos tipos gordos y aindiados, de pantalones anchos, camisetas de equipos gringos de básquet y gorras de visera plana con la etiqueta pegada, como chicanos, pero en el culo del mundo. La H los convertía en seres bipolares y salvajes, en incontrolables animales del monte. Enseñarles algo resultaba un reto fatigoso. Yo no quería enseñarle nada a nadie, menos a esos adolescentes atontados por la droga y la necesidad de tener cosas. Nunca he querido seguidores ni súbditos, borregos consecuentes con una idea fija. Yo era docente por necesidad, que es la peor razón para serlo.
Aquello que llaman cultura artística o alta cultura era inasequible para ellos, porque su relación con el mundo estaba hecha de deseos básicos o adquiridos. Adquirir es un verbo que denota esfuerzo, que es la más triste condición cuando quieres tenerlo todo de inmediato. Pero ese todo estaba absolutamente reducido a olvidar momentáneamente una vida miserable, a escapar de la violencia diaria de sus existencias. Por ello la H, esa deformación de la heroína, era sinónimo de dicha. Como la base de coca, la H estaba mezclada con mil porquerías, entre ellas la mierda de gato. Fumaban mierda literalmente o cal o harina o máchica o ceniza. Sus ropas olían a vinagre y sus pupilas se constreñían hasta volverse como diminutos agujeros de la noche. H exhalaba su cuerpo esquelético, H ocupaba el espacio y era el aire que se encendía en sus cerebros aturdidos por la náusea de la resaca. La droga más barata que el agua, la droga más barata que una caja de chicles, la droga más barata que el pan, se pasaba de mano en mano con ansiedad y desesperación, como es lógico, en medio de la clase de literatura.
Por eso decido renunciar. Voy hasta la oficina del rector. Es un hombre flaco y pálido que habla con la mano en la boca, como si tuviera problemas de aliento. Siempre lleva un traje cruzado, una corbata delgada y pantalones de basta ancha que le cubren unos zapatos negros, relucientes, encharolados. Tengo la renuncia irrevocable en mis manos. Solo quiero entregársela e irme. Hace demasiado calor en su oficina. Hay un ventilador justo frente a su escritorio para que el aire le llegue a la cara y pueda mantener su traje puesto. Pocas veces hemos hablado. Sospecha de mí como creo que sospecha de todos los que vienen de fuera. Cree que le van a robar el puesto. Su inseguridad se muestra cuando le hablas porque se toma las manos con insistencia, las gira todo el tiempo como si estuvieran bajo un lavabo. Se toca los nudillos. Le digo que vengo a dejarle la renuncia. Por qué se va, dice, fingiendo que le da pesar, pero se le nota el brillo en los ojos. Siento que mi vocación está en otra cosa, respondo. El sistema, este sistema educativo, recalco, forma ciudadanos útiles, ciudadanos a quienes luego el Estado o el mercado pueda explotar. Me niego a ser parte de la educación mediocre de este país. En efecto, responde el rector, visiblemente enojado. Queremos seres productivos, con valores. Ciudadanos comprometidos con la patria. Cuando dice patria, algo le late en el cuello. La palabra patria lo vuelve loco. Siempre la ha usado en los discursos. Siente a la patria como a una madre a la que no se puede defraudar. La patria es un invento para configurar una identidad, le digo. Estos chicos no saben cómo se ha construido esta nación, no tienen ni idea. Las clases de historia se la pasan dormidos o amodorrados por la droga. ¡Qué droga!, grita, molesto. Todos lo saben, respondo. Pero es mejor hacerse el tonto. Y el problema no es ni siquiera la droga que circula. El problema, si me lo permite, y me acerco a él para mirarle a los ojos, es un sistema ingenuo que cree que está formando seres humanos. Es un sistema mentiroso y cruel que premia a quien cumple los estándares, a quienes moralmente se alinean con sus valores éticos. Usted no sabe nada, dice, se la pasa en los billares con puros malandrines. Y me quiere dar clases de educación. Deje su renuncia con mi secretaria y váyase. No lo necesitamos, enfatiza. Me doy la vuelta hacia la puerta. El aire del ventilador me da en la cara. Entonces lo pateo con fuerza y cae, se desconecta. Lentamente deja de dar vueltas. Se lo voy a cobrar de su liquidación, me grita, cuando estoy a punto de salir. No respondo. Solo pienso que soy libre, que los presos son ellos.
