Casa Tomada. Santiago Vizcaíno
es meritoria en función del resultado. Es decir que el hecho de que Malcolm Lowry haya reescrito varias veces la misma novela no sería lo mismo si no fuera porque Bajo el volcán es una obra maestra. Los ejemplos superan, desde luego, la realidad —en sentido nietzscheano—, de la que se supone un escritor es un buen lector. Pero ¿quién legitima el hecho literario como válido o no? ¿Suponemos que existe un consenso subterráneo que sublima la obra en determinado momento? Son quizá múltiples factores. Y quizá allí mismo ya se pueda advertir un fin: la literatura es un ejercicio arduo del lenguaje donde el que escribe se enfrenta a su propio aniquilamiento.
De allí también que toda obra, concebida como tal, asista paradójicamente a un entierro y a un nacimiento. O solo a lo primero. Cuando ocurren los dos hechos, ha empezado la literatura, que nace del desplazamiento de quien la ejecuta, aun cuando su contenido se nos muestre como autobiográfico. Para una gran cantidad de autores, la literatura es una forma de explicar su circunstancia, pero entre ellos y el objeto media el lenguaje, que trastoca toda intención. Lenguaje que no es un medio de expresión, sino de implosión. Lo que se ha producido es un estallido lingüístico del sentido.
Es el sentido el que permite la asimilación de la obra como tal. La mera conjunción de palabras aleatorias no produce el sentido. Incluso en las formas más surrealistas o herméticas hay un entramado de significación que permite acceder al texto. Por ello la literatura es siempre mascarada, retrato infiel de uno mismo. Ya de por sí, un juego de traducción de un lenguaje íntimo que algunos llaman originalidad. Y aquello también es un fin, una búsqueda a la que el autor no parece llegar jamás, y si lo hace, no vuelve a escribir; pensemos en los casos de Rimbaud, de Hölderlin o de Rulfo, como uno más cercano.
Dicho entramado de significación, por tanto, está articulado por el pulso de un oficio que se aprende con esfuerzo y lectura. De allí que la relación hipertextual sea inmanente al hecho literario: todo texto remite a otro, y así. Por ello también la literatura en general es una forma de plagio, quizá la más bella de sus formas, la más estética. Pero no se debe confundir con el plagio común, porque aquel ha sido devorado por la maquinaria de la bibliofagia, que puede producir una indigestión, por otra parte.
No es menos cierto que quien escribe suele negar, si no que escribe, al menos su motivación. Aquello le causa una incomodidad. Prefiere ir a ciegas, sabe que el objeto está más allá, pero cuando lo nombra, este desaparece. Más bien evade el objeto para no turbarse. En el fondo, todo escritor es un evasor. Si fuese directamente ya no tendría sentido. Llega a tientas como el borracho a su casa. Sabe siempre cómo llegar.
El compromiso ético con el lenguaje o con el discurso —decurso—, además, debe trascender la pose, mero accesorio de la literatura. También es accesorio el hecho de volverse «escritor», o quizá es resultado, entre otros, de la búsqueda. Y sin embargo, no hay escritor que no piense que su grito o aullido ha de tener alguna importancia; de algún modo se precia, incluso en los casos más extremos como el de Kafka. Así, el que escribe sublima su ego como una ironía porque la desmesura del lenguaje lo estropea. Siempre paradoja, la literatura es una etiqueta que envuelve a un texto en potencia: un objeto fijo que abre su ropaje y deja ver sus heridas. Múltiples heridas que nos muestran, a su vez, la experiencia del viaje de un ser al que le horroriza morir, por ello escribe.
«Casa tomada», de Julio Cortázar, es sin duda la obra abierta por excelencia. Es imposible no ser tentado a interpretarla y ese ha sido quizá el mayor error de la crítica. En vez de mostrarnos su funcionamiento, es decir, cómo Cortázar ha logrado crear una obra magistral —siendo su primer cuento publicado—, se ha optado por una necesidad casi obsesiva de buscar sus referencias, su contenido.
