El viaje más grande del mundo. Saúl Sánchez Pedrero
ella quien me acompañase al despacho de Raquel para ver qué podíamos hacer. No sé por qué, pero me sentía muy atraído por Verónica, era una sensación que no recordaba haber sentido nunca. Esa chica tenía un aura especial, poseía un atractivo difícil de explicar, que unido a su carisma la hacían irresistible a mis ojos. Su personalidad era arrolladora y me daba la sensación de que la conocía hacía mucho tiempo cuando la realidad era bien distinta.
Me di prisa, me vestí y desayuné un vaso de leche con galletas. En quince minutos estaba aseado, pero mis ropas no le gustaban demasiado a mi educadora. Me dijo que a lo largo de la semana iríamos a buscar prendas nuevas al almacén de la asociación donde había ropa usada que podría aprovechar. Me sorprendió entender tan bien todo lo que Verónica me decía. «¡Qué bien se expresa esta mujer!», pensé.
Atravesamos medio Madrid en metro, me encantó ver el ambiente que había en el suburbano madrileño, las personas de distintas razas conviviendo en paz y de forma pacífica. Otra cosa que me llamó mucho la atención era la prisa con la que iba la mayoría de las personas. En Mali, y en África en general, el ritmo era mucho más pausado, y he de reconocer que esto me estresó un poco.
Verónica trató de enseñarme a manejarme en el metro, al igual que había tratado de hacer María, y aunque no del todo, entendí que lo primero que había que hacer era localizar la estación de destino. Una vez localizada, había que comprobar en qué línea estaba, cada una estaba representada por colores y números. El siguiente paso era encontrar en el mapa la estación de salida, esto era lo más fácil porque siempre saldría de Pueblo Nuevo y luego tendría que ir cambiando de trenes siempre siguiendo la dirección de la última estación de la línea. La teoría estaba bien, pero en la práctica me costó un poco de tiempo habituarme a este nuevo medio de transporte.
Nos bajamos en Sol, tras hacer lo que Verónica denominó transbordo en la parada de Ventas. Me maravilló el centro de Madrid, mi educadora vio mi cara y se rio abiertamente. Me informó que en ese momento no teníamos tiempo, pero que en otra ocasión me haría de guía turística.
Llegamos a un edificio altísimo. Me contó que allí se encontraban las oficinas de la asociación. Cogimos un ascensor y subimos hasta la cuarta planta. Al salir del ascensor nos encontramos a Javier, el director de la entidad, que me preguntó cómo estaba y dio un par de besos a mi acompañante. Nos comunicó que Raquel nos estaba esperando en su despacho y él desapareció por una de las muchas puertas que había en la oficina.
El despacho de Raquel era pequeño, con muchas estanterías llenas de carpetas. Tenía la mesa llena de documentos, que apiló cuidadosamente cuando nosotros entramos. Me dio la mano con educación y me presentó a Cámara, un chico bámbara, que me ayudaría con las traducciones para que me enterase de todo. En esta ocasión, mi abogada tenía el pelo suelto y un vestido largo que le proferían un aspecto más juvenil e informal que la jornada anterior en que la conocí.
Cámara debía de tener unos veinticinco años, vestía de manera muy formal, con una americana que le quedaba un poco grande y una camisa muy bonita. Me estrechó la mano y me saludó en mi idioma. Hacía tiempo que no escuchaba a nadie hablar en bámbara y, por un instante, me trasporté a Sané, con mi familia y amigos. Nos sentamos los tres enfrente de Raquel, mientras que al mismo tiempo que nos hablaba escribía en un ordenador portátil.
—Como te dije ayer, Amadou, no tienes que preocuparte, casi todos los chicos que estáis en esta asociación tenéis una orden de expulsión. —Según hablaba, Cámara me lo traducía en bámbara, aunque algunas cosas ya las entendía—. De hecho —continuó—, Cámara también tiene una. —El joven asintió con una sonrisa que dejó ver una boca perfecta, con todos los dientes alineados como en un anuncio de dentífricos; desde que me partieron el diente solía fijarme en las bocas de los demás, y cuando veía una perfecta, como era el caso de mi compatriota, sentía un poco de envidia—. Ahora haremos un recurso, y mientras nos contestan no te podrán hacer nada. Es importante que siempre lleves la copia del recurso encima. Cuando nos respondan, lo más probable es que te pongan una multa de quinientos un euros, y ya veremos cómo hacemos para pagarla. En el peor de los casos, te expulsarían del país, es una posibilidad, pero llevo trabajando aquí muchos años y no lo han hecho casi nunca. Cuando ven que los inmigrantes tienen el apoyo de una asociación no suelen hacerla efectiva.
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