Las niñas prodigio. Sabina Urraca

Las niñas prodigio - Sabina Urraca


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agotado, de vuelta de un campamento en el que no lo ha pasado nada bien. Hacía dos años de la última vez que lo había visto, aquella noche en el camping. Estaba gris y destrozado. Tenía la camisa rota y una herida amoratada en la sien. Cualquier otra persona habría tardado algunos segundos de más en reconocerlo. Yo supe que era él inmediatamente. Lo había visto cientos de veces casi muerto, con los rasgos abandonados y los faldones de la camisa manchados de pota. La diferencia era que ahora, despierto, tenía la misma expresión de asco que antes solo aparecía cuando estaba dormido. Me dio vergüenza y miedo. Cogí un pico de la sábana y me tapé. Henri no se movía. Me levanté y avancé hacia él muy despacio. Al llegar a su altura, le vi los ojos enrojecidos. Apestaba a alcohol y miraba a un punto indeterminado del suelo. Ni me había visto ni me estaba viendo. Solté la mano, dejé caer el pico de sábana que me cubría. Le tomé la cara y la giré hacia mí. Soltó un pequeño gemido de dolor. Las luces de la calle resaltaban las sombras de los surcos de su cara, y realmente parecía que aquellas dos rajas negras eran vacíos por los que su rostro iba desapareciendo. Lo cogí con fuerza de los lados de la cara y estiré. Quería ver qué había dentro de las grietas. Su piel no se estiró. Los surcos no escondían nada, eran solo dos arrugas dibujadas en profundidad. Henri gemía de dolor, se quejaba, pero no tenía fuerzas para apartarse. Le solté la cara. Apoyó la cabeza en mi hombro y empezó a llorar. Su cuerpo, desmayado sobre mí, se convulsionaba. Tenía un llanto infantil y se agarraba a mi espalda babeando de desesperación. Noté un hilo de su saliva cayendo de su boca y golpeando mi espalda, avanzando, deslizándose por la raja de mi culo. A medida que él me apretaba más y más fuerte, la noche, las luces, el placer de sentir mi propio cuerpo alejándose de todo, iban desapareciendo. Aquel primer grito desconocido que había salido de mi boca se fue convirtiendo en algo ridículo y ajeno a mí, como el graznido del pato enfermo en aquel lago artificial del minigolf.

      6

      Cuchillitos

      —¿Quién es la mayor?

      —Son mellizas.

      —¿Queréis unas golosinitas, preciosas?

      —No, no las gustan.

      La madre no les dejaba tomar azúcar. El pediatra había dicho que eso podía alterarlas más. A veces les dejaba beber un poco de Dan Up, nada más. Los yogures naturales, la leche sin Cola Cao.

      —Me está mirando a mí.

      —No, me está mirando a mí.

      Paula y Raisa se ponían frente al póster de Michael Jackson, peleando por su atención.

      —¿Pero no lo ves? ¡Me está mirando a mí! ¡A mí!

      En realidad, Michael me miraba a mí, cruzado de brazos con su chupa de cuero y sus caracolillos negros. Pero cualquiera se metía ahí en medio.

      Tampoco me ponía de parte de ninguna. Ellas solitas provocaban la explosión que más me gustaba.

      A veces, Paula y Raisa se perseguían con cuchillos por toda la casa. Su madre lloraba inclinada sobre la mesa. Llevaba un pañuelo en el puño de la camisa y con él se enjugaba las lágrimas amargas de haber criado dos hijas que se querían matar. Después me miraba y susurraba, como en una oración:

      ¡Cristo bendito!

      Yo ya no sé qué he hecho mal…

      Jesusito, ven y llévame…

      Y seguía doblando servilletas de tela para las comidas familiares del domingo, con la cara oculta por el pañuelo, pequeños espasmos de llanto recorriendo su espalda.

      Yo seguía merendando sin saber qué decir. En la alacena había un bote de Cola Cao solo para mí.

      —Tú que eres tan tranquila, ¿no podrías enseñar a esas salvajes a respetarse un poco?

