Movimientos y emancipaciones. Raúl Zibechi
para debilitar sus resistencias.
Los opresores siempre se empeñaron en eliminar o controlar los espacios sociales autónomos de los oprimidos (desde las barracas donde dormían los esclavos hasta las tabernas, cervecerías y mercados donde concurren las familias proletarias), porque saben que allí se tejen las rebeliones. En Europa, a fines del siglo XIX se destruyeron deliberadamente muchos circuitos de la cultura popular «con siniestras consecuencias en el proyecto de disciplinar y domesticar culturalmente al proletariado» (Scott, 2000: 156). Para refrenar la protesta social en América Latina, el espacio estratégico vital para la sobrevivencia del imperio estadounidense, la cuestión decisiva es controlar y domesticar los espacios donde nació la resistencia al neoliberalismo: las periferias urbanas y ciertas áreas rurales. El «combate a la pobreza» cumple esa función.
Para la mayoría de las personas el combate a la pobreza es una cuestión de índole moral que nace de un justificado sentimiento de rechazo a los sufrimientos de sus semejantes. Para las elites es un modo de garantizar la estabilidad y la gobernabilidad. En los últimos años, en toda América Latina he podido comprobar, directamente, cómo las políticas sociales de los más diversos gobiernos dividen y neutralizan a los movimientos antisistémicos. En Chiapas, donde cientos de comunidades zapatistas eran sólidos bastiones de rebeldía, hoy campea la división porque el gobierno estatal, comandado por el centroizquierdista PRD, realiza donaciones a las familias que abandonan el movimiento rebelde. En Argentina, el movimiento piquetero fue diezmado por los planes sociales que cooptaron organizaciones enteras, y aislaron y debilitaron a las que siguieron firmes contra el modelo. En Chile, el gobierno entrega tierras selectivamente a las comunidades mapuche que considera afines, se las niega a aquellas que se movilizan y, además, les aplica la ley antiterrorista. Y así en todo el continente.
A mi modo de ver, las políticas sociales implican cuatro grandes dificultades para los movimientos antisistémicos:
1) Instalan la pobreza como problema y sacan a la riqueza del campo visual. Se ha instalado la idea de que los pobres son el gran problema de las sociedades actuales, ocultando así el hecho incontrastable de que el problema central es la acumulación de capital y de poder en un polo, porque desestabiliza y destruye todo rastro de sociedad. Se estudia a los pobres con la mayor rigurosidad, se realizan estadísticas, análisis, encuestas y todo tipo de acercamientos a los territorios donde viven los pobres, sin contar con ellos, sin consultarlos ya que se los considera objetos de estudio. Las academias, los estados y las corporaciones multinacionales han reunido bibliotecas enteras para tratar de responder qué hacer con los pobres. En cambio, son raros los estudios sobre los ricos, sobre las formas de vida en los barrios privados, los modos de hacer de los ejecutivos y los problemas que crean a la sociedad. Sin embargo, son ellos los que provocan las crisis, como quedó demostrado durante la crisis financiera de 2008.
2) Eluden los cambios estructurales, congelan la desigualdad y consolidan el poder de las elites. Apenas dos ejemplos. El gobierno de Lula gasta el 0,5% del PIB en el programa Bolsa Familia, de transferencias a los sectores más pobres de la sociedad, que perciben unos 50 millones de personas. Con la otra mano, gasta el 5% del PIB en intereses de deuda interna que benefician a unas 20 mil familias. El mismo gobierno que no hace la reforma agraria, que beneficia al capital financiero que registra las mayores ganancias de la historia de Brasil, consolida de ese modo la desigualdad en el país más desigual del planeta. En lugar de desarrollar una política económica que le permita prescindir de las políticas compensatorias, ampliando todos los derechos a todos los brasileños y hacer la reforma agraria, Lula optó por una política que sigue generando más y más desigualdad que es «compensada» con pequeñas transferencias.
