Vocablos griegos para un léxico de Filosofía política. Leticia Flores Farfán
patriotismo helénico era un patriotismo de bandos, de grupos concretos; uno se queda en el bando democrático o se opone a él; pero, como ciudad y cuerpo cívico son lo mismo, no se podía soñar en una Atenas eterna, más allá de los bandazos de la democracia […] La carrera de Alcibíades es un bello ejemplo de ese patriotismo de grupo concreto: Atenas son los atenienses, es decir, hombres con quienes Alcibíades se pelea por otra ciudad, y con los cuales se reconcilia después... Es algo que ocurre entre seres humanos, entre individuos. Después de la derrota de Atenas en 405, los oligarcas hacen derribar las fortificaciones de la ciudad al sonido de las flautas, como si fuera una fiesta; no se sienten envueltos en la derrota de una Atenas eterna; le han ganado a un bando rival.
La polis es una espacio creado, instituido e instituyente, una ciudad-comunidad (koinonía) que idealmente vela por el bien común y busca evitar la división de los ciudadanos por cualquier medio. El ostracismo, por ejemplo, se ofrece como un mecanismo institucional en contra de los intereses individualistas o los antagonismos políticos que pudieran resquebrajar la unidad del cuerpo ciudadano y, por ello, es preferible que algún ciudadano sufra un exilio transitorio a que la ciudad entera se confronte. Si la discordia o la confrontación se apodera del espíritu de los ciudadanos, la tiranía2 vence y la ciudad muere, como nos lo hace saber Sófocles, en boca de Hemón (Antígona, 737), cuando increpa a Creonte diciéndole que “no existe ciudad que sea de un solo hombre”.
Émile Benveniste (1999, pp. 274-282), en el capítulo “Dos modelos lingüísticos de la ciudad”, de Problemas de lingüística general, analiza las relaciones específicas que guardan los términos civis/civitas y polis/polítes con el fin de evidenciar la diferencia entre el modelo latino y el griego, y el impacto que su comprensión tiene para un estudio de las instituciones indoeuropeas. La civitas, afirma Benveniste, se define como el conjunto de los civis que, contra una larga tradición y apoyándose en referencias de autores como Plauto, Tito Livio, Cicerón, entre otros, el lingüista traduce como “conciudadano” para poner el énfasis en el carácter necesario de la relación mutua entre las partes en la idea de ciudad como civitas; en una palabra, sin los civis no podemos hablar de civitas, sin la suma de las partes no se puede conformar el todo. En el modelo griego, por su parte, el término primario es el de polis, es decir, según Benveniste, el del “cuerpo abstracto, Estado, fuente y centro de la autoridad, [que] existe por sí misma [ya que] No encarna ni en un edificio, ni en una institución, ni en una asamblea” (Benveniste, 1999, p. 280). Existe entonces una subordinación o dependencia del polítes a la polis que Benveniste resalta mediante la referencia a Aristóteles, en Política (1253a), donde el filósofo asevera que “la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte”. Asimismo, en Persas, según Goldhill (2002, pp. 50-61), se pone de relieve la importancia que tiene la colectividad como entidad homogénea en el espacio griego al señalar la ausencia de listados de nombres en las referencias al ejército griego, en comparación con las largas listas de nombres persas, tanto de individuos como de razas, que aparecen en la tragedia. Goldhill no duda en destacar que el subsumir al individuo en la función de ciudadano-soldado constituye un factor básico en la ideología democrática ateniense del siglo quinto, que se corresponde con la estrategia retórica del anonimato de los soldados griegos en Persas. Esta misma idea de la primacía de la ciudad sobre los ciudadanos es la que podemos encontrar en el discurso fúnebre que Pericles, según relata Tucídides, pronuncia ante los enfadados y desesperanzados atenienses después de la segunda invasión de los peloponesios cuando dice:
Tengo para mí, en efecto, que una ciudad que progrese colectivamente resulta más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de sus ciudadanos, pero que se esté arruinando como Estado […] al habitar una gran ciudad y haber sido educados en costumbres dignas de ella, es preciso estar dispuestos a soportar las mayores desgracias para no oscurecer la reputación […] hay que dejar, pues, de dolerse por los sufrimientos individuales y ocuparse de la salvación de la comunidad (II, 60-62).