III
Mireya, una funcionaria de la Casa de la Cultura de Manabí, es grande y despierta como ella sola. Blanca y sensual. Atiende una oficina diminuta de una extensión de un núcleo que no sirve para nada. Camina alrededor de su escritorio meneando la cabeza y el culo con estudiado ademán. Siempre está fumando, y un par de veces me la he encontrado con la mano en la entrepierna, dentro de su pantalón, mientras escribe con la otra. Me mira y no deja de hacerlo. Se sonríe y saca la mano suavemente. Parece que nada le sorprende. Toma el teléfono con los mismos dedos con los que ha acariciado su clítoris y contesta con gran seriedad. Ya se lo paso, dice. Me atiende. No sé qué decirle. Presiente mi nerviosismo. Qué quieres, papi, me pregunta. ¿Cuándo vienes a mi casa? Cuando quieras, respondo. Esta tarde, propone. De acuerdo. Qué querías. Nada, respondo. Solo verte. Conversar. Mejor anda a mi casa. Te hago unos bolones, papi.
Odio ese «papi» tan desenfadado, pero voy a su casa. Toco la puerta. Pasa, grita. Está sentada sobre el sillón y tiene a su hijo, al lado, desnudo. Le acaricia el pene y me observa con curiosidad. Mira cómo se le pone, dice. Muy duro. Lo toma del tórax, lo levanta y lo besa en la boca. Tienes hijos, pregunta. No lo sé, digo, y ella se ríe. Voy a dejar al bebe en su cuna. Sale y va hasta la habitación. El niño no llora. Es muy tranquilo, anota. Solo jode cuando tiene hambre. Es una casa de dos ambientes. En la cocina hay cuatro platos recién lavados, dos vasos de aluminio y una olla de presión boca abajo. Todo está limpio, demasiado limpio para ser verdad. Hago un barrido de la casa. Qué miras, pregunta. Nada, tu casa. Está todo muy ordenado. Es que soy maniática, responde. Para todo. Siéntate, ponte cómodo, tengo cerveza en la refri, sugiere. Abro la nevera. Solo hay seis cervezas, dos cebollas, una bolsa de leche y un frasco de mermelada. Saco una botella. Está muy fría. La destapo con los dientes y ella se ríe. Te vas a cagar las muelas, advierte. Ya las tengo hechas mierda, respondo.
Mireya se levanta, toma el vaso que le ofrezco. Mucha espuma, reclama. La espuma hace que la cerveza se conserve, explico. Se toma el vaso de un solo trago. Hace el ademán de tirar la espuma al piso pero se da cuenta de que recién ha barrido. Pareces albañil, le digo. Se ríe. La biela se toma así, papi, es para refrescar. Dame otro, que hace mucho calor. Se toma la blusa y la estira hacia adelante para mostrarme las tetas. Lleva un sostén oscuro que no hace juego con lo que tiene encima. Se recoge el cabello en una cola y lo sostiene con una liga de esas que se usan para ordenar billetes. Su cuello es largo y blanco. Tiene un lunar muy cerca de la división de sus senos. Presiente que la miro. ¿Te gustan? Más o menos, respondo. Imbécil, dice. Se me acerca y saca la lengua. Tiene un piercing negro de mercado artesanal. Sin duda es más sexi en su oficina. Ahora es un poco vulgar. Veo sus manos y no puedo olvidar la imagen de sus dedos sosteniendo el miembro de su hijo. Le abrazo. Me muevo como en un vals. Ella hace lo propio. Recuesta su cabeza sobre mi hombro y suspira. ¿No es un sueño hecho realidad? Me toma de la mano y me lleva hasta la cocina. Arrima su espalda contra el mesón y me ofrece su boca mientras cierra los ojos. Aquello es una cueva húmeda. El secreto está en no meter la lengua de golpe, como en la penetración. Boca, sexo y ano son entradas frágiles, pienso. Méteme la lengua, pide ella. Entonces sí.
A ella le gusta hablar y dominar. Me quita la camisa y me recorre los pezones con su lengua. ¿No debería ser al revés?, digo. Le quito la blusa, zafo el seguro de su corpiño, y sus tetas caen como de una rama. Ella posa su mano en mi bragueta, arriba, abajo, arriba, abajo. Está dura, exclama. Mete la mano hasta el fondo y juega con sus dedos. Con su otra mano desabrocha mi pantalón y baja el cierre. Sigue jugando. Hago lo mismo. Tiene el sexo completamente rasurado, los labios grandes y un clítoris duro como un micropene desafiante. Allí ha entrado y salido mucho, considerando que tiene un hijo. Le doy la vuelta. Miro su culo enorme. Es un contrabajo. Ella sigue acariciando mi verga que está a punto de explotar. Retiro su mano porque si sigue así esto va a terminar muy pronto. Bajo su pantalón hasta las rodillas. Métemela, dice. Entonces sí.
IV
Llego