El otro caso sintomático es el programa Argentina Trabaja recientemente implementado por el gobierno de Cristina Kirchner. El programa dice inspirarse en la economía solidaria, promueve la formación de cooperativas que trabajan en obras públicas por salarios muy superiores a las transferencias que reciben los desocupados. El diseño del programa es interesante, pero su aplicación busca tres efectos. Primero, consolidar las relaciones de poder en las periferias de Buenos Aires ya que privilegia a los intendentes peronistas, base de apoyo del gobierno nacional. Segundo, consolidar las bases sociales del gobierno favoreciendo a las organizaciones afines, entre las que se destaca del Movimiento Evita. Tercero, aislar a las organizaciones autónomas que siguen resistiendo, a cuyos militantes se les veta la posibilidad de integrar cooperativas. El Frente Darío Santillán se ha destacado por una consecuente actitud: no rechaza el plan Argentina Trabaja sino que se moviliza para que no quede en manos de las burocracias sociales y estatales.
3) Bloquean el conflicto para facilitar la acumulación de capital. Toda la arquitectura de las políticas sociales está enfocada a mostrar que sólo se pueden conseguir demandas sin conflicto. Ya sea porque los beneficios se les entregan prioritariamente a quienes se han especializado en merodear los despachos del poder, o porque el costo social para los que luchan es muy elevado. El caso del pueblo mapuche de Chile echa luz sobre estas formas de actuación estatal. Al comienzo de la transición a la «democracia», el estado aprobó la Ley Indígena que promueve y regula la formación de comunidades y asociaciones indígenas. En la región de la Araucanía se habían formado para 2002 un total de 1.538 comunidades y 330 asociaciones que obtuvieron personería jurídica y acceso a los programas públicos. Sin embargo, este conjunto de organizaciones no sirvió para potenciar la lucha mapuche ya que el tipo de organización creada «las asemeja a organizaciones propias de la sociedad chilena que en nada tienen que ver con la organización tradicional mapuche» (Calbucura, 2009: 17). El estado promovió la creación de comunidades legales con un mínimo de diez integrantes lo que ha redundado en fragmentar las organizaciones ancestrales.
En segundo lugar, el reparto de tierras –que es la principal política social hacia los mapuche– se ha hecho de tal modo que los debilita y divide. La Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) a través de su Fondo de Tierras y Aguas Indígenas, ha traspasado desde 1994, unas 200 mil hectáreas a los mapuche que han favorecido a más de 10 mil familias. La cifra es insuficiente ya que se estima que harían falta otras 200 mil hectáreas, pero muchas se titulan de forma individual y no comunal, dejando fuera a muchas comunidades y, además, no existen programas de apoyo. En tercer lugar, la CONADI entrega tierras como forma de resolver conflictos, pero en muchos casos se ofrecen tierras en lugares que implican el traslado de la comunidad de sus tierras de origen, cuestión que no contribuye a la reconstrucción de los territorios indígenas y genera divisiones internas, aunque libera espacios para la expansión de los cultivos forestales de las grandes empresas privadas.
Por último, el control estatal de la CONADI hace que se privilegie a algunas comunidades en detrimento de otras, usando las tierras para fortalecer el clientelismo y como forma de pago a testigos protegidos que declaran contra las comunidades más combativas (Informativo Mapuche, 2009). Las políticas sociales del gobierno de la Concertación generaron división y fragmentación del movimiento mapuche, cooptaron a organizaciones y redujeron el explosivo potencial de la lucha indígena. A los sectores que siguieron resistiendo y ocupando tierras se les aplicó la ley antiterrorista heredada de la dictadura de Augusto Pinochet. Esas políticas no disminuyeron la pobreza pero facilitaron la expansión del monocultivo forestal que ya ocupa dos millones de hectáreas en la Araucanía en manos de tres grandes empresas. El conjunto de las tierras mapuche no llega a 500 mil hectáreas, donde viven unos 250 mil comuneros en unas dos mil reservas que son islotes en un mar de pinos y eucaliptos.
4) Disuelven la auto-organización de los de abajo. Es el caso de la implementación por el estado de la economía solidaria como política social. La economía solidaria nació abajo y en resistencia durante el período neoliberal, fue creciendo bajo diversas formas, desde cooperativas y fábricas recuperadas hasta ferias de trueque y emprendimientos productivos. En general, fueron los grupos sociales locales los que más se destacaron por poner en marcha formas autónomas de economía solidaria, a través de la autoorganización.
Las políticas sociales a través de la economía solidaria buscan justamente destruir la autoorganización que es un aspecto clave, determinante, para que formas económicas alternativas jueguen un papel en la emancipación a partir de la lucha por la sobrevivencia. Pero la autoorganización tiene algunas características que la diferencian de las organizaciones