La ciudad, he polis, es el apelativo utilizado por los oradores, nos dice Nicole Loraux en el capítulo “Bajo el hechizo de una idealidad”, en La invención de Atenas. Historia de la oración fúnebre en la “ciudad clásica” (2012, pp. 269-330), para designar a la colectividad política en los discursos fúnebres o logos epitáphios de carácter patriótico en donde el elogio a la polis es, a un mismo tiempo, la alabanza a los combatientes muertos en batalla, a los antepasados y a todos los ciudadanos presentes en la ceremonia fúnebre. Esta operación discursiva en la que se difumina la heterogeneidad de lo real para dar paso a una construcción ideal en donde la ciudad es una unidad homogénea en donde se amalgaman de forma indisoluble los vivos y los muertos, es puesta en evidencia por Platón, en Menéxeno (235a-b). Sócrates le hace ver a Menéxeno que los oradores elegidos para celebrar a los muertos: 1) no hablan a la ligera pues han preparado cuidadosamente y durante mucho tiempo sus discursos (con ello se pone en entredicho la capacidad de improvisación que se les atribuye); 2) son hábiles en el manejo de las palabras pues eligen las más hermosas con el fin de hechizar las almas de quienes los escuchan y lograr despertar en su auditorio un sentimiento de empatía con aquellos que habitan en las Islas de los Bienaventurados; 3) los panegíricos cívicos que construyen son discursos retóricos que difuminan la distancia entre vivos y muertos al atribuirles a los escuchas del elogio patriótico la misma fuerza, valor y nobleza que a los guerreros caídos en combate; 4) las oraciones fúnebres son discursos oficialistas que le permiten al Estado conformar una idea de ciudad que, por su valentía y belleza, es digna de admiración y modelo para todos los griegos.
La estrategia de discurso que pareciera estar puesta en juego en las oraciones fúnebres y en los mitos de autoctonía es la de crear un vínculo de pertenencia ciudadano que permita borrar o hacer de lado todas las diferencias de clase, económicas, sociales, tribales, grupales entre los individuos que conforman la ciudad para posibilitar así su viabilidad a través de la unidad imaginaria de todos los ciudadanos en la singularidad abstracta que la expresión polis conlleva. Loraux (2012, p. 282) señala que:
Polis es […] el nombre con el que la colectividad se denomina para celebrarse a sí misma, corriendo el riesgo de dejarse llevar por el hechizo de ese nombre convertido ahora en entidad autónoma: la satisfacción simbólica que les provoca la evocación de la ciudad dispensa a los atenienses de concebirla realmente como una colectividad, y no se les ocurre pensarla como una acumulación de grupos humanos heterogéneos.
La estrategia discursiva sobre la que se fundaron las ciudades griegas antiguas implicó desdibujar del imaginario social los procesos de migración y colonizadores que posibilitaron la conformación de las comunidades políticas isomórficas. Sin embargo, esta estrategia se encontraba permanentemente asediada por la naturaleza heterogénea de los ciudadanos que conformaban la colectividad. Si la ciudad se conforma por hombres, plural, y esos hombres son individuos que tienen pasiones e intereses diversos, entonces, podemos sostener que los logos epitáphios, al igual que los mitos de autoctonía y el relato de naturalización de la amistad ciudadana que dan cuenta del nacimiento de las ciudades, funcionaron como un pharmakon contra la heterogeneidad y la rivalidad que están en la base de toda agrupación formada por individuos disímiles y contrapuestos. De esta forma, la relación polis/polítes está más cercana a lo planteado por Benveniste con relación a civis/civitas, por lo que podría también formularse como polítes/polis.
Rosalind Thomas (2002, p. 70) se pregunta por las razones que impulsaron a los atenienses a conformar los mitos de autoctonía. Y responde que quizá puedan verse como una respuesta a la fragilidad de una ciudadanía creada por decisión política. Con este tipo de narraciones, la democracia ateniense logró apropiarse de una larga tradición aristocrática que ligaba sus privilegios al linaje noble del génos o familia, raza, clan al que pertenecían; esta nobleza de nacimiento se hacía ahora extensiva a todos los ciudadanos porque todos ellos al nacer de la misma tierra se vuelven miembros de una misma familia, la de los atenienses. La unidad política que emana de esta comunidad de nacimiento es tan relevante que no hay discurso fúnebre oficial que no haga alusión al carácter oriundo, de nacido en la propia tierra característico de los autóctonos. Como sostiene Glotz (1957, 100):
Los atenienses se vanagloriaban de ser autóctonos, lo que significa que entre ellos no había raza dominante ni raza esclavizada,