Sería una enorme labor atender a la gran diversidad de interpretaciones que se han realizado de «Casa tomada», las más de las veces animadas por una necesidad ideológica. Incluso ya es de hecho una metáfora de cierto acontecimiento político: el peronismo. Pero esa «crítica» lo que ha hecho es destruir la literatura, es decir, la obra de arte, para dotarla de un contenido que no necesariamente ha querido ser ideológico.
En este estudio, pretendemos acceder a la casa como quienes la toman, es decir, por la parte trasera y por la noche. No partimos del prejuicio, es decir, de la búsqueda innecesaria de contenido. Si «Casa tomada» dice algo del mundo es por su especial construcción, por cómo los elementos han sido manejados para conformarlo.
Es un cuento, sin equívoco, heredero de la mitología y de la tradición fantástica, por eso ejecutamos una lectura hipertextual que nos parece necesaria. Pero, como hemos dicho, es también su construcción lo que hace de la casa una suerte de laberinto del sentido. Y, por ello, tratamos de acceder por medio de la narratología y la espacialización del relato. Sin embargo, nuestro punto de partida y referencia, porque así es como Cortázar ha creado el mito, es la noción de lo fantástico, que, en palabras de Jaime Alazraki, es más bien neofantástico, por eso también hablamos del «sentimiento de lo neofantástico», reutilizando esa pertinente categoría.
Desde luego, sabemos que Cortázar nos está tomando el pelo todo el tiempo y que cada pista que nos da es siempre falsa. La literatura contemporánea latinoamericana le debe a él no solo el boom, sino la introducción de lo fantástico dentro de lo cotidiano. Después de Cortázar, no es raro que en la calle la gente empiece a vomitar conejos o que extrañas presencias se tomen las casas. En Latinoamérica, en efecto, eso es real, no real maravilloso, como decía Carpentier, simplemente real.
La llave de «Casa tomada» ha sido tirada a la alcantarilla, pero todavía nos queda una posibilidad: retomar la casa. Y creemos que solo es posible de una manera: abandonando la necesidad obsesiva de interpretarla. Es el uso del lenguaje el que nos lleva a este equívoco, y encima lenguaje construido maliciosamente para cumplir con el objetivo de la ambigüedad.
La obra cuentística de Julio Cortázar ha sido leída por la tradición crítica a partir de la categoría de lo fantástico, que se entiende de manera general como un género donde un elemento extraño irrumpe y desestabiliza el orden cotidiano. Ocurre, entonces, que la incertidumbre y la perplejidad del lector ante esta irrupción producen una ambigüedad que se abre, quizá demasiado, a la interpretación.
Gran parte de la «culpa» de este «malentendido» radica en la reiterada alusión de Cortázar a su obra como fantástica:
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geogralías bien cartografiadas (Cortázar, 1994, 2: 368).
De lo que podemos observar que el término «lantástico» resulta conflictivo para denominar a la propia obra, que se define, en primer lugar, por oposición al racionalismo imperante del siglo XVIII. Heredera del cuento moderno que inaugura durante el siglo XIX Kdgar Allan Poe —de quien Cortázar fue traductor—, su obra se alimenta también con extrema lucidez de esa serie de escritores rioplatenses «cuya obra se basa en mayor o menor medida en lo fantástico, entendido en una acepción muy amplia que va de lo sobrenatural a lo misterioso, de lo terrorífico a lo insólito, y donde la presencia de lo específicamente “gótico” es con lrecuencia perceptible» (1994, 3: 89). Allí se encuentran, por ejemplo, Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Adollo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Felisberto Hernández. Pero la gran ascendencia de Poe en su obra marcaría definitivamente la manera de entender el fenómeno literario:
La huella de escritores como Edgar Allan Poe —que prolonga genialmente lo gótico en plena mitad del siglo pasado— es innegable en el plano más hondo de muchos de mis relatos; creo que sin Ligeia, sin La caída de la casa Usher, no se hubiera dado en mí esa disponibilidad a lo fantástico que me asaltaba en los momentos más inesperados y que me llevaba a