      Qué responder. A estas alturas debía de saber que, si yo volvía allí cada jueves, después de clase de guitarra, era porque de alguna manera disfrutaba del panorama.

      Aquellas peleas eran el más bello espectáculo que había visto nunca. Animales fibrosos, brillantes, con los miembros en máxima tensión, que proferían gritos salvajes, forcejeaban en el suelo y se retorcían los brazos. Como uno de esos documentales en los que dos leones se pelean a cámara lenta. Casi podemos ver cómo son por dentro; cada movimiento provoca una torsión en su cuerpo que nos permite adivinar la forma de los huesos y los músculos. En las peleas de Paula con su hermana había cocodrilos enseñando los dientes, una boa tragándose un tapir entero, una estampida de bisontes haciendo temblar la tierra de mi cuerpo idiota de hija única.

      Pero, sobre todo, las palizas entre las mellizas eran la representación viviente de un mito o de una fábula en la que alguien se desafía a sí mismo. Un único ser intentando vencerse, superarse, doblegar su propia voluntad.

      Cuando brazos, piernas y dientes no eran suficientes, Paula decía:

      —Y ahora, vamos a sacar los cuchillitos.

      Y mi corazón se encogía de miedo y placer. Miraba a la madre, que interrumpía su labor de ganchillo y sollozaba un débil «no», quebrado por un nuevo acceso de llanto. Se levantaba alarmada, se volvía a sentar, se persignaba.

      ¡Cristo bendito!

      ¿Pero qué hemos hecho mal?

      Su padre era radioaficionado. Pasaba las tardes en la habitación del fondo. Tras la puerta se oían bufidos de máquina, chisporroteos, palabras susurradas. Nunca risas ni conversaciones audibles.

      Mientras su hogar se venía abajo entre gritos, golpes y cuchilladas al aire, él seguía comunicándose con quién sabe quién. Los radioaficionados siempre me dieron miedo. Eran tíos lejanos, padres de amigos, presencias parduzcas y amorfas en el fondo de un cuartucho en el jardín. ¿Con quién hablaban? Nadie lo sabía. Con otra gente que también se había construido su radio casera y transmitía las mismas inquietudes de color parduzco desde la oscuridad de un cuartucho similar.

      Cuando estuve bien enterada de lo del pene en la vagina y la semilla en forma de chorrazo blanco, me pareció increíble que aquel hombre grisáceo y callado hubiese sido capaz de producir líquido suficiente para engendrar de una sola vez a dos seres con tanta energía como Raisa y Paula. La madre sollozaba y lanzaba gritos de angustia, pero en realidad era una dragona que guardaba su territorio. Y en su territorio no entraban sus hijas. Solo deseaba que la dejasen en paz.

      En una foto del salón se la veía joven, atrapada en un embarazo monstruoso que hacía que su cabeza pareciese una bolita de carne diminuta. Pero en su mirada se adivinaba una llama que ardía lejos de esos seres que le habían deformado el cuerpo. No tenía pensamientos salvajes, ni ansias de libertad. Simplemente habría sido más feliz haciendo ganchillo mientras miraba la televisión de reojo, limpiando las hojas de las plantas. Sola en aquel salón, sin necesidad de fingir preocupación. Esta convicción quedaba perfectamente sintetizada cuando Raisa y Paula se arrancaban mutuamente mechones del pelo y ella suspiraba, los ojos brillando por un deseo muy fuerte:

      —Desde luego, mejor me hubiese quedado solterona.

      Creo que las dos pensábamos que Paula y Raisa se habían pegado tanto y tan bien, conocían tan al detalle cada rincón y mueble de su casa, que sus luchas no entrañaban peligro. Eran complejas coreografías del odio en las que cada golpe estaba perfectamente medido para que ninguna nuca golpease ninguna esquina. Solo ocasionalmente un hilo de sangre manaba de la nariz o se raspaban los nudillos contra el gotelé. Entonces una de las dos lloraba encogida en el suelo, muy quieta. La otra se le acercaba y la tanteaba suavemente con la punta del pie.

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